Capítulo 25
Irene no supo muy bien cómo sentirse. Estaría dos días sola con Geta, encerrada en sus aposentos, cuidando de él. El no salir era lo que más le preocupaba. Temía mostrar lo que sentía por Geta. O que se diera cuenta de lo mucho que extrañaba a Acacius. Llevaba tres días sin saber de él. ¿Estaría bien? Confiaba que sí. Que nada le pasaría a su padre. Al menos estaba segura de que Geta no mandaría una emboscada, pero no podía asegurarlo con Caracalla. Si quería hacerle daño a ella, nada lo detendría de ir contra Acacius. Por los dioses, debía dejar de pensar en su padre. Concentrarse en Geta. Él era lo único que debía importarle. ¿Por qué era tan difícil? Se tocó el cuello. La piel ya estaba sanando. Las cicatrices en sus nudillos eran finas lineas abultadas de color claro sobre su piel. La mejilla ya no le dolía. Si no pensaba en Caracalla encima de ella, podía respirar con normalidad. Si no recordaba los chillidos de Dundus, no sentía como el pecho se le oprimía. Si se enfocaba en Geta, olvidaba que era su prisionera.
—¿Estás bien? —preguntó Geta.
—¿Roma estará bien con solo la guía de su hermano?
—Si algo sucede, vendrán a buscarme —la tranquilizó Geta—. Ahora, ven. Me ayudaras a lavarme.
Irene asintió. Siguió a Geta de cerca mientras salía de sus aposentos donde algunas doncellas se aproximaron a él para ver si se le ofrecía algo. A lo lejos, Caracalla lo miró con desdén. Geta amarró su bata, le indicó a Irene que esperara y se acercó a su hermano. No le dijo mucho. Solo le apretó el hombro, se aseguró que Dundus estuviera bien y se alejó de él. Ya habría tiempo para hablar bien a solas. Ahora lo único que le importaba eran las horas que estaría con Irene. La llevó hasta su cuarto privado de baño donde las doncellas estaban vaciando agua caliente en lo que era la bañera cuadrada. El vapor del lugar le impidió ver los detalles del espacio. Geta se quitó la bata, quedando desnudo ante ella y le pidió ayuda para quitarse la venda. Irene se la retiró con cuidado y observó la herida. Era una línea fina de unos diez centímetros que empezaba a cicatrizar. De alguna forma, los dos estaban unidos por las marcas que tenían en su cuerpo. Ayudó a Geta a meterse al agua y se sentó a su lado. La humedad del calor hizo que la tela del vestido se le pegara al cuerpo. Deslizó la mano hacia el agua, que estaba a una temperatura perfecta, y comenzó a frotar el cuerpo de Geta con la variedad de esencias que una doncella preparó para el baño. Geta disfrutó de la cercanía de Irene. Del cuidado con el que lo tocaba.
—¿Quieres entrar conmigo? —le ofreció Geta.
—No quiero más motivos para que las doncellas me odien.
—Solo están celosas de que estás conmigo —intentó tranquilizarla Geta. Se giró hacia ella para mirarla. El vestido remarcando sus curvas como si fuera una estatua de una diosa romana—. Nadie puede hacerte daño.
—Eso no lo sabes —le recriminó Irene—. Caracalla estuvo a punto de hacerlo. Los pretorianos también.
Geta prefirió no insistir. Irene tenía razón. Aunque era el emperador, no podía protegerla. Era una doncella más de entre todas las que estaban sirviendo en el palacio. Era riesgoso admitir lo que sentía por ella. El mejor que nadie sabía que el amor era un arma de doble filo. Ocupó el sentimiento contra Acacius, dos veces. La primera para hacerlo general del ejército a cambio de que Lucilla pudiera casarse con él y la segunda quitándole a Irene. Se levantó, salpicando un poco a Irene y salió del agua. Se puso su bata, entrelazó sus dedos con los de Irene y volvió a sus aposentos. Le dijo al guardia de la puerta que nadie podía molestarlo a menos que fuera algo urgente y cerró la puerta. No esperó a que ella recuperara el aliento. Le sujetó ambos brazos y le atrapó la boca. Irene le devolvió el beso con timidez. Sin estar segura de lo que iba a pasar. Geta intensificó el beso. Le atrapó la cintura con ambas manos y la pegó a su cuerpo, que estaba mojado. Irene sintió como el vestido, ya humedecido, absorbía el agua del cuerpo de Geta. Gimió al sentir la tela helada sobre su vientre y sujetó el cuello de Geta mientras se separaba para tomar aire. Los ojos del emperador ardían de deseo.
—Te quiero —dijo Geta, volviendo a besarla—. Irene, te quiero. Te quiero a mi lado. Te quiero aquí conmigo. Te quiero de una forma que no entiendo. De una forma que me da miedo.
—Shhh... —lo detuvo Irene, cubriendole la boca—. Por favor. Geta, no digas eso. Soy solo un capricho. No podemos. Tu eres el emperador. Yo soy una doncella.
—Irene —murmuró Geta, besando los dedos que cubrían su boca—. Eres más que una doncella para mí. ¿Cuándo vas a entenderlo? Lo que siento va más allá que un deseo, que un capricho, que un juego. Te quiero.
—Geta —Irene pegó su frente a la de él. Rozó sus labios con los de él, que la buscaron—. Será mejor que descanses. Estás desvariando.
Geta la dejó ir, sin saber muy bien que hacer o qué decir. La herida le punzó. Irene le acercó una tela para que se secara y fue a buscar una túnica para vestirlo. La distancia le ayudó para calmar su corazón, que parecía querer salirse de su pecho. Las manos le temblaban y el sentimiento que la estaba invadiendo inundaba sus ojos de lágrimas. ¿Era miedo? ¿Felicidad? ¿Preocupación? Geta la quería, se lo dijo varias veces. Ella deseó responderle con un, yo también te quiero. Pero, era peligroso. Si alguien supiera, le harían daño para lastimarlo. Era lo mismo que sucedía con Acacius. Debía esconderse. Se frustró y apretó la túnica entre sus manos, arrugando la tela. Geta se acercó a ella y la abrazó desde atrás.
—Finjamos que no soy el emperador —murmuró en su cuello—. Que soy un hombre común y corriente que te quiere.
—Geta, es peligroso.
—Haré que Acacius vuelva.
—No prometas cosas que no vas a cumplir —lo regañó. Era bajo que usará a Acacius para obtener algo de ella—. Iremos lento para que no te lastimes.
—Lo que tu digas —aceptó Geta, apretandola contra su cuerpo.
—Que conste que no lo hago por Acacius —quiso aclarar Irene.
Geta supo que le mentía. Todo lo que hacía era para proteger a Acacius. Negarse a sus deseos ponía en peligro al general. Por algo estaba ahí con él. La giró para mirarla. Los ojos de Irene brillaban. Le dedicó una sonrisa triste y le extendió la túnica. Geta le acarició el cuello y le sujetó la mejilla. Ella cerró los ojos. Geta unió sus labios a los de ella. La besó lento. Enredó sus dedos en el cabello de Irene, ladeando su rostro para profundizar el beso. Irene lo sostuvo de la bata. Sonrió al sentir los dientes de Geta sobre su labio inferior y lo abrazó. Caminaron sin separarse hasta la cama. Se recostaron, uno frente al otro. Geta no dejó de besarla. De tocarla. De sentirla. Bajó su mano hasta los senos de Irene y los apretó un poco antes de bajar por su vientre, recorriendo su cintura y la curva del trasero. Irene dobló la pierna y Geta levantó el vestido para rasguñarle el muslo. Irene gimió. Acarició el pecho de Geta. Enterró sus uñas en sus pectorales. Geta intentó inclinarse sobre ella, pero la herida le dolió. No había forma. Si se forzaba, la herida se abriría y tendría que esperar más. Irene lo besó antes de levantarse.
—¿A dónde vas? —preguntó Geta al verla caminar a la puerta.
—Tengo hambre —dijo Irene—. Traeré algo. Y le avisaré a Ravi que venga a verte.
—Estoy bien —gruñó Geta—. Vuelve acá.
—Oblígame —lo retó Irene, antes de irse.
***
Necesito su ayuda. Haré un playlist de canciones para la historia de Irene y Geta, así que dejen acá sus recomendaciones para que las añada como fondo musical de la historia. 🎶🎶🎶
¿Qué les pareció la confesión de Geta? ¿De verdad querrá a Irene o será parte del mismo capricho? 🤔
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