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Capítulo 26

Acacius volvió al campamento junto con sus centinelas y ordenó a sus hombres que recogieran todo porque debían salir cuanto antes. Ayudó a guardar las tiendas, les pidió a todos que se colocarán su armadura y se colgaran su espalda y montó a su caballo. El sol estaba arriba de ellos. Un hilo de humo negro manchaba el horizonte. Era justo el lugar donde estaba el pueblo. Sabía que su presencia era una plaga para el pueblo de Roma y los pueblos libres. ¿Debía ayudarlos?

—Ustedes —dijo a un grupo de soldados—. Vengan conmigo. Los demás, sigan adelante.

—General...

—Es una orden —afirmó Acacius—. Si algo sale mal, ya saben que hacer.

Con los talones golpeó las costillas de su caballo, haciéndolo avanzar. Los soldados iban cerca de él. El humo se hizo más grande conforme se acercaron. Al ver el fuego, Acacius supo que no podía hacer nada. No tenía forma de detenerlo. Si entraba, quizá lo culparan. A su alrededor, solo había silencio, lo que era raro. Un destello cerca del fuego llamó su atención. Detuvo a sus hombres. Les indicó que dieran media vuelta y cabalgó hasta unirse con su tropa.

—¿Qué pasa? —preguntó uno de los centinelas.

—Debemos desviarnos del camino —ordenó—. Alguien sabe lo que estamos haciendo.

—¿No será mejor luchar?

—Es innecesario. Tú —señaló a un soldado joven—. Necesito que avises a las demás tropas que tengan cuidado. Si esto es demasiado arriesgado, volveremos a Roma.

Los soldados evitaron hacer sonidos de emoción. Volver a Roma era un deseo que todos tenían y era cierto que arriesgarse era estúpido sin que hubiera una conquista de por medio. Pero, estaban acostumbrados a seguir a su general en el cumplimiento de los caprichos de los emperadores. Siguieron su camino y se detuvieron justo al caer la noche. Las luces del pueblo se veían a la distancia. Prohibió a sus hombres encender una fogata y armar sus tiendas. Esta noche la pasarían como cuando iban a la guerra. Apiñados unos junto a otros para mantenerse en calor, haciendo guardias por si alguien se acercaba. Acacius hizo lo propio. Se acomodó en un lugar donde pudiera notar la silueta de sus hombres, se cubrió con su capa y se aferró a la empuñadura de su espada, listo para atacar.

Geta hizo que Irene se recostara en el sillón alargado que tenía, se acomodó entre sus piernas y la hizo darle de comer en la boca. Era algo que hacía con las doncellas. Luego, entrados en el juego, la besaba, la giraba y la penetraba. El sillón daba la oportunidad de experimentar varias posiciones. Maldijo a Caracalla. Si no los hubiera interrumpido con su infantil insistencia de estar con ella, ahora él podría disfrutar del cuerpo de ella. Aunque, nada le impedía hacerlo. Había otras formas de disfrutar que no requerían tanto esfuerzo. La piel de Irene se excitó al sentir las manos de Geta pasearse por sus piernas. Le apretó los muslos, arañó sus pantorrillas y se levantó. Irene dio un respingó por el movimiento. Geta le sonrió. Colocó la rodilla en el espacio que había dejado y empujó hacia arriba. Irene lo sujetó de los hombros. Intentó acomodarse mejor en el sillón, pero Geta la tenía atrapada. La besó, ansioso. Irene sintió que se sofocaba, así que se separó. Geta le besó la comisura de los labios, la mejilla, la oreja, el cuello. Fue bajando entre besos y mordidas hasta el pecho de Irene. Impaciente, rasgó la tela que la cubría. Irene se cubrió por instinto.

—¿Quieres que pare? —preguntó Geta.

—No —dijo Irene—. Sigue, por favor.

—¿Me estás suplicando?

Irene mordió su labio. Geta volvió a besarla. Su corazón latió con fuerza. Estaba tan necesitado de ella. La deseaba demasiado que le dolía. Más ahora que conocía cómo su cuerpo respondía al de ella, el sonido de sus gemidos, el sabor de su piel, cómo se sentía estar dentro de ella. Geta se acomodó entre las piernas de ella. Le levantó el vestido, apretando la carne de sus muslos. Irene jadeó, inclinando la cabeza hacia atrás. Geta atrapó uno de sus pezones con la boca y lo chupó como si fuera una uva. Lo atrapó entre sus dientes, mordiendo con cuidado de no lastimarla. Irene ronroneó, enredó sus dedos en el cabello de Geta y lo jaló un poco. Geta liberó el pezón. Subió por la clavícula de Irene y le besó el cuello hasta llegar a la barbilla que raspó con sus dientes.

—Te quiero —susurró en su oído—. Te quiero aquí y ahora.

—Vas a lastimarte —le recordó Irene.

—¿En serio eres tan inocente? —dijo Geta, con una sonrisa picara.

Las mejillas de Irene se colorearon de rojo. Geta bajó su mano izquierda a la entrepierna de Irene. Sus dedos se humedecieron al tocarla. Apretó el clítoris haciendo que Irene gimiera y lo movió de arriba a abajo. La otra mano buscó la de Irene, guiándola a su erección. Irene se detuvo por un momento al recordar a Caracalla. Geta pegó su frente a la de ella sin dejar de mover sus dedos. La miró fijamente, hasta que Irene se entregó a él. Lo besó, abrazándolo con un solo brazo para jalarlo hacia ella. Geta se subió la túnica e Irene lo envolvió en su mano. Nunca había agarrado un miembro. Estaba caliente. Se sentía raro en la palma de su mano, pero Geta estaba gruñendo cada que lo apretaba. Sonrió. De alguna forma tenía al emperador bajo su poder. Deslizó hacia abajo y hacia arriba. Geta se pegó más a ella. Deslizó sus dedos dentro de Irene y ella aceleró sus movimientos. Los dos gemían, jadeaban, gruñian, se besaban. El placer los envolvió hasta cegarlos. Sin poderse contener, Geta sacó sus dedos. Hizo que Irene lo soltara y la penetró. Irene soltó un quejido por la fuerza con la que Geta empujó. Cerró los ojos y se dejó llevar por la ola de sensaciones que la envolvían. Sintió una corriente eléctrica recorrer sus piernas. Jadeó, abriendo los ojos, y se sujetó a Geta con tanta fuerza que le clavó las uñas en los hombros. Ya no recordaba como respirar. Lo que Geta la hacía sentir con cada embestida estaba invadiendo cada función vital de su cuerpo. Lo único que podía hacer era suplicar. Y cada que lo hacía, Geta se movía con más fuerza. La besaba más profundo. Se aferraba a ella como si de eso dependiera su vida.

—Te quiero —gruñó Geta—. Te quiero tanto, Irene. Tanto que me duele. Tanto que no sé controlarme. Tanto que si alguien más te toca me vuelvo loco.

Irene quiso decirle algo. Era imposible. Otra corriente eléctrica recorrió sus extremidades. Sentía que iba a explotar. Geta ralentizó sus movimientos. Devoró la boca de Irene. Apretó sus senos con fuerza. Bajó hasta sus caderas. Las apretó y volvió a embestirla. Una, dos, tres veces. En un ritmo lento. Estaba a punto de llegar al clímax. Su cuerpo temblaba. La herida le dolía como si apenas se la hubiera hecho. Un calor infernal lo invadió de repente. Ahogó un gemido y bufó como si fuera un animal, antes de ver las estrellas que le prometió a Irene la primera noche que estuvieron juntos. Esperó a que el ritmo de su corazón se normalizara. Aún estaba unido a Irene. Escuchaba como respiraba con fuerza. La miró. La trenza se le había desecho. El vestido roto dejaba al aire sus senos. Se recargó sobre ellos, admirandolos con fervor. Irene le acarició la espalda y él subió hasta su boca. Lo abrazó del cuello. Salió de ella y la cargó. Un quejido de dolor salió de su garganta por el esfuerzo y la dejó caer a Irene sobre la cama.

—¿Estás bien? —preguntó ella, preocupada.

—No es nada —dijo Geta, tomándose la herida—. Después de esto, creo que si voy a descansar.

—Ravi va a venir —se acordó Irene, mirándose el pecho descubierto—. ¿Será buena idea que me vea así?

Geta frunció el ceño. Caminó hasta donde guardaba su ropa y le lanzó a Irene una de sus túnicas. Ella la abrazó antes de ponerla. La escena de Irene, sentada sobre la cama, con los senos descubiertos, con la tela entre sus brazos le pareció demasiado erótica. Pero, verla con su ropa lo excitó aún más. Le quedaba bastante grande y cubría su cuerpo por completo. Aún así, se veía hermosa. Subió a la cama y la envolvió entre sus brazos. Por primera vez en mucho tiempo, se sentía pleno. Irene se acomodó en su pecho. La ropa de Geta era mil veces más suave que la que ella usaba. Además, la cubría por completo y le daba libertad en sus movimientos. Y, olía a Geta. A rosas, sudor, arena, vino. Un vacío inundó su estómago, como si algo corriera dentro de ella. Se sintió pequeña a lado de Geta, que le besó la frente. Sus labios aprovecharon el momento. Era momento de soltarlo. Ya no tenía dudas.

—Yo también te quiero, Geta —dijo, en voz tan baja como si fuera un secreto. 

***

Gracias por la inspiración para el capítulo, Daniela Castillo. 😊 Esa playlist que me compartiste de la novela está 10 de 10. Y a las que compartieron sus canciones, muchas gracias.

Todas quedan perfectas con la historia, aunque no olviden a Acacius. ¿Qué canción quedaría para él?

Las playlists las compartiré en Instagram (JeniferNLuna) y en el canal de difusión de Whatsapp para que puedan escucharlas mientras leen la novela. 

También hice varios memes, 🤣 aquí les dejó uno. En el canal de WhatsApp subí otro.


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