Capítulo 30
La luz le impidió ver más allá de sus dedos. Tanteó a su alrededor hasta sentir a alguien a su lado. Quiso moverse, pero parecía unida a la cama. Tomó su estómago y ahogó un grito por lo abultado que estaba. El peso sobre ella fue aún mayor. La silueta se movió y un fuerte dolor se instaló en su pecho. Despertó de golpe y forcejeó con Geta que estaba a su lado, abrazándola. La luz que entraba le daba de lleno en el rostro. Geta la soltó y rodó fuera de la cama. Tanteó su estómago y respiró aliviada. Contó los días. Pronto iba a sangrar, eso le daría algunos días de ventaja. Incluso, esa podría ser su excusa para estar con Caracalla sin tener que entregarse por completo. Se escucharon un par de golpes en la puerta. Geta balbuceó un adelante y un sirviente entró solicitando la presencia del emperador en el salón principal.
—Iré enseguida —respondió Geta.
El sirviente salió. Geta estiró la mano para alcanzar a Irene, que estaba sentada en el suelo. Le acarició la nuca. Irene se estremeció por el toque y se levantó. No podía darse el lujo de volver a beber el menjunje. Ni siquiera estaba segura de que iba a funcionar. Debía alejarse de Geta. Estar cerca de él encendía algo en su cuerpo que no podía controlar. Lo que hizo anoche, de tocarse a sí misma, podía considerarse algo peligroso. ¿Qué la diferenciaba de las prostitutas? Debía mantener su temple. Dejar de lado la curiosidad por sentir algo diferente y nuevo. No necesitaba estar con Geta de ese modo para quererlo. Su padre era un ejemplo de eso. Cerró los ojos y sacudió la cabeza. Esa era una imagen que no quería en su mente. Geta le sujetó el brazo y le acarició el rostro.
—¿Por qué te despertaste tan alterada?
—Una pesadilla —respondió ella, dando un paso atrás—. Debes apresurarte, te están esperando.
—¿Pesadilla? —Geta la detuvo—. ¿Qué viste?
—Una tontería —Irene miró a Geta, parecía bastante serio—. ¿Pasa algo?
—Nunca es bueno tener pesadillas, pueden ser premoniciones de algo que sucederá en el futuro.
—¿Quieres decir…? —Irene se mordió la lengua—. Esas son creencias paganas, ¿no?
—Yo no diría eso —Geta suspiró—. Los Dioses siempre hallan formas de decirnos las cosas, los sueños son el camino más directo.
—¿Tú has tenido ese tipo de sueños?
—Solo una vez, justo antes de ser emperador —recordó Geta—. ¿Qué fue lo que soñaste?
—Que no podía moverme —mintió Irene—. Debes dejar de abrazarme tan fuerte.
—Es la única forma en la que puedo mantenerte a mi lado.
Irene sonrió. Geta notó la tristeza en su rostro, así que cambio de tema. Le ordeno que le ayudará a prepararse con su deber como emperador. Irene obedeció, agradecida de que no insistiera más con el tema. Le puso una de sus mejores túnicas, le acomodó el cabello, le colocó varios collares y pulseras y le colocó una corona de olivos. Irene sintió un vacío en su estómago cuando lo contempló. Le gustaba verlo como emperador porque se veía mucho mayor y su rostro se tornaba serio. La corona le daba solemnidad a su postura, además se movía con más seguridad y su tono de voz era firme. Geta notó que las mejillas de Irene estaban sonrojadas y que evitaba verlo mientras terminaba de prepararlo. Le sostuvo la barbilla para levantarle el rostro, rozó sus labios con los de ella y la besó lo más lento que pudo. Saboreó su boca, detectando el sabor amargo mezclado con la dulzura del vino. Se separó y la soltó. Irene tardó unos segundos en volver a la realidad. Mordió su labio, avergonzada y dio un pasó atrás.
—Haré lo que me pediste —anunció Geta—. Me alejaré de ti para que estés segura y hablaré con Caracalla.
—¿De verdad?
—Quiero pasar más días a tu lado, y la única forma de lograrlo es despistar a todos —Geta entrelazó sus dedos con los de ella—. Te quiero, Irene. Te quiero tanto que, por primera vez en mucho tiempo, dejaré de lado mi deseo con tal de protegerte.
—Yo también te quiero, Geta —dijo Irene.
—Ve a descansar, hoy no necesito de tus servicios —le ordenó, soltandola.
Geta salió de sus aposentos, sintiendo un gran peso dentro de su corazón. No sabía bien si era dolor, angustia, enojo o frustración. Solo serían unas noches lejos de ella. Cuando todo se calmara, volvería a tenerla con él y las noches serían suyas. Aguantó las ganas de mirar atrás y llegó al salón principal. Caracalla esperaba sentado. Cuando lo vio llegar, se puso de pie. Un silencio incómodo los envolvió hasta que un sirviente llegó para avisar que los senadores esperaban por ellos. Geta fue el primero en entrar donde los senadores estaban sentados. Caracalla lo siguió de cerca sin decir nada y la sesión dio inicio. Como era de esperarse, el rumor del emperador siendo apuñalado por su hermano era conocido por todos los presentes, pero Geta supo controlarlos diciendo que fue un accidente. Les comunicó que se encontraba en perfecto estado y que era algo que no volvería a repetirse. Luego, el tema fue la guerra y la ausencia del general Acacius.
—¿Era necesario que fuera a revisar los pueblos ya conquistados? —cuestionó uno de los senadores.
—Está reivindicando la gloría de Roma —respondió Geta, molesto—. Volverá en unos días. Luego de eso hablaremos de guerra.
—¿En serio necesitamos más guerra?
La sola pregunta irritó a Geta y a Caracalla, que se observaron mutuamente. Caracalla se levantó, y aplaudió a los senadores, felicitándolos por su preocupación. Les encomendó la misión de encontrar un nuevo financiamiento para cuidar del ejército, no sin antes amenazarlos de cortar la cabeza de aquellos que volvieran a cuestionar la guerra. Geta percibió la molestía de los senadores. Acacius tenía demasiado poder. Podía asegurar que era el tercero con más poder en toda Roma, solo por encima de ellos dos. Tenerlo lejos le permitió acercarse a Irene, entender lo que sentía y obtener el amor que tanto anhelaba de ella. Cuando Acacius volviera, Irene podía alejarse aún más. Y si Caracalla seguía odiandola, la mejor opción para que Irene estuviera a salvo sería regresarla con Lucilla. Lo meditó un momento. Prefería prestarsela a su hermano antes de que Acacius la tuviera de regreso con él.
Acacius siguió alerta durante la revisión del siguiente pueblo. Los centinelas no reportaron algo extraño, así que pidió a todos se quedaran en el campamento mientras iba a revisar el pueblo. Dejó a su caballo amarrado a la entrada y caminó por las calles. Algunos niños se le acercaban para pedirle algo de comida y rápidamente las madres los alejaban, pidiendo disculpas al general. Nadie más se aproximó a él. Acacius percibía el odio en el silencio del pueblo, los murmullos que lo reconocían como un asesinado, en el despreció de las miradas. Visitar pueblos conquistados era un castigo para él. Un recordatorio de que era sirviente de los emperadores y prisionero de Roma. Si tan solo pudiera tomar su caballo y alejarse de todo eso.
Era la segunda vez que pensaba en irse. Después de la muerte de Máximo quiso desertar, tomar un barco e ir hasta el fin del mundo. Hasta que vio a Lucilla. El dolor la hacía ver hermosa. Conocía su historia con Máximo y su mayor miedo. El senado intentó en vano mantener el sueño de Marco Aurelio y su falta de decisión abrió un espacio que los gemelos aprovecharon para tomar el poder. Fue ahí cuando se acercó a Lucilla, quién temía por la vida de su hijo Lucio. Le ayudó a sacarlo de Roma y se mantuvo a su lado hasta que los gemelos notaron la lealtad que el ejército tenía hacía él. El trato fue simple: Si quieres salvar a Lucilla, debes ser general. Lo aceptó sin dudar. Contrajo matrimonio con Lucilla, se hizo general del ejército Romano y se dedicó a conquistar pueblos. Hasta que encontró a Irene, escondida en su tienda, hecha ovillo y temblando de miedo.
Un gritó llamó su atención. A unos metros, una mujer lloraba en el cuerpo desangrado de un hombre. Era común que la gente luchara a muerte por la comida. No podía hacer nada. Dio media vuelta y salió de ahí. Era deprimente saber que ser parte de Roma no beneficiaba en nada a la gente. En la capital, niños morían por desnutrición. Se veía a madres con sus bebés en brazos, la mayoría de ellos sumidos en el eterno sueño. La única ocasión en la que el pueblo se sentía feliz era durante los Juegos. Si los gladiadores de los emperadores resultaban victoriosos, regalaban las sobras de sus banquetes. Era una miseria comparado a lo bien que comían todos, incluyendolo. Se sintió un hipócrita. Él también vivía de los privilegios de Roma. Tenía techo y comida esperando por él. Distinguió una sombra negra cerca de su caballo. Un escalofrío recorrió su espalda. Su cuerpo quería paralizarse, pero se obligó a caminar. Pensó que su corazón iba a salirse de su pecho de lo fuerte que estaba latiendo. El calor se le hizo insoportable. El sudor le bajaba por la frente. Sus piernas iban perdiendo fuerzas. Estiró su brazo para alcanzar a su caballo y utilizó todas sus fuerzas para subir a él.
La mujer le sonrió y la oscuridad lo cubrió por completo.
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Gracias por leerme 🥰 Pronto entraremos en la etapa final de la historia. 🤭
¿Están listas?
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