Capítulo 33
Irene miró la mancha de sangre en su vestido. Soltó una risa al recordar el vino que la trajo al Palacio y siguió a Geta hasta sus aposentos. Una vez ahí, Geta se permitió revisarla con atención. Ya no se veía tan pálida como la noche anterior, el brillo en sus ojos estaba de vuelta y parecía con más energía. Las mejillas estaban enrojecidas, lo que la hacía irresistible. Dio un paso lejos de ella antes de dejarse llevar y acarició la tela del vestido con sus dedos. Irene lo miró. Notó la preocupación en su rostro, lo que hizo que su estómago se encogiera. Aún no asimilaba que los sentimientos de Geta iban más allá del capricho.
—¿Por qué fuiste a los aposentos de Caracalla?
—Quería ver cómo estabas —respondió Geta—. Anoche te veías muy mal.
—Estoy bien —dijo Irene,
—¿Fue por las noches que pasamos juntos? —preguntó Geta—. ¿Acaso tú...?
—Ravi me dio algo para que no sucediera —lo interrumpió Irene—. Eso adelantó mi sangrado, lo que es buena señal.
—¿Sangrado?
—Cada ciclo lunar, las mujeres sangramos. No es un mal augurio, es la naturaleza —explicó.
Irene recordó la primera vez que le pasó. Pensó que algo estaba mal en ella y fue con su madre, quien le explicó lo que le estaba sucediendo. La sangre, le dijo, era señal de que ya era una mujer. La idea no le agradó porque aún se sentía una niña y los días que sangraba debía mantenerse escondida para evitar que la apedrearan por ser "impura". Fue hasta que llegó con Acacius que Lucilla le explicó que si alguna vez estaba con un hombre y dejaba de sangrar, eso significaba que tendría un hijo. Irene no insistió más en el tema. Ya era malo para ella tener que mantenerse oculta esos días como para preguntar qué significaba eso de estar con un hombre y cómo es que un bebé podía surgir de eso. La sola idea de que lo que hacía con Geta podría terminar en un embarazo la hizo sentir náuseas. Si eso sucedía, la única forma de estar a salvo sería con su padre cerca de ella.
—¿Podemos estar juntos si tienes eso?
—Lo mejor será que esté alejada de ti —dijo Irene—. Caracalla cree que es mal augurio, si algo llegará a sucederte no tendré tanta suerte como la otra vez.
—Lo siento —Geta la abrazó de la cintura y la acercó a su cuerpo—. Debí esperar un poco antes de prestarte a mi hermano. Pensé que así lograría calmarlo en su deseo de que regreses con Lucilla.
—¿Y si vuelvo unos días con ella? —propuso Irene.
—Tu lugar está a mi lado —Geta pegó su frente a la de ella—. Por algo soy el emperador. Debe haber una forma de que pueda estar contigo. ¿Sabes sí tienes conexión sanguínea con algún noble?
—No lo creo —mintió Irene—. ¿Eso ayudaría?
—Sería más sencillo convencer al senado —Geta se separó de Irene—. Aunque sería complicado, deberíamos rastrear a tus padres para demostrar que tienes sangre noble. La otra opción es obligarlos a que me dejen estar contigo.
—Sabes que así no funcionan las cosas —lo regañó Irene—. Tu poder solo te protege a ti, no a mí. Y el único capaz de mantenerme a salvo está fuera de Roma, cumpliendo con su deber.
—¿Lo dices por Acacius? ¿Crees que arriesgaría todo por ti?
—Es general del ejército Romano, si le ordenas que me proteja podría hacerlo.
—Tiene sentido —Geta miró a Irene. De nuevo tuvo esa sensación de estar frente a Acacius—. Tendremos que esperar.
—Es lo mejor —Irene sonrió, aliviada de que Geta por fin estuviera cooperando—. Volveré a mi cuarto y estaré ahí hasta que el sangrado se detenga. Si Caracalla pregunta, dile que tenía razón. Eso lo calmará un poco.
—¿Segura qué estarás bien?
—Confía en mí —Irene le sujetó el rostro y le dio un tierno beso—. No vayas a quedarte solo. Sería raro sabiendo el historial que tienes con las doncellas. Y arma alguna fiesta o unos juegos. Algo se te ocurrirá.
—Está bien —Geta le acomodó un mechón de cabello detrás de la oreja y unió sus labios a los de ella—. Voy a extrañarte.
Irene abrazó a Geta y recargó su cabeza en su pecho. Iba a decirle algo cuando la voz de Caracalla llegó hasta ellos. Gritaba algo sobre ella, así que Geta tuvo que soltarla. La miró una última vez antes de salir e Irene sintió una opresión en el pecho. Los días que estarían separados serían la prueba definitiva respecto a lo que Geta decía sentir por ella. Luego de eso, Irene pensaría que hacer respecto a sus propios sentimientos.
***
Acacius se decidió a terminar de una vez por todas con la estúpida misión que los emperadores le dieron. Ya no se detendría a revisar los pueblos y ver el estado en el que se encontraban, los que visitó eran suficientes para saber que la pobreza y el descontento por pertenecer a Roma era más que evidente. Era claro que estaban mejor cuando eran libres. Alistó a sus hombres, montó su caballo y cabalgó hasta el punto de encuentro. Al ritmo que llevaban, tardaría dos días en llegar. En ese tiempo, esperaba que las demás tropas ya estuvieran esperando por él para volver a Roma. Rezó a los dioses porque nada lo detuviera y que lo que sea que estuviera soñando fuera un buen augurio. Estaba claro que a los emperadores les faltaba amor. Si su hija era la elegida para darle eso a Geta y brindarle la estabilidad necesaria para ser un mejor emperador, lo aceptaría. Claro que la idea no le gustaba del todo. Debía revelar su secreto y antes de hacerlo debía hablarlo con Lucilla pues la vida de los tres daría un giro de 180°. Sería difícil convencer a los senadores de que Geta no tenía conocimiento sobre el origen de Irene, de que el hecho de apropiársela fue una elección al azar y de que los sentimientos que surgieron entre ellos eran reales. Aunado a eso, si Irene se embarazaba le daría más poder a Geta al ser el único hermano con un heredero, lo que pondría a Caracalla como tercero en la línea. ¿Y qué pasaría con él? ¿Seguiría yendo a guerras o su lugar sería a lado de su hija?
—¡Esperen! —gritó al ver una nube de polvo a unos metros de ellos. Sacó su espada y señaló al frente—. Alguien viene.
—¡General! —gritó el joven soldado que días atrás mandó a avisar a las tropas de las actividades de los rebeldes.
—¿Estás bien? —Acacius guardó su espalda, el joven asintió y bajó de su caballo para pararse a su lado—. ¿Qué sucede?
—Las tropas —jadeó el soldado—. Están cerca del punto. Todo parece estar en orden en los pueblos a los que lo mandó.
—¿Supiste algo de los rebeldes?
—Aún no.
—Sigamos —ordenó a sus hombres—. Debemos llegar pronto.
Acacius golpeó las costillas de su caballo con los talones para avanzar y evitó mirar detrás de él. Si los rebeldes no estaban en todos los pueblos eso solo significaba una cosa: estaban siguiendo sus pasos.
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