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Capítulo 3

Geta despertó con un fuerte dolor de cabeza. Era la primera vez que el alcohol le afectaba de esa forma o que tomaba más de lo acostumbrado. Rascó sus ojos y buscó con su mano a la doncella de Acacius. Al no sentirla, frunció el ceño. La idea de que se fuera sin su permiso lo molestaba. Se levantó, aturdido por la luz que entraba, y llenó una copa de agua. 

—Alteza —lo llamaron—. Su hermano ha pedido por ustedes…

—La doncella, ¿dónde está? —lo interrumpió, enojado—. La de la mancha de vino en el vestido.

—Acompañó a su hermano durante su comida —dijo el joven—. Me pidió llevarla a lavar y vestirla. 

—¡Esa doncella es mía! —gritó, lanzando la copa al suelo—. Cuando vuelva, la quiero aquí o yo mismo te lanzaré al coliseo. 

El joven hizo una reverencia y se fue dejando al emperador solo. Geta estaba acostumbrado a compartir todo con su hermano, pero esa doncella solo iba a ser suya. Él la encontró primero. La había visto demasiadas veces cerca de Lucilla. Era como una sombra que se perdía si salía a la luz y encontrarla sin compañía era difícil. Lucilla o Acacius siempre estaban cerca de ella. Hasta ayer, que aprovechó un momento de descuido por parte de los tres y le vacío el vino encima. La satisfacción de ver la silueta de la doncella lo llenó de adrenalina. Cada detalle prohibido del cuerpo de la doncella que la hizo desearía de una manera enfermiza. Fue audaz quitarle una doncella a Acacius, pero siendo el emperador nadie podía negarse a su orden. Se alistó con ayuda de sus habituales doncellas y salió al salón principal donde Caracalla esperaba. Al lado de él estaba el Senado con varios pergaminos en sus manos. 

—Hermano —lo saludó Geta—. Nuestro deber llama. 

Geta bufó. No queria atender asuntos de estado ni hablar con los senadores. Deseaba encontrar a su doncella, jugar un poco con ella. Preguntarle a Caracalla por qué motivo la sacó de su lecho para que le hiciera compañía. Aún así, puso atención a las peticiones del Senado. La mayoría eran acciones para mejorar la vida del pueblo Romano, lo que era demasiado aburrido. No le interesaba si la gente tenía hambre, si morían de enfermedades o se mataban en la calle, lo que él deseaba era poder y la única forma de conseguirlo era a través de la guerra. 

—Manden llamar a Acacius —ordenó—. Es hora de ver la siguiente conquista

**

Acacius estuvo despierto la mayor parte de la noche. El miedo que sentía durante las batallas era diferente al miedo que sentía ahora. Peor aún era la pesadilla que le quitó horas de descanso. Una visión de Irene, con el vestido lleno de sangre. Se convenció a sí mismo de que ella estaba bien y, aunque estaba resignado a que la pérdida de su hija era un hecho, albergaba la esperanza de verla otra vez. Tenía contactos y gente de confianza que podrían ayudarlo a entrar. Además, sabía que algunas personas de poder pagaban para disfrutar de la compañía de las doncellas del palacio. Su único inconveniente era que Irene era la nueva adquisición de Geta y él no iba a dejarla ir tan fácil. Conociéndolo, la haría estar en sus aposentos para vigilarla.

—General —llamó su atención un joven soldado—. Los emperadores solicitan su presencia. 

Acacius asintió. Era la oportunidad perfecta de encontrarse con Irene o de al menos ver el estado en el que se encontraba. Se puso su uniforme, subió a su caballo y recorrió las calles de Roma hasta el palacio. Anunció su llegada y se adentró al palacio, al salón donde siempre tenía conversaciones con los emperadores. Era habitual para él esperarlos, así que no le extrañó encontrar solo el lugar. Se quedó ahí hasta que escuchó a alguien entrar. Al girarse, tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para evitar abrazar a Irene, que entraba al salón con Dundus sobre su hombro derecho. 

—Hola —dijo ella. 

—Hola —respondió él—. ¿Estás bien? 

—Por ahora —murmuró—. ¿Y tú? 

Acacius no dijo nada. Se acercó a Irene y le tomó las manos. Llevó los dorsos de la joven, marcados por la espada de Geta, a sus labios. Si hubiera sido más valiente, ella estaría en casa con Lucilla. Irene leyó en los ojos de su padre el dolor que cargaba por dejar que el emperador Geta se la llevara y le tomó el rostro. Ambos sonrieron, reconfortados por el fugaz encuentro. Geta los observó desde la lejanía. Su corazón se llenó de enojo y supo al instante que lo que estaba experimentando era envidia. Envidiaba a Acacius por la cercanía que tenía con la doncella, cómo es que ella no se negaba a su toque y la forma en la que lo miraba. Pero él sentimiento se transformó en celos cuando la vio tomarle el rostro a Acacius y sonreírle. Ese mínimo gesto de aprecio entre ambos lo enfureció. 

—Acacius —gruñó. Vio como la doncella y el general se separaban—. ¿Extrañas a tu doncella? 

—Irene era parte importante de la casa —respondió. 

Geta se grabó el nombre de la doncella. Lo ayudaría en su juego y en sus próximos movimientos conocerlo. Se acercó a ella, la tomó del brazo y la jaló a su lado. El movimiento hizo que Dundus se subiera a la cabeza de Irene, que levantó las manos para sostenerlo. Geta bufó, molestó. Irene no tenía ese tipo de consideraciones con él. Caracalla ya había disfrutado de su compañía, Acacius de un gesto de aprecio y el mono de su hermano de su interés. Él era el emperador. 

—Bésame —ordenó.

Observó a Acacius, la forma en la que su mandíbula estaba tensa y su mano cerrada en un puño sobre la empuñadura de su espada. Irene lo miraba como si estuviera loco, lo que le complació. Al menos ya le mostraba lo que pensaba de él. La sujetó de la cintura, pegándolo a su cadera y la abrazó para evitar que se moviera. Dundus bajó de un salto del hombro de Irene e intentó correr hacia la puerta, como si intuyera alguna especie de peligro. 

—Bésame —volvió a ordenarle—. O mataré a Acacius.

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