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Capítulo 2

Irene fue llevada a los aposentos del emperador Geta. Deseó estar en su habitación, en la calidez que emanaba y añoró la pequeña familia que formó con Acacius y Lucilla. Recordó la mirada de Acacius y tocó su frente justo donde la besó. Era un gesto común en él, que hacía cuando estaban solos para evitar meterla en problemas. La relación padre e hija que tenían solo la conocía Lucilla y por ello le permitió ser su doncella personal. Eso le daba algunas libertades y podía ver a su padre más seguido. Pero justo eso la trajo a la habitación más lúgubre de toda Roma. Grande, oscura y fría. Tan fría que cada parte de su cuerpo dolía. Quería quitarse el vestido, limpiarse y descansar. Se miró las manos, cuyo dorso estaba manchado de sangre por la espada de Geta. Maldijo al emperador por no permitirle quedarse con la capa de Acacius y acarició los cortes. Nunca pensó que alguien llegara tan lejos para demostrar su poder, pero estaba en Roma. Miró su vestido. La mancha ya estaba seca y emanaba un fuerte olor que la hacía sentir mareada. Se abrazó a sí misma para entrar en calor y volvió a su postura cuando escuchó que las puertas se abrían. 

—¡Bienvenida! —gritó Geta, entrando a su habitación—. Espero que te sientas cómoda. 

—Yo también lo espero, Alteza.

—Siéntate —le ordenó. 

Irene lo obedeció. Se sentó a su lado, a una distancia prudente del emperador que acortó la distancia. Irene notó que estaba semidesnudo y solo una bata cubría su cuerpo. Tragó saliva, nerviosa. No esperaba que el emperador quisiera cumplir su deseó tan rápido. Geta la observó. Le gustó la forma en la que ocultaba su miedo, en cómo sin importar que estuvieran solos fingía ser valiente. Acercó su mano al cuello de la joven, que sujetó su muñeca. Un movimiento instintivo que desapareció tan rápido como apareció. La empujó hacia atrás, recostandola sobre la cama y hundió su nariz en la curva entre el hombro y su oreja. Emanaba un fuerte aroma a vino que lo embriagó. Inhaló fuerte, balbuceó algunas cosas al oído de la joven y se posicionó arriba de ella. Irene no cerró los ojos. Si el emperador iba a obligarla a estar con él quería verlo, demostrarle que aunque atravesara su cuerpo, su temple iba a seguir igual. Geta se movió un poco para acomodarse mejor sobre ella, haciendo que Irene emitiera un jadeo por el peso de él sobre ella. Lo vio mover los labios, incapaz de entender lo que le decía e intentó no entrar en pánico al darse cuenta que estaba completamente inmovilizada. Se quedó en silencio, esperando a que Geta hiciera algo hasta que el cuerpo del emperador se convirtió en peso muerto encima de ella. Exhaló al darse cuenta que se había quedado dormido y lo movió apenas un poco para quitarlo de encima de ella. Miró el techo oscuro de la habitación y cerró los ojos. Por esa noche estaba a salvo. 

Irene despertó asustada. Tardó en reconocer dónde se encontraba y se sentó sobre la cama, adolorida. Geta estaba a su lado, con la bata media abierta y el brazo extendido, como si toda la noche la hubiera sujetado a su lado. Dio un respingo al darse cuenta que cerca de ella, el emperador Caracalla la miraba en silencio. 

—¿Se le ofrece algo, Alteza? —preguntó. 

Caracalla hizo un gesto de silencio y señaló a su hermano. Le extendió la mano a Irene, que se la tomó y salieron de la habitación de Geta. Caracalla se notaba contento, como si quitarle algo suyo a su hermano fuera más que una travesura. La llevó hasta el comedor, donde un pequeño banquete esperaba. 

—Siéntate  —le ordenó—. Odio comer solo y mi hermano está indispuesto para acompañarme. 

Irene se sentó. Colocó sus manos sobre su regazo y acarició las cortadas en sus nudillos. Caracalla se veía mucho más joven que Geta y tenía el cabello un poco más rojizo, lo que le pareció extraño ya que ambos eran gemelos. Notó las imperfecciones en su pálida piel y las cicatrices, las bolsas debajo de sus ojos y ocultó una sonrisa al darse cuenta que ni los emperadores se salvaban de los males mortales. Con la luz del sol, el Palacio le pareció menos lúgubre. Incluso comenzaba a sentir el calor proveniente de los rayos que se colaban por las ventanas. Vio a un joven acercarse al emperador para decirle algo. Caracalla se levantó, molestó, y miró a Irene que también se había levantado de su asiento. 

—Llevala a que se lave y ponle algo decente —ordenó—. Y despierta a mi hermano. Dile que tenemos visitas.

Irene se levantó. El joven la tomó del brazo y la llevó por el Palacio hasta una zona menos ostentosa. Abrió una puerta, donde otras mujeres estaban desnudas, en cuclillas, lavándose. Ninguna se movió ante la presencia del joven, solo observaron a Irene que rápidamente entendió lo que tenía que hacer. Se desnudó, liberándose por fin del vestido, y se hizo un espacio entre las demás para lavarse. El agua helada le ayudó a salir del aletargamiento en el que se encontraba. Talló su cuerpo hasta que el aroma a vino salió de su nariz y se cubrió con su propio vestido a falta de una toalla.

—Chica nueva —la llamó una de las doncellas—. Te daré algo que ponerte. Sígueme. 

Irene la siguió entre las demás mujeres hasta un pequeño patio con varias puertas. La doncella abrió una y le indicó que pasara. Era una habitación más pequeña que la tenía en casa de Acacius. Aún así, era suya. La doncella le extendió un vestido blanco, muy similar al que llevaba puesto. Le dio una serie de instrucciones sobre cómo los emperadores debían ser atendidos, los horarios que manejaban y las atenciones extras que requerían. Estas últimas estaban a merced de los gemelos, y, en el caso de Irene, ella iba a ser requerida para varias de esas atenciones. 

—¿De dónde vienes? —le preguntó la doncella al terminar. 

—Era doncella de Lucilla. en casa del general Acacius. 

—Vaya. Si él no pudo protegerte siendo doncella de su esposa, Roma está condenada.

La doncella se fue, dejando a Irene sola con la última frase repitiéndose en su cabeza. Si Acacius, teniendo al ejército romano de su parte, tuvo que obedecer a los emperadores, no existía poder alguno que los detuviera. Estando con Lucilla aprendió la historia de Roma y conoció el reinado de Marco Aurelio. Le contó sobre Máximo y el sueño de Roma por el que toda su familia fue asesinada. Viéndolo así, pelear era inútil. El final era el mismo. Muerte por traición. Muerte por capricho. Muerte por batalla. Muerte por enfermedad.

Roma estaba erigida sobre muertos.

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