Capítulo 21
La urgencia de buscar a Irene le impidió descansar. Peleaba con las sombras que se cernían sobre él y que lo incitaban a dormir. Se incorporó, pero un par de manos lo tomaron del hombro para obligarlo a acostarse. Forcejeó, queriéndose liberar. La molestía en su costado se agravó al ponerse de pie. Las piernas le flaquearon y se sostuvo de la cama antes de retomar su postura. Gritó como si algo se desgarrara dentro de él y se tocó la herida. Sus dedos se tiñeron de sangre. Un hombre le acercó una copa, que rechazó arrojándola al piso. La urgencia de ir por Irene era más fuerte que el dolor.
—¿Dónde está mi doncella? —preguntó, molestó.
—Su hermano —respondió una voz.
Geta amarró su bata y se encaminó hacia los aposentos de Caracalla. Fue difícil debido a la pesadez que invadió su cuerpo. Era como si estuviera caminando dentro del agua. Cada pasó le pareció eterno, como si nunca fuera a llegar al otro lado del Palacio. Maldijo el tamaño del lugar. El silencio que lo rodeaba y que permitía que las risas de su hermano inundaran sus oídos. Se movió deprisa y peleó con la cerradura de la puerta hasta que cedió a su desesperación. La luz entraba de lleno en el lugar. Entrecerró los ojos y le costó trabajo aclarar la imagen frente a sus ojos. Parpadeó varias veces hasta que vio a Caracalla y a Irene parados uno frente al otro.
Irene frotaba el miembro de Caracalla por encima de la ropa, tal y como él había querido. Con la mano abierta y la palma contra su bulto, acariciando de arriba a abajo. Los gemidos de Caracalla vibraban en su cuello, que era mordido y lamido por el emperador. Lo sintió bajar por su hombro, quitar el tirante y liberar uno de sus senos. Se hizo hacia atrás, cubriéndose con un brazo. La acción hizo enojar a Caracalla. La jaló de la cadena, la giró de espaldas contra él y la inclinó sobre la mesa. Los platos de fruta cayeron al piso. Irene forcejeó sin éxito y gritó al sentir la erección de Caracalla en su cadera. Caracalla se agachó y le mordió la boca. Irene sintió la tela del vestido frotarse en su entrepierna junto con el miembro de Caracalla. La levantó y le sujetó el seno que tenía libre, apretandolo con fuerza. Irene ahogó otro grito, que venía acompañado de un sollozo. Miró al frente y sus ojos encontraron a Geta. Estaba muy pálido y las vendas que cubrían su herida estaban manchadas de sangre. No supo descifrar si el gesto en su rostro era de enojo o de culpa.
—¡Dejala! —gritó Geta.
—Aún no termino —gruñó Caracalla—. Deberías irte. A menos que quieras quedarte a ver.
La frase desencadenó una oleada de excitación en Caracalla. Liberó el seno de Irene, la agachó apenas un poco y se separó para masturbarse. El calor de la chica se sentía muy bien contra él. Ahora entendía porque su hermano la deseaba tanto. Había algo en ella que no podías parar una vez que la probabas. Liberó la cadena, decidido a levantarle el vestido. Miró hacia donde estaba Geta, listo para decirle algo sobre poseer a su doncella pero ya no estaba frente a ellos. Eso lo desanimó. Quería enseñarle a su hermano que nada iba a detenerlo. Que él también merecía estar con la doncella. Se detuvo y se separó de Irene que aprovechó para alejarse. Caracalla iba a sujetar la cadena para evitar que se fuera cuando Geta lo tomó del cabello, jalando con fuerza. Caracalla gimió de dolor e intentó liberarse. Dio manotazos en la mano que lo sujetaba, en el brazo, en la cabeza de Geta, en su pecho, en la herida. Geta no lo soltó. Estaba furioso con su hermano por tomar algo de él. Lo balanceó un par de veces antes de soltarlo. Caracalla cayó al suelo y se levantó, molesto. No se movió. Acarició su cabeza, inseguro de si debía volver a enfrentar a su hermano.
Dio un paso al frente. Geta estaba listo. La adrenalina que recorrió sus venas lo despertó del aletargamiento en el que estaba. Distinguió a Dundus, sentado en el suelo comiendo los restos de fruta que Caracalla tiró para recostar a Irene. Se movió rápido para sujetarlo. Se lo mostró a su hermano. El placer invadió su cuerpo al ver cómo la sonrisa se le borraba del rostro. Caracalla extendió la mano, queriendo agarrar a Dundus. El chillido del mono inundó la habitación. Irene se cubrió los oídos, horrorizada del sonido que emanaba el animal. Fue peor cuando se le figuró al grito de un niño. Quería que se detuviera. Que Geta lo soltara. Nada era motivo suficiente para maltratar al mono de esa forma. Observó a Geta, la oscuridad que se reflejaba en su rostro y ese gesto de placer que el dolor ajeno le producía. Ese era el emperador cruel del que hablaba Acacius, al que no le importaba nada ni nadie. Del otro lado, Caracalla no podía moverse. Estaba hecho ovillo en el suelo, suplicando por Dundus. Irene entendió porque los llamaban los emperadores locos. Uno fue capaz de acuchillar a su propio hermano por tenerla y el otro iba a matar a un mono inocente porque su hermano la había tocado. Eran como dos niños peleando por un juguete.
—Si vuelves a tocar algo mío, mataré a tu mascota —lo amenazó.
Caracalla asintió. Geta dejó caer a Dundus desde donde lo tenía agarrado, haciendo que un sonido hueco diera fin a su discusión. Caracalla se incorporó, levantó a Dundus y lo protegió con su cuerpo antes de salir corriendo. A Irene se le hizo un hueco en el estómago. Estaba aliviada de que la hubiera rescatado, pero lo que le hizo a Dundus le hizo recordar lo que Geta era capaz de hacer. El daño que podía causarle a alguien solo por placer, por sentirse poderoso y por cumplir sus caprichos. Pensó en su padre. En su rostro cuando Geta le ordenó que se la llevaría al palacio. La culpa que lo invadió al no poder sacarla de ahí. Ni siquiera lo dejó despedirse de ella. Geta dañaba con lo que uno más quería.
Se abrazó a sí misma para darse consuelo y lo miró. La adrenalina estaba abandonando su cuerpo. La fuerza que lo mantenía de pie se desvaneció. Dudó de si debía ayudarlo. Podía irse y desaparecer. O morir en el intento. Geta cayó de rodillas. Irene estaba a unos metros de él, con el vestido rojo que daban a las prostitutas durante las fiestas y el collar con cadena. Detestó la imagen. Irene no merecía ser rebajada a eso. Ella era suya. Su doncella. La que le ayudaba a dormir, la que calentaba su corazón al sonreírle, la que lo besaba con ternura y no por deber. Estiró la mano hacia Irene. Quería que volviera a abrazarlo. Que lo envolviera en sus brazos. Una punzada de dolor atravesó su cabeza. Miró hacia al frente. La imagen de Irene alejándose se desvaneció hasta convertirse en oscuridad.
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¿Irene habrá escapado? ¿Dundus estará bien? ¿Qué opinan?
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