Capítulo 27
—Irene, mírame —dijo Geta. Claro que escuchó la confesión, pero debía estar seguro—. ¿Qué dijiste?
—Te quiero —soltó ella, antes de cubrir su rostro.
—¿Me quieres? —Geta sintió algo cálido inundar su pecho—. ¿De verdad?
—Sí.
Geta le quitó las manos que cubrían su rostro y la besó. Sus labios se movieron lento sobre los de ella. Irene jadeaba cada que él se separaba y volvía a besarla. Quería robarle todo el aliento. Hacerle sentir lo mismo que él. La felicidad, la paz, la devoción, el deseo, el amor. ¿Qué significaba eso? La quería, sí. ¿Era suficiente? Mantuvo la pregunta sin responder. Siendo emperador era muy difícil querer a alguien y que lo tomaran en serio. Siempre todo lo que anhelaba eran caprichos sin sentido. Después de un tiempo, se aburría y buscaba algo nuevo. Temió que le sucediera lo mismo con Irene. Llevaba una semana con ella y aún no se aburría. Aunque, claro. Sólo estuvo con ella tres veces. Quizá eso fuera un factor importante. Con las otras doncellas o prostitutas pasaba de inmediato a la acción. Y, nunca les pertenecieron a alguien más. Irene era de Acacius. De alguna forma, lo sabía. Iba más allá de un sentimiento romántico. Seguro era por Lucilla. Acacius amaba a su esposa y era un hombre leal. Pero entre él e Irene existía complicidad. ¿Sería un sentimiento nacido de un amor que no podía corresponderse? Se separó de ella. El costado le dolió y se quejó. Irene notó un poco de sangre en la túnica arrugada de Geta y se levantó. Salió de la habitación y a los pocos minutos volvió acompañada de Ravi.
Los dos se hablaban con familiaridad, cosa que molestó a Geta. Ravi le hablaba a Irene sobre su trabajo en el Coliseo y la cantidad de heridas que había curado. Ella le preguntó sobre su pasado como gladiador. Ravi solo hizo un gesto de pena y se dirigió a Geta para examinarlo. Prefirió no preguntar sobre lo que sucedió y volvió a limpiarla. No era extraño ver mujeres usando las túnicas de los emperadores, sucedía con frecuencia durante las fiestas y alguna que otra ocasión. Pero, era obvio que los sentimientos que tenían el uno por el otro eran visibles. Geta vigilaba de reojo a Irene. La jalaba a su lado. Jugueteaba con ella. Irene se sonrojaba e intentaba fingir que el toque de Geta no le afectaba. Si seguían así, no tardarían en procrear un nuevo bastardo del emperador. ¿Cuántos estaban debajo de Roma, abrazados por sus madres? Por más menjurje que le diera a Irene, no siempre impedía un embarazo.
—Mañana ya estará mejor —dijo Ravi—. Podrá volver a sus deberes.
Geta asintió. Debía mantenerse quieto con Irene si quería sesiones más largas con ella. Además, tenía una conversación pendiente con su hermano. ¿Cómo estaría? Casi nunca dejaban de verse. Si peleaban era fácil para él ir a buscarlo y pedirle perdón. Aunque, ahora era diferente. Tenía sentimientos por Irene. La inseguridad lo invadió. ¿Qué haría Caracalla si se confesaba ante él? Prefirió no pensar en eso y centrarse en Irene. De alguna forma se prometieron fingir que él no era emperador y ella no era una doncella. El sentimiento que tenía en el corazón era muy fuerte. Era un deseo que iba más allá de solo pasar la noche con ella y disfrutar de su cuerpo. Disfrutaba de tenerla cerca. De hacerla sonreír. Todo de ella le gustaba. Incluso la mirada que a veces era tan parecida a la Acacius.
—El general anda visitando pueblos —escuchó decir a Ravi mientras revisaba el cuello de Irene.
—¿Quién te dijo eso? —preguntó Geta, molesto por la mención de Acacius.
—Vinieron nuevos gladiadores —respondió Ravi—. Lo han visto en los caminos junto con sus tropas. Tan imponente como siempre.
—Me alegra saber que cumple con su deber —soltó Geta.
—Igual que yo —bromeó Ravi—. Me retiro.
Irene iba a acompañarlo, pero Geta la sujetó del brazo. Hizo un ademán con la mano y Ravi salió de ahí. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Irene y Acacius se parecían. La postura, la templanza, la mirada. La nobleza en sus palabras, la lealtad en sus acciones. Mencionar a Acacius fue una tirada valiente. Se notaba a leguas que Geta le tenía recelo al general, y que uno de tantos motivos era Irene. ¿Sabría la herencia de ella? No, claro que no lo sabía. No la trataría como una doncella de saberlo. Seguro que haría todo lo posible por desposarla. Ella tenía sangre noble, el único requisito que se necesitaba para ser una emperatriz. Ravi encendió una vela. El tiempo estaba en su contra, pero tendría que esperar al nuevo cargamento de gladiadores y esclavos. Seguro alguno sabría el paradero de Acacius.
Acacius despertó, adolorido la por la posición en la que durmió. Aún tenía la espada entre sus manos. La luz le pegaba de lleno de la cara. Le costó trabajo visualizar a sus hombres, que estaban recostados en el piso. Algunos estaban despertando, otros se movían entre los grupos de hombres. No había indicios de un ataque o que alguien hubiera entrado. Todo parecía estar en su lugar. Se incorporó. El cuerpo le crujió, recordándole su edad. Acarició su espalda. Un hombre le acercó una bebida caliente y ordenó a los centinelas dar una vuelta por si notaban algo extraño.
La calma a su alrededor lo inquietaba. Ni siquiera tuvo una pesadilla. Desde su encuentro con la mujer, las visiones en sus sueños desaparecieron. Eso no lo calmaba en absoluto. Podía ser señal de que Irene ya no estaba en el Palacio. Negó con la cabeza. Su hija era inteligente. Si Geta tenia sentimientos por ella existía una pequeña posiblidad de que sobreviviera. Se maldijó por sobreprotegerla. Debió enseñarle más cosas. No solo a ser doncella y protegerse. Debió prepararla por si alguien la deseaba. Por si algún hombre alguna vez la reclamaba como suya. Por si se enamoraba. Lamentarse no servia de nada.
Solo podía apresurarse para volver a ella.
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