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Capítulo 18

Una punzada de dolor recorrió el cuerpo de Irene, como si algo la hubiera partido en dos. Se levantó, haciendo que Geta jadeara, y se puso a buscar su vestido. Geta se sintió vulnerable al estar desnudo ante ella y sintió todo su cuerpo enfriarse al no tener el calor de Irene cerca de él. Se puso de pie, se cubrió con su bata y levantó el vestido. Irene se acerco a él, lo tomó e intentó vestirse. Pero no pudo. Era como si cada extremidad de su cuerpo le enterraran una aguja. 

—Déjame —le pidió Geta. 

Irene levantó las manos. Sintió los dedos de Geta recorrer sus brazos y hombros mientras deslizaba el vestido. Le alivió estar vestida. Al menos una capa de ropa la cubría. Geta le tomó la barbilla. Todo el sentimiento que Irene le mostró ya no estaba en su gesto. Le dolió ver que la mirada de la chica era fría. Lo veía de la misma forma como cuando le dijo que Acacius dejaría la ciudad. Geta acercó su rostro al de Irene. La tomó del cuello, pero Irene se movió temerosa de que volviera a lastimarla. Las piernas le flaquearon y estuvo a punto de tropezar, pero Geta la sostuvo. La cercanía hizo latir más rápido a su corazón. Recargó su frente sobre la de ella y buscó sus dedos para entrelazarlos con los suyos. Acarició las cicatrices en sus nudillos y cerró los ojos. Ahora que era suya, no iba a dejarla ir. Quería que estuviera bien. Que volviera a mirarlo como antes. Abrió los ojos, avergonzado. Le había hecho daño. Su cuello y mejilla eran prueba de ello. Las cicatrices en sus dedos serían marcas permanentes en ella. Un recuerdo de cómo consiguió tenerla a su lado. La besó, pero Irene dio un paso atrás, rechazándolo.

—¿Le dijiste a Caracalla que estaría con él? —preguntó con la voz rota. 

—Solo le dije que cuando dejara de jugar contigo, te prestaría a él. 

—¿Jugar? —Irene se sintió una tonta por preguntar. Claro que todo era un juego—. Si lo ordenas, iré con él. 

—No quiero que estés con él —confesó.

La observó. El semblante de Irene reflejaba cansancio. Tenía un ligero tono oscuro en la mejilla que había golpeado y en su cuello notó la marca de sus propios dedos. Irene no se movió. Estaba usando todas sus fuerzas para evitar derrumbarse frente a Geta. La palabra juego se repitió en su mente como un eco. Pero la mirada del emperador era diferente. Incluso la forma en la que la tocaba. Era delicado. Y parecía sentir culpa. Culpa por todo lo que le había hecho. Caracalla volvió a golpear la puerta.Irene sabía que Geta cedería ante su hermano. Caracalla la deseaba pero al mismo tiempo la quería lejos. Acacius se lo dijo. Lo mejor para ella era pasar tiempo con él. Mantenerlo tranquilo. Caracalla no dejaba de ser emperador y tener poder sobre ella y Acacius. Geta frunció el ceño, adivinando los pensamientos de Irene. Dio media vuelta y caminó a la puerta para abrirla. Caracalla se coló al interior de la habitación, pero Geta logró sujetarlo antes de que se acercara a Irene.

—¿Qué te ha hecho pensar que es buena idea molestarme? —lo cuestionó. 

—Quiero jugar con ella —dijo Caracalla—. Es mi turno. Dijiste que cuando terminaras con ella me dejarías tenerla. 

-Aún no termino con ella -aclaró Geta-. Me has interrumpido. 

-Toda la noche jugaste con ella, los escuche -le reclamó su hermano-. ¡Es mi turno! 

—¿No tienes otra cosa mejor que hacer? 

—Quiero jugar con ella —ordenó—. ¡Ahora! 

—No puedes hacerlo —lo detuvo Geta. 

—Yo también soy emperador. Puedo hacer lo que quiera, hermano.

Caracalla y Geta forcejearon. Por tamaño, Geta era más grande pero Caracalla era tan ágil como Dundus. El juego le pareció divertido hasta que se dio cuenta que su hermano estaba actuando en serio. No iba a prestarle a la doncella, ni lo dejaría estar con ella. Así que lo empujó. Lo empujó tan fuerte que Geta cayó de espaldas. Irene estaba caminando a la salida cuando Caracalla la detuvo, tomándola del cabello. Irene sintió el frío de la hoja de una daga recargarse en su pecho y se quedó quieta. 

—Solo eres un juguete —le susurró al oído—. Y ahora es mi turno de jugar contigo. 

Irene no dijo nada. Caracalla tenía razón. No era más que un objeto para entretener a los emperadores. Sintió un corte en su hombro y como el tirante se deslizaba fuera. Caracalla inhaló el aroma de Irene, recorriendo toda la curva de su cuello. El olor que emanaba Irene era igual de Geta. Eso lo descolocó. ¿Por qué olía cómo él? ¿Tanto tiempo pasó junto a su hermano? La giró. La forma en la que lo miraba se le hizo familiar. Ese brillo. Ese gesto. La postura. Comenzó a reírse y recargó el metal sobre el pecho de Irene, ahí donde no tenía ninguna marca. 

—Caracalla —lo llamó Geta. 

Lo tomó de los hombros para jalarlo lejos de Irene. Eso hizo que su hermano gritara y moviera el brazo con la daga hacia todos lados. Geta lo soltó cuando sintió un profundo dolor en el costado. Exhaló y cayó de rodillas. Tanteó el lugar, distinguiendo la textura de la empuñadura de la daga de Caracalla. La rodeó con su mano y la sacó con un movimiento rápido. Caracalla ni se dio cuenta de la herida que le causó a su hermano. Geta vio a Irene, moviéndose hacia su hermano. Intentó levantarse cuando la vio tomarle el rostro y acercarse a su oído. Distinguió la sonrisa traviesa de Caracalla dibujarse en su rostro antes de salir de ahí. 

—¿Qué…? —dijo, pero no pudo terminar la pregunta por el dolor. 

Irene se agachó. Lo envolvió en sus brazos y lo ayudó a ponerse de pie. Fue raro para Geta recargarse en Irene. Verla esforzarse por levantarlo a pesar de que estaba semidesnuda. Le pareció gracioso, e incluso soltó un par de carcajadas que lo hicieron sangrar. Acarició la mejilla de Irene, manchandola de su propia sangre y se dejó caer en la cama. Gruñó de dolor. Irene lo descubrió y le tapó la herida con la sábana. Estaba sangrando pero no demasiado. Debía ir a pedir ayuda. 

—Espera —Geta le sujetó la mano.  

—Geta… —Irene lo miró. Estaba un poco pálido—. Iré por ayuda. 

—Por favor. 

Irene lo meditó. Se agachó a su lado y le cepilló el cabello con sus dedos. Geta sonrió ante el toque y el gesto que Irene le dedicó invadió de calor su corazón. Había vuelto a él. Le envolvió la mano con las suyas, y ella se inclinó para besarlo. Geta cerró los ojos para disfrutar de los labios de Irene contra los suyos y los abrió al escuchar el gritó de Caracalla y el sonido de las armaduras de los presbiterianos, acercándose a ellos.

—No fue ella —aclaró antes de que la jalaran lejos de él. 

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