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Capítulo 23

La noche ocultó la visión de Irene. Sus brazos se deslizaron en su cintura e inhalo el aroma a rosas que emanaba su piel. La amapola le dio claridad a sus pensamientos y a la vez le nubló la mente. La imagen de Acacius, aceptando irse del reino y la imagen de Irene frente a él se sobreponen y comparan, buscando el motivo del deja vú que lo invade. Irene y Acacius. Los celos se cuelan al recordar la forma en la que Irene abrazaba al general, la complicidad entre ellos, ese sentimiento que desbordan al encontrarse. Sus ojos lo dicen todo. Irene piensa en Acacius. A pesar de lo que le sucedió con Caracalla y lo que él arriesgo para protegerla, Irene no se quedó con él. Lo que existía entre Acacius e Irene era más fuerte de lo que pensaba. Iba más allá de un amorío, porque estaba seguro de que no eran amantes. Irene era virgen hasta que la poseyó. Pudo sentirlo. Maldijo su decisión de mandarlo lejos. Necesitaba tenerlos juntos, cuestionarlos hasta que le dijeran la verdad. ¿Quién era ella realmente?

—Deberías estar durmiendo —dijo Irene, colocando uno de sus brazos por encima de sus hombros—. ¿Te duele?

—¿Por qué no estabas conmigo? —preguntó Geta.

—Fui a lavarme y cambiar mi vestido —dijo, llevándolo a sus aposentos—. Me gusta más ser doncella.

Geta sintió un vacío en su estómago. Irene volvía al papel que le correspondía. Doncella del emperador. Para él, verla sin el vestido rojo fue un alivio. También le gustaba como doncella. Inhaló el aroma a rosas que emanaba el cabello de Irene y se recargó en ella, debido a la punzada que recorrió su cabeza. Avanzaron lento hasta sus aposentos donde otro par de brazos lo levantaban. Un olor a sudor y arena invadió su arena. Temió que Acacius hubiera regresado de su misión y aprovechará su debilidad para llevarse a Irene, pero el hombre a su lado no era tan robusto como el general. Los ojos de Geta se acostumbraron a la oscuridad y distinguió que el hombre que lo sujetaba era el médico de los gladiadores. Su trabajo evitaba que los hombres murieran antes de tiempo. Se tocó la herida. Ya no le dolía como antes y su venda estaba seca, lo que era una buena señal. En verdad era bueno en lo que hacía.

—Sí que es un hombre fuerte —lo escuchó decir—. Le di bastante amapola y aun así despertó.

—Me estaba buscando —respondió Irene—. Sigue medio dormido. Me quedaré con él para que descanse.

Irene se separó de su cuerpo, encendió algunas velas y se dispuso a acomodar la cama. Quitó la sábana llena de sangre, colocó varias almohadas y le indicó a Ravi que ya podía acostar al emperador. Geta balbuceó algunas cosas antes de volver a quedarse dormido. Irene encendió una vela y Ravi inspeccionó la herida. Mientras lo hacía, Irene miró a Geta. Le alivió ver que ya estaba mucho mejor. Su rostro volvía a tener color, tenía el cabello despeinado, las mejillas un poco sonrojadas por el esfuerzo. Sus labios estaban manchados de rojo, como si hubiera bebido vino y notó lo largo de sus pestañas. Acercó su mano y la recargó en su mejilla. Así, dormido, Geta dejaba de ser el emperador. Este sonrió ante su toque y el corazón de Irene dio un vuelco. Nunca lo había visto sonreír de esa forma. Estaba realmente feliz y tranquilo. Ella era la causa. Ravi lo pudo ver. Esa intimidad entre el emperador y su doncella que se iba transformando en amor.

—Todo va bien con él —dijo Ravi—. Déjame ver tu cuello.

—¿Te gusta estar aquí? —le preguntó Irene.

—¿Aquí, aquí? —Ravi tanteó el cuello de Irene. Sin duda iban a quedar marcas del collar—. Roma es mi casa. Aquí tengo a mi familia y me gusta ayudar a los gladiadores.

—¿Tu eras...?

—Sí, pero esos días quedaron atrás —Ravi sacó un ungüento con el que cubrió las heridas de Irene—. Esto disminuirá el dolor. Déjalo secar toda la noche. También te he traído el menjurje que te prometí. Lo bebes de un solo trago y esperas.

—¿Espero? ¿Qué espero? —cuestionó Irene, tomando el frasco.

—Los dolores —respondió Ravi—. Puede que sangres un poco, pero es normal.

—Está bien, gracias —dijo Irene, tomando el menjurje de un sorbo—. ¿Qué es está cosa? Sabe horrible.

—Tu salvación —respondió Ravi—. Cuando él y tú vuelvan a estar juntos, ven a buscarme.

Irene asintió. No conocía al hombre, pero le agradó saber que tenía una especie de amigo que la entendía. Ravi detectó dolor en la mirada de la doncella. Reconoció la templanza detrás de sus ojos y se dejó guiar a la salida, donde un par de guardias lo esperaban. Lo despidió e Irene cerró la puerta con seguro. Lo último que quería era que Caracalla entrara a atacarlos o les reprochara si algo le sucedía a Dundus. La oscuridad del lugar era similar al de la primera noche que pasó ahí. Mucho cambió desde ese día. Ella era diferente. Tanteó las cicatrices de sus nudillos. Debía hallar fuerza para mantenerse en la tierra. Ya había aceptado su destino, era momento de ser útil. Sabía que el deseo de Geta iba más allá del placer carnal. Lograba mantenerlo tranquilo, que fuera otra persona mientras el odio no lo invadiera. Quizá pudiera lograr que su padre volviera antes de tiempo. Tenía la ventaja de que conocía sus propios sentimientos. Lo quería, sí. Geta anhelaba eso de ella. Él también sentía algo. Se había arrodillado ante ella y enfrentado a su hermano. Eso debía tener algún significado.

Un escalofrío recorrió su espalda. Ocupó su lugar a lado de Geta y se acostó de lado, mirando hacia él. Recargó su cabeza en el pecho del emperador para escuchar sus latidos acelerarse ante su cercanía. Geta exhaló, relajado por el peso de Irene. Acarició su espalda y enredó sus dedos en el cabello de la chica para cepillarle el cabello. Era una caricia que le hacía a su hermano cuando era pequeño y tenía miedo. Se prometió que cuando se sintiera mejor se disculparía con él por lastimar a su mono, que esperaba no hubiera muerto. Sus peleas con su hermano eran parte de la rutina como emperador. Aún así, nunca habían llegado al grado de lastimarse mutuamente. Ahogó un sollozo. ¿Qué estaba pasando con él? Se suponía que era él más cuerdo de los dos. Irene lo enloquecía. Lo que sentía por ella era demasiado fuerte. 

Irene se levantó de su pecho y le dio un beso, como si quisiera beberse su dolor. Geta se entregó al beso. La abrazó contra sí, dejando que la calidez de la chica invadiera cada fibra de su cuerpo. 

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