Capítulo 32
Irene escuchó a alguien golpear la puerta y luego como se abría. Quiso abrir los ojos, pero sintió los párpados demasiado pesados. Unas manos rugosas le tomaron el rostro y le dieron suaves golpes en las mejillas. Murmuró el nombre de Acacius, aliviada de que su padre hubiera regresado. Un líquido frío resbaló por su frente y por fin pudo visualizar al hombre frente a ella. No era su padre, lo que la hizo sentir rota por dentro. Era Ravi. Estaba hincado a un lado de la cama, apretando su muñeca para medir los signos vitales. Le colocó un trapo húmedo en la frente, lo que logró despertarla. Se incorporó, sentándose en la cama y abrazó su vientre al sentir una leve punzada de dolor recorrer su costado.
—¿Qué me pasa? —preguntó, asustada.
—Es por el mejunje. Adelantó tu sangrado. —Ravi le acercó una bebida caliente que Irene bebió. Era un té de hierbas que alivió el malestar que sentía—. Debes descansar, le diré al emperador que no podrás pasar la noche con su hermano.
—¿Con su hermano?
—El emperador me llamó para pedirme que te buscara aquí —le explicó—. Dijo que te necesitaba porque Caracalla requiere tu presencia en sus aposentos.
—Entiendo —Irene se sujetó a Ravi para poder levantarse—. Estoy bien. Puedo ir con ellos.
—Irene, por favor —Ravi la sostuvo de la cintura—. Estás muy débil. Podrías desmayarte.
—No creo tener tanta suerte —bromeó Irene.
—Si mueres, el general Acacius podría hacer una rebelión —soltó Ravi—. Hace rato, antes de que te despertara me llamaste Acacius. Tuviste suerte de que Geta no estuviera aquí.
—Estaba delirando —mintió Irene.
—Sé tu secreto —murmuró Ravi. Irene lo soltó y tuvo que sujetarse de la pared para no caer—. Tranquila. No le diré a nadie.
—¿Cómo lo sabes?
—Eres la viva imagen de él —admitió Ravi. Se aproximó a Irene, pasó su brazo por encima de su cuello y la sujetó de la cintura—. Vamos. Te ayudaré a salir de aquí antes de que vengan a buscarnos.
—Gracias —dijo, recargándose en Ravi. En cierto modo, su corazón se sentía más liviano—. No voy a morir hasta que él regrese, ¿entiendes? Debo mantenerlo a salvo.
Ravi sonrió. En definitiva era hija de Acacius. Tenía el temple, la nobleza y la lealtad que tanto caracterizaban a su padre. Ahora entendía mejor los celos del emperador hacia el general. El amor que Irene le tenía a Acacius era diferente del amor que podría tener por Geta. Nunca iba a poder competir. Para ella, Acacius siempre estaría primero. Por eso sabía que sí los emperadores estaban contentos, su padre estaría a salvo. Así funcionaban las cosas en el Palacio. Irene hizo acopio de todas sus fuerzas para lograr llegar hasta donde Caracalla y Geta esperaban. Geta tuvo que detener el impulso de correr hacia Irene y alejarla de Ravi, que la abrazaba casi por completo. Estaba demasiado pálida y una capa de sudor cubría su rostro. El cabello se le pegaba en la frente y respiraba con dificultad.
—¿En qué puedo servirle, alteza? —habló Irene.
—Mi hermano ha dispuesto que esta noche duermas conmigo —informó Caracalla—, Pero veo que no estás del todo bien. ¿Ha sucedido algo inusual?
—Nada de qué preocuparse —Irene se alejó de Ravi—. Iré a esperarlo a sus aposentos.
Irene se enderezó y caminó con firmeza hacia la habitación de Caracalla. Los tres hombres la miraron mientras se iba. Ravi estudió el rostro de Geta y le sorprendió verlo preocupado por la doncella. Era la primera vez que veía que algo le importaba. Quiso descifrar si era algo genuino, pero llamó su atención Caracalla que se levantó de un salto para abrazar a su hermano. Sin nada que hacer ahí, Ravi hizo una reverencia y volvió al Coliseo. Esperaba que Irene tuviera un plan para mantenerse alejada de los dos emperadores. Se detuvo antes de salir por completo y se dio un leve golpecito en la frente. Irene era más inteligente de lo que pensaba.
Geta quiso ir con Irene. No la había visto durante todo el día, lo que de cierto modo afectó su humor. Se sintió irritado con todos a su alrededor y le costaba más trabajo ser paciente con su hermano. Irremediablemente, buscó a Irene por todas partes. Extrañaba que fuera su sombra, que al voltear estuviera atrás de él. Cuando el deseo de verla fue casi insoportable, pidió por Ravi con la excusa de que revisara su herida y le solicitó ir a buscarla a donde las doncellas descansaban porque pasaría la noche con su hermano. Eso lo había dicho con la esperanza de que ella reaccionara de algún modo. Esperaba verla enojada, dolida, incluso triste. En el mejor de los casos, tendría ese brillo en los ojos que tanto le gustaba a él. Pero no fue así. Parecía una flor marchita, con la mirada vacía, fingiendo ser fuerte. No entendía que pudo ponerla tan mal en tan solo unas horas. ¿Sería veneno? La idea no le ayudó a calmarse. Debía verla, ¿pero cómo? Se maldijo por no pensar bien las cosas. Esta vez debía ceder ante Caracalla por el bien de Irene.
—Confió en ti, hermano —le recordó Geta—. Recuerda que solo es un préstamo.
—Seré bueno con ella, lo prometo.
—¿Por Dundus?
Caracalla asintió, inseguro. La mención de Dundus lo hizo sentirse ansioso. ¿Era buena idea estar con la doncella? Mordió sus uñas y se detuvo con el toque de su hermano. Soltó una risa al darse cuenta de que Geta ya no podía retractarse. Le tomó la mano, en señal de agradecimiento y dio media vuelta corriendo hacia sus aposentos. Al llegar, Irene ya lo esperaba. Estaba de pie, a mitad de la habitación, mirándolo fijamente. Caracalla cerró la puerta. Sus dedos temblaron, ansiosos por tocarla. Se acercó a ella, le sujetó la barbilla y la besó. El sabor del vino inundó la boca de Irene, causándole fuertes náuseas. Tragó la billis que sintió subir por su garganta y dejó que Caracalla le devorara la boca. Ella no se movió, lo que molestó a Caracalla. Quería que respondiera. Mordió su labio inferior hasta que el sabor a óxido inundó su lengua. Irene apenas se quejó. Caracalla se alejó. Si ella estaba como una estatua, no sería divertido romper lo que le prometió a su hermano. La tomó del brazo y la jaló a su cama. Se sentó en la orilla, deslizó sus manos alrededor de la cintura de Irene y recargó la cabeza en su pecho. Cerró los ojos al sentir la calidez de su piel y se concentró en el ritmo de los latidos de su corazón. La apretó más contra él. Irene miró a Caracalla. Sin la necesidad de demostrar superioridad se notaba lo roto que estaba. Lo envolvió en sus brazos y le cepilló el cabello con los dedos. La caricia relajó por completo a Caracalla. Se quedó así durante un rato hasta que comenzó a sentirse adormilado.
—Acuestate —le pidió.
Irene subió a la cama y se acostó de lado. Caracalla se quitó todas las joyas que llevaba puestas, las prendas y la corona de olivo. A Irene la desnudez de Caracalla no le inquietó. No iba a lastimarla. Así que lo dejó acomodarse en su pecho. Le hizo caricias en el cabello hasta que se quedó dormido como un niño. Sintiéndose a salvo, se permitió cerrar los ojos.
—Irene —escuchó entre sueños—. Irene, despierta.
Irene dio un salto al encontrar a Geta tan cerca de ella. Eso hizo que Caracalla apretara su agarre y la inmovilizara. Geta, estaba preocupada. Señaló hacia abajo, a su vestido, e Irene notó la mancha de sangre sobre la tela blanca. No era tan grande, pero seguro Geta y Caracalla desconocían el funcionamiento del cuerpo femenino. Caracalla dio vuelta, soltando a Irene. Sintió como ella se levantaba de la cama y dedujo que iría a asearse. No fue hasta que escuchó la voz de su hermano que se despertó. Geta e Irene estaban frente a frente. Se movió hacia Irene y vio la sangre de su vestido.
—¡Impura! —gritó al verla—. ¡Llevatela! No la quiero.
—No es eso —quiso explicarle Geta, asustado de que Irene sangrara por la pérdida de un bebé—. Cálmate.
—¡No la quiero! —Caracalla empujó a Irene—. Vete de aquí.
—Lo siento —se inclinó Irene—. Volveré a mi cuarto.
—Espera —Geta la sujetó—. ¿Estás bien?
—Sí —Irene bajó la mirada, avergonzada. La sangre en su vestido estaba seca—. No es nada.
—Es mal augurio —la señaló Caracalla—. ¡Guardias!
—¡Cállate! —Geta le cubrió la boca—. Me la llevaré, pero no debes gritar.
Caralla asintió y Geta le liberó la boca. Apretó el hombro de su hermano al verlo calmado y extendió su mano a Irene. Ella entrelazó sus dedos con los de él y se sujetó de su brazo. Geta la protegió con su cuerpo, por si su hermano intentaba algo. Caracalla miró con recelo a Irene. Su hermano estaba sintiendo cosas por ella. Era peligroso para Roma lo que estaba naciendo entre ellos.
—Con esto, queda claro que Irene solo puede estar conmigo —dijo Geta, antes de salir de ahí.
Acacius estaba rodeado por sus hombres. Los centinelas lo encontraron desmayado sobre su caballo, que parecía dirigirse al campamento. Lo recostaron, le colocaron un trapo húmedo sobre la frente y esperaron a que despertara. Ya estaba anocheciendo cuando Acacius despertó, pensando en Numidia. Reconocía el lugar. Era una región al norte de Roma. Para llegar, debía atravesar el mar. ¿Ese era su próximo destino? Conquistar Numidia, obtener más gloria para los emperadores, volver al Palacio para cuidar a Irene. Estaba convencido de que Irene con un bebé en brazos era una premonición. Verla antes vestida de blanco, casándose con el emperador era solo el inicio. Acacius sabía lo que debía hacer. Su secreto no podía guardarse más si quería que Irene sobreviviera.
***
Hola.
Algunas me han dicho que Wattpad no avisa del capítulo nuevo, así que las invito a unirse al chat de lectoras en WhatsApp donde aviso de las actualizaciones en cuanto subo el capítulo.
¿Qué les ha parecido hasta ahora la historia? ¿Les gustaría que hubiera una segunda parte? ¿Qué Lucius apareciera en la historia?
Las leo. 💜
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