Capítulo 29
El silencio los envolvió. Irene estaba recostada boca arriba, con la cabeza de Geta descansando sobre su vientre. Cepillaba el cabello del emperador con sus dedos, la mirada fija en los detalles del techo, ideando un plan para despistar a todos sobre los sentimientos de Geta. Era normal que una doncella se enamorara de un emperador. ¿Cuántas historias conocía de la boca de Acacius? Fue testigo de lo que les sucedía, por algo tenía miedo de que ella pudiera darle a Geta el amor que tanto anhelaba. Lo que nunca esperó es que Geta le correspondiera. Eso debía alegrarla. Llenar su corazón de ilusión en vez de miedo.
—¿En qué piensas? —preguntó Geta, buscando su mano.
—En esto —respondió Irene. Entrelazó sus dedos con los de Geta—. ¿Qué haremos con esto?
—Disfrutarlo —Geta suspiró—. A partir de hoy, decreto que las noches serán nuestras.
—Van a sospechar, ¿cuántas noches pasas con una misma doncella?
—Nunca llevo la cuenta, cuando me aburren las dejo —Geta se incorporó para mirar a Irene—. A veces la paso solo. No siempre estoy de humor para estar con alguien.
—Mañana la pasarás solo —dijo Irene—. No, mejor llama a una doncella. Así creerán que te aburriste de mí.
—Irene, nunca voy a aburrirme de ti.
—Necesitamos que crean que soy solo una doncella para ti —le recordó Irene—. También tienes que hacer las paces con Caracalla.
—Eso lo haré mañana mismo —Geta se inclinó hacia ella—. Ahora, solo quiero estar contigo.
Irene estiró los brazos. Geta se dejó caer sobre ella y rozó sus labios con ternura. El peso de Geta la hizo recordar la primera noche. Estaba dispuesto a mirarlo a los ojos mientras atravesaba su cuerpo, segura de que su temple seguiría firme. ¿Dónde quedó esa muchacha valiente? Era hija de Acacius. El emperador la quería. Nadie podía tocarla. Si su padre estuviera en Roma se sentiría invencible. Era cuestión de días para que volviera, y si quería saber de él, Ravi le dio la clave: esclavos y gladiadores. Los juegos atraían mucha gente de los alrededores de Roma. Seguro varios vieron a Acacius. Incluso, los juegos podrían ayudarle en su tarea. ¿Cómo no lo pensó antes? Dio un respingo cuando Geta subió la túnica para descubrir sus piernas y volvió a él, que la miraba con reproche.
—Lo siento —se disculpó Irene, besándolo.
—Si vuelves a distraerte llamaré tu atención de otras formas. —murmuró Geta sobre sus labios. Deslizó sus dedos a su entrepierna, haciendo que Irene gimiera—. ¿Vas a ser buena chica y ponerme atención?
Irene asintió. Jadeó al sentir como Geta deslizaba sus dedos por toda su zona íntima, acariciando su clítoris. Geta no le quitó los ojos de encima, así que Irene le mantuvo la mirada. Fue difícil para ella no cerrar los ojos. Geta estimulaba su clítoris con la punta de sus dedos, con movimientos circulares y la fuerza necesaria para mandar choques eléctricos a todo su cuerpo. Mordió su labio para evitar gemir. Geta jadeaba cerca de ella. La erección se le notaba por debajo de la túnica, así que la acarició por encima. Eso hizo que Geta rompiera el contacto visual. Sacó la mano de la entrepierna de Irene y se levantó. Si seguía así iba a querer volver a penetrarla y nunca iba a recuperarse del todo. Debía esperar a que la herida se cerrara. Dirigió la vista a Irene. Seguía acostada. Tenía las piernas cerradas, con su mano entre ellas. Los gemidos que salían de su boca eran suaves. Lo observó con intensidad. Geta detectó el deseo brillar en sus ojos.
—Si te acercas, dejaré de tocarme —anunció con la voz ronca.
El cuerpo de Geta se encendió con esas palabras. Irene no era la única que podía hacer eso. Sacó su erección, la rodeó con su mano y comenzó a jalar de arriba a abajo con fuerza. La sonrisa de satisfacción que Irene le dedicó lo hizo moverse más rápido. Ambos cerraron los ojos, absortos en los sonidos que el otro emanaba. Un cosquilleo recorrió sus extremidades, el aire dentro de sus pulmones era insuficiente, los latidos de sus corazones iban a mil por hora. Irene introdujo un dedo dentro de ella. Imaginó que Geta era quien lo hacía. Podía escuchar sus jadeos. Sus gemidos. Sentir su calor. Geta apretó con más fuerza su miembro. Trajo a su mente la imagen de Irene sobre el sillón, sus dedos enterrándose en sus hombros mientras la penetraba. Reprimió su deseo de ir por ella, jalarla de la cadera, ponerla en cuatro y embestirla por detrás. Ya tendría oportunidad. Un temblor recorrió todo su cuerpo. Abrió los ojos. Irene seguía con la mirada fija en él. Eso fue suficiente para que ambos llegaran al clímax.
—¿Cómo lo haces? —reclamó Geta, limpiándose para después dejarse caer en la cama, exhausto.
—Tu dijiste que te pusiera atención.
—¿Ahora sí me haces caso? —Geta soltó una risa—. Estaremos bien. Nadie va a separarnos.
—¿Ni siquiera Roma? —Irene se recostó a su lado—. ¿O tu hermano?
—Caracalla a veces actúa como un niño. Debe entender que eres mía.
—Te acuchilló por eso, y tu casi matas a Dundus —Irene le acarició el pecho—. Todos en el Palacio saben que fue por mí, quizá podría…
—Ni loco te dejaría estar con él —soltó Geta, molestó—. Mañana hablaré con él.
—Geta…
—Ya se me ocurrirá algo —la detuvo, fastidiado.
Abrazó a Irene. La mantuvo así, sujeta con todas sus fuerzas, hasta que se quedó dormida. Le besó la frente, los párpados, la nariz, las mejillas, el labio superior. Por fin, lo que tanto había anhelado era suyo. Alguien lo quería de verdad. Estaba dispuesta a dejar que estuviera con otras para evitar sospechas, e incluso estaba dispuesta a entregarse a su hermano. Odiaba admitirlo, pero tenía razón. Si pasaba una noche con Caracalla, todos pensarían que la pelea no fue por ella si no por algo de hermanos. Le demostraría a todos en el Palacio que él no la tenía en tanta estima. Era una locura. ¿Sería capaz de soportarlo? Ahora que tenía lo que deseaba de Irene, no quería perderlo. Tenía mucho en que pensar antes de volver a ser emperador.
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