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Capítulo 34

Geta fue a donde su hermano gritaba. Logró sujetarlo de los hombros para inmovilizarlo y le cubrió la boca. Todos los sirvientes a su alrededor siguieron como si nada, dejándolos solos. Los guardias que custodiaban el salón principal retomaron su posición y el silencio invadió el Palacio. Caracalla mordió la mano de Geta para liberar su boca y comenzó a reírse.

—¿Dónde está tu doncella? —lo cuestionó.

—Tenías razón —Geta notó como el semblante de su hermano se relajaba—. Estaba impura. Volverá a mí cuando se purifique.

—¿La has devuelto a Lucilla? —Geta negó con la cabeza y Caracalla bufó—. Que esté aquí es mala señal.

—Haremos unos juegos —anunció Geta—. Eso atraerá la buena suerte.

—¡Juegos! —gritó Caracalla, alejándose de su hermano.

Geta pasó sus dedos por su cabello para calmarse. Estaba cansado de su hermano, de que siempre se portara como un niño e hiciera berrinche si algo no sucedía como quería. La marca en su costado era un recordatorio de que Caracalla era impulsivo y podía herirlo sin titubear. Sus sentimientos por Irene podían llevar a su hermano al borde de la locura. Sumado a eso, si hallaba una forma de casarse con ella, se pondría al frente en el poder. Los matrimonios le gustaban al pueblo. El senado lo tomaría como un símbolo de estabilidad y él haría todo porque Irene estuviera bien a su lado. La idea de Irene de pedirle a Acacius que la protegiera no le parecía tan descabellada. Sabía que el general le tenía aprecio a Irene y que, llegado el momento, la protegería con su propia vida. Lo único que le intrigaba eran los motivos por los que ella estaba tan segura de que Acacius lo haría.

—¡Guardia! —gritó. El soldado se acercó a él—. ¿Saben algo del paradero del general Acacius?

—¿Desea entregarle un mensaje?

—Dile a todos que haremos una ronda de Juegos —ordenó.

El soldado asintió, informó a su compañero de la solicitud del emperador y todo el Palacio comenzó a movilizarse. El ajetreo no pasó desapercibido para Irene. Aprovechó el movimiento de los sirvientes para adentrarse al Coliseo, bajó por los túneles y entró a las celdas que estaban acomodadas al interior de la estructura. Los gladiadores le silbaron al verla, emocionados de tener una mujer entre ellos. Ravi, extrañado por el ruido, salió a ver lo que sucedía. Irene caminaba hacia él, con el vestido manchado por algún líquido. Pensó que era vino hasta que Irene se acercó a él y notó el color carmesí.

—Necesito que me hagas un favor —pidió Irene.

—¿Todo bien?

—Caracalla cree que el sangrado es mal augurio y aproveché eso para convencer a Geta de que debemos estar separados unos días —explicó Irene—. Harán Juegos para atraer la buena fortuna, así que seguro vienen gladiadores de varias partes.

—Es lo usual en eventos de este tipo —afirmó Ravi—. ¿Qué favor necesitas?

—Busca a Lucilla, dile que necesito hablar con ella. Ella va a aceptar, estoy segura, pero necesito que la guíen por el Palacio hasta donde las doncellas descansan.

—Está bien —aceptó Ravi.

—¡Gracias! —soltó Irene, aliviada—. Nadie puede verlos, o Geta va a matarnos a todos.

—No lo haría si le dijeras la verdad —habló Ravi, con una sonrisa en la cara—. Todo sería más fácil, ¿sabes?

—Necesito que vuelva con bien —Irene apretó la mano de Ravi—. Si sabes algo, por favor, avísame.

—Lo haré —Ravi acarició los dedos de Irene—. Ahora, vuelve al Palacio.

Irene asintió, dio media vuelta y volvió al Palacio. Hablar con Lucilla le ayudaría a aclarar las dudas que tenía respecto a Geta y saber qué hacer si todo resultaba ser cierto. Se detuvo un instante a admirar el sol. El cielo estaba despejado, el calor era insoportable y la reja del Coliseo que daba al pueblo estaba abierta. Parpadeó, sin creer que la libertad estaba tan cerca. Geta no la buscaría hasta dentro de un par de días. Eso le permitiría escapar sin que se diera cuenta. Iría con Lucilla, luego buscaría a su padre. Todos los caminos llevaban a Roma, si estaba visitando los pueblos aledaños lo vería ahí. ¿Y luego? No podría volver con él. Geta la buscaría por toda Roma. Culparía a Acacius de esconderla y lo acusaría de traición. Agachó el rostro al escuchar los pasos de los soldados y volvió al Palacio.

***

Acacius se quedó al final de las tropas, cuidando la espalda de sus hombres. Estaba a medio día de llegar al punto de reunión, pero la noche pronto caería sobre ellos. Si lo seguían de cerca, no podía ser descuidado. Silbó, avisando a todos que debían detenerse y les pidió hacer pequeños grupos y hacer guardias para que todos pudieran descansar. Él hizo lo propio. Bajó de su caballo, le dio agua y lo amarró a las ramas secas que estaban a su alrededor para que no escapara. Se quitó la capa, la dobló y se sentó en el suelo. Recibió un plato de comida de uno de los hombres y se sentó junto a ellos. Llevaba más de diez años como general del ejército. Vio crecer a cada uno de los hombres que estaban a su lado, conocía la historia de la mayoría de ellos y la necesidad que los llevó a luchar en nombre de Roma. A ninguno le gustaba la guerra, pero los privilegios que recibían por ser parte del ejército les permitían darle una vida digna a sus familias. Maximus vino a la mente de Acacius. Lucilla siempre estuvo enamorada de él, pero Acacius nunca se sintió amenazado por ese sentimiento. Maximus era honor, lealtad, nobleza, verdad y justicia, características inexistentes en Roma. Los nobles se aprovechaban del pueblo, les cobraban impuestos, exigían tributos y mientras los plebeyos mueren de hambre, Acacius conquista y los emperadores celebran. No era mejor que ellos. Sus manos estaban manchadas de sangre.

—¿General? —lo llamó un hombre—. ¿Se encuentra bien?

Acacius sintió algo cálido bajar por su cabeza. Se tocó la frente y manchó sus dedos de sangre. La herida en su cabeza se había abierto. Un soldado se levantó y le colocó un trozo de tela. Acacius miró la sangre en sus dedos. Su corazón se aceleró, se levantó para alejarse un poco de sus hombres y sintió como a sus pulmones les faltaba aire. Caminó en círculos, cerca de donde dejó a su caballo, moviendo las manos y exhalando todo el aire que sus pulmones podían retener. Un fuerte dolor se instaló en su pecho y cayó de rodillas. La cabeza parecía que iba a estallarle. Cerró los ojos, sintiendo las lágrimas resbalar por sus mejillas, sujetó su cabeza con ambas manos y se meció de adelante hacia atrás hasta que logró calmarse. Miró hacia arriba, contando las estrellas, buscando la luna que le sonreía desde el cielo y se puso de pie. Distinguió una luz anaranjada en el horizonte, soltó el trapo con sangre y gritó a sus hombres antes de subir a su caballo e ir directo al incendio.

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