Capítulo 28
Minutos después de que Ravi se fuera, alguien tocó la puerta. Era un sirviente, con una botella que Irene reconoció al instante. Era el mejunje que Ravi le dio para evitar que quedara embarazada. Lo tomó, agradeció al sirviente y cerró la puerta. Se lo bebió de un trago antes de volver con Geta. El sabor le causó un ataque de tos. Era más amargo que el primero. Sintió náuseas y pensó que iba a vomitar, pero Geta le acercó una copa de vino. El aroma dulce calmó el asco y se bebió el líquido. Eso no le ayudó para nada a mitigar el sabor de su boca. Estaba segura de que era un recordatorio de Ravi de que cada que estuviera con Geta, tendría que tomarlo. Pero, ¿eso sería suficiente? Acarició su estómago. ¿Qué pasaría si se embarazara? ¿Qué pensaría su padre? ¿Revelaría su identidad?
Geta deslizó sus dedos sobre el brazo de Irene. Ella lo miró, turbada por el toque. Estaba pensativa, con una de sus manos sobre su estómago. ¿Podría ser? Entrelazó sus dedos con los de ella. Le sorprendió la ilusión que le hizo imaginar a Irene embarazada. Su destino no sería el mismo que el de las otras. Buscaría la forma de mantenerla a su lado. De protegerla. A ella y al bebé. Disipó la idea de su mente. Era demasiado pronto para saberlo y estaba seguro que las doncellas tenían sus métodos para impedirlo. Pegó su frente a Irene y rozó sus labios con los de ella. Detectó algo amargo escondido debajo del sabor del vino. Por ahora, sería lo mejor.
—Irene —la llamó Geta—. ¿Conociste a tus padres?
—¿Mis padres? —Irene apretó el agarre de sus manos—. ¿A qué viene esa pregunta?
—No todos los que sirven al Palacio, o a los nobles, tienen la fortuna de hacerlo —respondió Geta—. Quería saber sí tú…
—Prefería no hablar de eso. No ahora, al menos. Cuando sea momento te contaré lo que quieras saber.
—¿Cómo llegaste con Acacius? ¿Te vendieron a él?
—Geta —lo detuvo Irene—. Acacius me salvó. Es todo lo que puedo decirte.
—¿Por eso lo miras así?
—¿De qué hablas? —Irene se soltó de Geta y se alejó de él.
—Tus ojos brillan —intentó explicarle Geta—. Toda tu resplandece. Sé que suena loco. Pero lo he visto. Eres otra cuando estás con él.
—Lo conozco de más tiempo —dijo Irene, restándole importancia—. Ahora estoy contigo. ¿Qué más necesitas de mí para que dejes de pensar que yo y Acacius tenemos algo?
Geta masajeó sus sienes. ¿Qué intentaba demostrar? Irene ya era suya, ¿por qué estaba tan obsesionado con Acacius? Tenía la sensación de que la relación de Irene con el general podría ser la respuesta a su mayor problema, estaba enamorado de ella y no podía decirlo porque ella era una doncella. Ni siquiera sabía si su hermano sería capaz de aceptarlo. Sería lo primero que haría cuando al retomar sus obligaciones como emperador. Ahora iba a disfrutar de Irene. Caminó hacia ella, abrazando su cintura. Irene le sujetó los hombros y se balancearon de un lado a otro hasta que acercaron sus cuerpos. Geta unió sus labios a los de ella. Se besaron con ternura, saboreando la boca del otro. Geta soltó a Irene y se sirvió una copa de vino. Con el líquido aún en su cavidad, besó a Irene. El dulzor invadió la boca de Irene. Rozó su lengua con la de él y se tragó el vino que se derramó un poco por la comisura de sus labios. Geta lamió la bebida por toda su barbilla, besándole el cuello hasta el lóbulo de su oreja. Irene soltó una risa.
—Me haces cosquillas —dijo ella, separándose.
Geta sonrió con malicia. Rozó con sus labios la zona cercana a su lóbulo, bajó por la curva de su cuello. Sus dedos fueron a la cintura de Irene y los movió hacia sus costillas. Ella leyó sus intenciones e intentó escapar, pero Geta la atrapó y la lanzó a la cama para hacerle cosquillas. Irene movió los pies, cerró los brazos para protegerse e intentó quitar las manos de Geta de sus costados hasta que se rindió. La risa de Irene contagió a Geta, que se dejó caer a su lado. Volvió a sentirse un niño. Con cada carcajada, el peso sobre sus hombros se fue liberando. Rieron hasta que el estómago les dolió y se quedaron asi, uno a lado del otro, mirando hacia el techo.
—Irene —habló Geta—. No quiero volver a ser emperador. Me gusta ser un hombre común y corriente. Estar a tu lado. Disfrutar de tu compañía.
—Dices eso porque no sabes cómo es la vida allá afuera —Irene se recostó de lado para mirarlo—. Seguiré siendo tu doncella hasta que decidas reemplazarme.
—Nunca voy a reemplazarte. Lo prometo.
—No hagas promesas que no vas a poder cumplir.
—Hablo en serio —Geta se movió hacia ella—. Te quiero. Te quiero demasiado. Necesito que seas mía de todas las formas posibles.
—¿Eso qué significa?
—Haré que dejes de ser mi doncella. Voy a…
Irene le cubrió la boca. Geta detectó el horror en su mirada. Si seguía diciendo esas cosas le pondría una diana en el pecho. Era una idea estúpida. Tendría que resignarse a que las noches fueran suyas. ¿Sería capaz de ignorar a su corazón? Irene le liberó la boca. Le golpeó un par de veces el pecho antes de levantarse de la cama. Era un tonto. El emperador de los más tontos. No tenía idea de cómo funcionaba el mundo. Mordió la uña de su dedo índice, ansiosa por lo que Geta acaba de decir. Ni siquiera podía emocionarse o sentirse halagada. Al contrario, estaba enojada. Tan enojada que quería golpearlo de nuevo.
—Lo siento —Geta se levantó y ella comenzó a caminar de un lado hacia otro—. Irene, por favor. Estoy siendo estúpido. No sé cómo lidiar con todo lo que estoy sintiendo. Es la primera vez que siento algo así de intenso por alguien, y no debería porque soy emperador. Mi destino debería ser la hija de un nombre o una princesa de algún reino. No una doncella.
—¡Debiste pensarlo dos veces antes de decidir que tirarme vino encima era buena idea! —gritó Irene—. ¡O quizá cuando ordenaste que tenía que venir contigo!
—No estaba pensando —confesó Geta—. Solo deseaba tenerte. Siempre estabas cerca de Lucilla o de Acacius. Te protegían como si fueras lo más valioso para ellos. Más Acacius. Aproveché la oportunidad. Te traje conmigo porque podía. No puedes culparme por usar mi poder para obtener lo que deseo.
—Felicidades —dijo Irene, haciendo una reverencia—. Ya tienes a tu doncella. ¿Qué sigue en tu lista de deseos?
—Tu no eres así —Geta le sujetó el rostro con ambas manos—. Hace unas horas me dijiste que me querías. ¿Estás jugando conmigo?
—Yo debería hacerte esa pregunta —dijo Irene, tomándole las muñecas—. ¿Crees qué esto es un juego, Geta? Eres el emperador. ¡El emperador!
—Dijimos…
—Dijimos que iríamos lento para que no te lastimaras y te lastimaste —lo interrumpió Irene—. Lo siento, Geta. Yo también tengo miedo. Soy una doncella que quiere al emperador. ¿Escuchas lo ridículo que suena?
—Yo soy un emperador que quiere a una doncella —dijo Geta, abrazándola—. Tienes razón. Me estoy dejando llevar. Seré más cuidadoso.
—Gracias —Irene se acurrucó en su pecho—. Solo, no quiero morir.
—No lo harás —dijo Geta, a modo de promesa.
Irene iba a decirle otra vez que no prometiera cosas que no iba a poder cumplir, pero prefirió quedarse en silencio. Estar cerca de Geta la protegía y a la vez la ponía en peligro. Si pudiera hacerles creer a todos que solo era un capricho en vez de un sentimiento real las cosas podrían calmarse. ¿Cómo hacerlo? Tendría que preguntarle a Geta qué hacía con las doncellas y esclavas que deseaba. Si tan solo pudiera hablar con su padre para calmar el miedo, las dudas, la ansiedad, la tristeza, el enojo, la felicidad, el vacío en su corazón, se sentiría mejor. Estar entre los brazos de Geta no la reconfortaba. Acacius la hacía sentir segura al protegerla con su cuerpo. La apretaba fuerte, sosteniéndola para que no se derrumbara. El calor que emanaba era como una manta en el clima más helado. Acacius respiraba fuerte, y su corazón latía con firmeza. Además, su aroma era una mezcla de lavanda, metal, sudor y arena. Lavanda por Lucilla, metal por la armadura, sudor por la guerra y arena por Roma. Eso era Acacius. Geta sintió los músculos del cuerpo de Irene relajarse. La miró. Tenía los ojos cerrados y una leve sonrisa se dibujaba en su rostro. Geta reconoció el gesto.
Era el mismo que hacía cuando Acacius la abrazaba.
***
¡Chan chan chan!
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Ah, y cada que no comentan se muere un hada del bosque 🧚♀️ No es cierto, pero sus comentarios me ayudan a saber si voy bien, si voy mal, lo que les va gustando, lo que no tanto. Así que no dejen de comentar, al menos para decir hola. 🤭
Son las mejores. 😍
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