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Capítulo 20

Acacius bajó de su caballo, lo amarró en uno de los pocos troncos que estaban cerca del camino y le dio de beber agua. Él hizo lo mismo. Estaban esperando a que los centinelas volvieran para hacer la revisión, así que podía permitirse un breve descanso. Si todo salía según el plan, estaría de vuelta en Roma en una semana. Si no, tardaría hasta tres semanas en cumplir el capricho de Geta. Esperaba que la estrategia de dividir a sus hombres funcionara a la perfección y que el mismo rechazo de los pueblos acelerara su misión. No tenía motivos para entrar con el ejército e incitar una guerra civil. Solo era dar una vuelta, preguntar algunas cosas y volver al campamento que armaban a un costado del camino para evitar molestar a los pobladores y protegerse ellos mismos de algún ataque rebelde. Siendo un grupo reducido, las posibilidades de una emboscada eran mayores. 

Además, desconocía cómo estaban las cosas en el palacio. Su sueño, o mejor dicho, su pesadilla, solo lo inquietó más. Temía por Irene. Su hija no había sido preparada para estar con un hombre y Geta no era la opción que hubiera querido. Solo esperaba que fuera placentero para ella. Había prohibido a sus hombres obligar a las mujeres de los pueblos conquistados a estar con ellos y quién se atrevía a desafiar esa regla perdía una parte de su cuerpo a manos de su espada. Ya era demasiado malo para las mujeres perder a sus esposos o sus hijos como para que también los soldados romanos las hicieran perder su dignidad. Era lo único que podía hacer para cuidarlas. Se lamentó por ser tan poderoso y a la vez tan inutil. Al igual que Irene o Lucilla, él también era un prisionero. Volvió a pensar en Irene, en la visión que tuvo. Sabía que su hija se estaba enamorando de Geta, y que el emperador también estaba sintiendo algo por ella. Ese amor que nacía entre los dos era resultado del miedo, de la lástima, del deseo por sentir algo. Cualquiera de los escenarios no era favorable para ella. Geta era emperador. 

—General —lo llamó uno de los soldados, sacándolo de sus pensamientos—. Los centinelas no pueden salir del pueblo.

Acacius suspiró. Bebió un sorbo de agua, desamarró su caballo y se montó en él. Al llegar a la entrada del pueblo, distinguió a sus hombres encerrados en un círculo de pobladores furiosos. Silbó para llamar la atención de las personas y bajó del caballo. Las personas caminaron hacia él y aprovechó la conmoción para hacerle señas a sus soldados, que cabalgaron hacia la salida. La gente lo rodeó, sin creer lo que sus ojos observaban. Era el hombre que llegó a conquistarlos por la gloria de Roman. Llevaba puesta su armadura y la capa roja, sosteniendo un caballo que, seguro, era mejor alimentado que todos ellos. Su presencia solo era recordatoria de las pérdidas que cada uno había sufrido. De la vida que tenían. De lo mal que lo pasaban por el hambre. Acacius detectó la tensión y el enojo que se iban acrecentando. Levantó ambas manos, en señal de paz. 

—Nos iremos tan pronto como hemos venido —dijo, su voz alzándose por encima de los murmullos. 

—¡Asesino! —gritó una mujer. 

El primer impacto le rozó la cabeza. La mujer volvió a gritar y los demás la siguieron. Tomaron lo que tenían en las manos y lo lanzaron al general. El caballo salió corriendo ante el primer impacto, pero Acacius se quedó ahí, recibiendo los golpes de las verduras, trapos y piedras que le lanzaban. Cuando la gente se cansó, dieron media vuelta y volvieron a su rutina. Era igual que en el Coliseo. Las personas sacaban su frustración con las muertes ajenas y una vez que la sangre era derramada volvían a sus vidas. Un hilo de sangre recorrió su frente y lo palpó. No era tan grave. Iba a sobrevivir. Una cicatriz más en su lista.  Lo que más le dolió fue que lo llamaran asesino. No negaba lo que era. Él mismo mató a varios hombres con tal de salvarse. 

Tachó ese pueblo de la revisión y caminó hacia sus hombres, que lo esperaban algunos metros más adelante. Una sombra negra se le atravesó y su corazón se detuvo por un momento. Al distinguir el rostro femenino, su nerviosismo disminuyó un poco. La mujer estaba tan pálida que parecía una escultura de mármol. Su belleza le pareció etérea y distinguió la marca en el dorso de la mano que le sostenía el pecho. Era una pitonisa. Sus iris, antes azules, se volvieron blancos y lo mantuvieron en su sitio. Un sudor frío bajó por la espalda de Acacius. Los ruidos a su alrededor dejaron de escucharse y la vio mover los labios. 

—Estás acostumbrado a la muerte, general Romano. Luchas por amor, pero sabes que eso no te redime —recitó ella—. Tu mirada esconde un gran dolor. Temes por un secreto. La pérdida de una vida. Ella es ambas cosas. 

—Lo siento, pero debo irme —sujetó la mano que estaba sobre su pecho, movimiento que la mujer aprovechó para examinar su palma. 

—En tus manos hay sangre -siseó ella-. In vino veritas. Has visto el futuro, sabes lo que va a suceder… 

Acacius movió su mano para soltarse y empujó a la mujer para poder pasar. Ella gritó sus últimas palabras, como si fuera una premonición. Sujetó la empuñadura de su espada, dispuesto a callar la voz, pero al voltearse la mujer se había ido. Se tomó la cabeza, inseguro de sus sentidos. Sus hombres se acercaron a él. Subió a su caballo y volvió al campamento, donde limpiaron su herida de la cabeza. No quiso preguntar a sus hombres si vieron a la mujer por miedo a que todo hubiera sido una ilusión de su cabeza o un mensaje de los dioses para advertirle sobre su futuro. Miró su mano. Aún tenía la sensación de los dedos de la pitonisa examinando sus líneas. 

—¡Recojan todo! —ordenó a sus hombres.

Debía darse prisa o la pitonisa tendria razón, Irene le dolería toda la vida si alguna de sus premoniciones se hacia realidad.

***

¿Qué premonicion se hará realidad? ¿El embarazo de Irene? ¿Su matrimonio con Geta? ¿Acacius terminará pronto con su misión? ¿Irene estará bien?

Eso y mucho en los siguientes capítulos. ¡Esperenlos! 😁

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