Capítulo 22
Irene salió a pedir ayuda. Lo único que podía hacer era cuidar de Geta, esperar que se recuperara y aceptar su destino. El palacio era su hogar y abandonarlo significaba poner en peligro a Acacius y a Lucilla. Deseó que su padre estuviera cerca para consolarla. Lo extrañaba bastante. Cuando Acacius iba a la guerra, ella y Lucilla se acompañaban. Irene le contaba a Lucilla lo que recordaba de su madre y Lucilla relataba sus días en el Palacio con su padre Marco Aurelio. Esa intimidad entre las dos era un aliciente para su corazón. Una distracción de la ausencia de Acacius. Ahora no contaba con esa distracción ni estaba en su hogar donde podía ser libre. Era prisionera de Geta, de Caracalla, de Roma. Todos ahí lo eran. Llegó a los aposentos de Geta donde solo estaba un hombre y un par de guardias custodiándolo. Suspiró aliviada de que los presbiterianos se hubieran ido y se acercó a ellos.
—Necesito ayuda —pidió—. El emperador Geta se ha desmayado.
—¿Cómo te llamas, doncella? —preguntó el hombre.
—Irene.
—Soy Ravi —se presentó—. Ayudó a los gladiadores con sus heridas y ahora me han llamado por el emperador. ¿Dónde está?
—En los aposentos de Caracalla —respondió Irene.
—Espera aquí —le pidió Ravi.
Salió de ahí con los guardias siguiéndolo de cerca. Irene aprovechó la soledad para quitarse el collar. Respiró aliviada de ya no llevarlo y tocó su cuello. Le ardía debido a lo apretado del mismo. Lo lanzó al piso y lo pisó con furia. Lo pateó lejos de donde estaba ella y notó las manchas de sangre que destacaban del mármol del piso y de la blancura en las sabanas que estaban sobre la cama. Visualizó a Geta, tendido en la cama y a ella hincada a su lado. Un vacío se asentó en su estómago. ¿En serio se estaba enamorando del emperador o solo era un sentimiento infundido por el miedo y la pena? Los pasos metálicos llegaron a ella y les dio espacio. Recostaron a Geta en la cama, Ravi pidió que lo dejaran solo con el emperador y la doncella y se acercó a él. Le pasó un trapo por la nariz. Geta abrió los ojos, incorporandose. Jadeó por el dolor en el costado y buscó a Irene. Al verla cerca de él, se recostó. Ravi, notando el cambio en el humor del emperador, le hizo señas a Irene para que se colocara a su lado. Irene lo hizo. Se arrodilló al lado del emperador y le acarició el rostro. Geta exhaló, aliviado y todo su cuerpo se relajó.
Ravi aprovechó que el emperador estaba tranquilo para cortar la venda y limpiar la herida. Estaba habituado a cortes más profundos, pero no a tratar con emperadores. Fue extraño para él que lo mandaran a llamar, aunque no era secreto lo que hacía con los gladiadores heridos. Miró de reojo a la doncella. Geta parecía prendado de ella, cosa que nunca sucedía. Era raro ver al emperador como un hombre más, anhelando el cariño de su amada. ¿De verdad un hombre tan cruel podría enamorarse? Sintió pena por la doncella. Ese amor que existía entre ambos estaba condenado. Cuando terminó de cerrar la herida y volvió a vendarla, preparó un poco de leche con gotas de amapola para que descansara. Geta lo bebió sin protestas y se hundió en la cama. Su respiración se volvió lenta hasta que se quedó dormido. Irene relajó el cuerpo y se separó de Geta.
—Déjame ayudarte con eso —dijo Ravi, señalando el cuello de Irene—. Tranquila. No puede oirnos. Le he dado una buena dosis. Dormirá hasta mañana.
—¿Eres una especie de curandero? —preguntó Irene.
—Ayudo a los gladiadores que sobreviven en la arena —explicó Ravi, examinando el cuello de Irene y colocando un ungüento—. No sé que estoy haciendo aquí. Pensaba que los emperadores tendrían a su propio personal.
—Quizá saben que eres bueno con las heridas de espada —bromeó Irene.
—Supongo —coincidió Ravi—. ¿Te has acostado con él?
—Ayer y hoy por la mañana —confesó avergonzada—. ¿Por?
—Prepararé un menjurje para que lo tomes, es habitual en las doncellas hacerlo así que no te preocupes —le explicó—. Ayudará a evitar que salgas embarazada.
—¿Embara...? —Irene ni siquiera pudo decir la palabra.
—Será lo mejor —Ravi se puso de pie—. ¿De dónde vienes?
—De Galia, al norte de Roma. Pero, vivía con el general Acacius. Era doncella de su esposa, Lucilla.
—Eso explica muchas cosas —pensó Ravi en voz alta—. Debo irme o los guardias entraran y no será bonito. Volveré en la noche para ver cómo va nuestro emperador y te daré el menjurje.
—Gracias, Ravi —lo despidió Irene.
Ravi le sonrió. Salió de los aposentos y volvió al Coliseo, listo para unir los cabos que le faltaban a la historia de Irene que todos contaban en el Palacio. Algunos consideraban que la doncella era amante de Acacius. La vieron un par de veces abrazada al general y siempre que estaban juntos un halo de misterio se cernía sobre ellos. Las fuentes consideraban que Lucilla tenía conocimiento del amorío, pero que prefería aceptarlo debido a su posición. Otros estaban seguros que el movimiento de Geta solo fue una demostración de poder y un recordatorio para el general sobre quienes son los que mandan en Roma. Para Ravi, la situación era simple. Geta deseaba a Irene, así que se la quitó a Acacius porque podía. Sin tanta conspiración. Lo que lo intrigaba era la relación de Acacius con Irene. No creía en el cuento de que fueran amantes. Pero estaba seguro que había algo entre ellos con lo que Lucilla se sentía cómoda.
Irene, resignada, fue a lavarse. Se sintió sucia después de lo sucedido. Se colocó el vestido habitual de doncella, trenzó su cabello y volvió con Geta, que seguía durmiendo. Supo, por los murmullos de los sirvientes, que Caracalla confesó que fue él quien apuñaló a su hermano y que eso orilló a Geta a lastimar a Dundus. Por el momento estaba a salvo. Aunque, su presencia ahí estaba condenada a la soledad. Todos en el palacio sabían que el motivo real de la pelea de los emperadores fue ella, lo que hacía que todas las doncellas la evitaran. Distrajo su mente limpiando las manchas de sangre del piso y fue a los aposentos de Caracalla a recoger la fruta tirada. Comió la fruta que podía rescatarse y la demás tuvo que tirarla, lo que le pareció un desperdicio innecesario. Salió de ahí, esperando no volver a entrar a esa habitación nunca más. En su camino de regresó, los sollozos de alguien llamaron su atención. Siguió el sonido hasta el salón principal donde Caracalla lloraba en silencio, con Dundus recostado en sus brazos.
—¿Está...? —intentó preguntar. Caracalla negó con la cabeza.
—Dijeron que estaría bien. Que solo era cuestión de tiempo —respondió Caracalla—. ¿Mi hermano...?
—Duerme —respondió Irene—. Lamento que Dundus saliera herido, Alteza.
—¿Por qué mi hermano no quiere compartirte? —cuestionó Caracalla, balanceándose de enfrente hacia atrás—. Quiero a mi hermano. Tu lo estás cambiando. No me gusta. Quiero que te vayas.
—Al emperador Geta no le gustaría eso —respondió Irene.
—Soy emperador, haré que vuelvas con Lucilla —propuso Caracalla—, ¿No te gustaría volver con ella?
—Su hermano no me dejaría ir —murmuró Irene.
—Puedes irte hoy mismo. Geta no lo sabría.
Irene miró a Caracalla. El brillo malicioso en sus ojos. Su propuesta era una trampa. Caracalla solo quería una excusa para hacerle daño. Si ella aceptaba irse, podía acusarla de traición o asesinarla alegando que quería escapar. Ella tenía ventaja sobre él. Caracalla no podía tocarla. Estaba por encima de uno de los dos emperadores. Dundus hizo unos ruidos, que hicieron que Caracalla volviera su atención a su mascota. Se levantó, volviendo a pedir ayuda. Irene contempló el salón principal. Su padre vino a su mente. Su postura. La mirada. El gesto impasible en su rostro. Su templanza. La valentía que lo invadía cada que iba a pelear. Recorrió con la yema de sus dedos las cicatrices en sus nudillos. Tenía que dejar de ser la doncella en peligro.
En medio del sueño ocasionado por la amapola, Geta se deslizó fuera de la cama. La falta de la presencia de Irene era obvia. ¿Dónde estaba? ¿Qué podría ser más importante que él? Acacius no estaba y Caracalla no podía acercarsele. Escapar no era una opción. Ordenaría a los presbiterianos que la buscaran con Lucilla, en cada casa de Roma y pueblo conquistado. Mandaría matar a Acacius o lo torturaría hasta que ella volviera. Debía estar en algún sitio. Se asomó al pasillo, que también estaba vacío. La luz del atardecer le daba al lugar una tonalidad anaranjada. Se tambaleó columna por columna hasta el salón principal donde Irene estaba parada en medio del salón. Sus pasos hicieron eco en el silencio del lugar y la mirada de la joven lo encontró.
Quizá fuera un efecto de la amapola, pero era como si estuviera frente a Acacius
***
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