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Capítulo 17

Acacius vio a Irene y Geta, tomados de la mano. El vientre de ella se veía abultado y llevaba una corona en la cabeza. Geta vestía su armadura blanca, una corona de olivos dorados y su espada. Estaban frente a él, esperando. Irene le tendió la mano y él quiso tomarla pero no pudo. Notó el anillo en el dedo anular de ella y lo entendió. Estaba en una ceremonia. Geta e Irene se estaban casando. La sola idea despertó a Acacius. Miró a todos lados, horrorizado de la visión y se levantó. El aire gélido de la noche fue un alivio. Su sueño no era real. Irene no estaba esperando un hijo del emperador. Era una locura siquiera pensarlo. Si fuera el caso, no habría otra opción más que revelar su identidad. Decir que era su hija para que Geta pudiera casarse con ella y vivieran en buenas condiciones. Cuántas historias de doncellas embarazadas conocía y sus destinos.

A su alrededor reinaba el silencio. Sus hombres estaban dormidos después de todo un día de cabalgar hacia los pueblos conquistados por Roma. Acacius sabía que era peligroso. La vida en Roma para la gente pobre era terrible. Había hambruna por todos lados, las calles eran peligrosas y las enfermedades exterminaban por decenas. Fuera de la capital, las cosas eran igual. La esclavitud estaba al por mayor, igual que la prostitución y los asesinatos. Por eso es que los gladiadores eran tan solicitados. La gente descargaba y olvidaba sus problemas viendo a dos hombres pelear a muerte.

Pensó en Irene. Estaría fuera de Roma un par de meses, y para Lucilla sería peligroso ir al Palacio. Seguía siendo hija de Marco Aurelio y sin él cerca era un blanco fácil. Así que Irene estaba sola. A merced de Geta y de Caracalla porque, para su mala suerte, ambos emperadores la deseaban. Quizá de forma diferente, pero ambos anhelaban ese cariño que de niños les fue negado. No por nada insistían con que Lucilla los adoptará como hijos propios.

—General Acacius —lo llamó su teniente—. ¿Despierto a los hombres para partir?

Acacius asintió. Mientras más pronto salieran de ahí, más pronto volverían. Volvió a su tienda para mojarse el rostro, colocarse su armadura y guardar sus pocas pertenencias. Le gustaba viajar ligero por si tenía que huir y era más cómodo para su caballo. Le permitía tomar mayor velocidad en caso de que los atacaran durante el camino. Se colocó su espada, fue a su caballo y subió. A lo lejos, aún podía ver el Coliseo. La imagen de Irene y Geta volvió a su mente. Su corazón se detuvo por un momento, adivinando el presentimiento que se cernía sobre él.

Su sueño no era más que la confirmación de que Geta e Irene ya habían estado juntos.

Irene llevaba algunas horas despierta. Su cuerpo estaba cubierto con la sábana y Geta la abrazaba con fuerza. No se quiso mover por miedo a despertarlo. Le gustaba estar así. Con la calidez de Geta envolviendo su cuerpo, fingiendo que él no era el emperador y ella no era una doncella. Que no se encontraba en el Palacio y que probablemente todo el mundo la hubiera escuchado. Recordó las historias de su padre, que le contaba a Lucilla pensando que ella no lo escucharía, sobre las fiestas de los emperadores. Cómo es que en todo el Palacio se escuchaban los gritos y gemidos de sus invitados y las formas que tenían de complacerse a sí mismos. Sintió el calor subirse a su rostro y se hundió en el pecho de Geta. Era cuestión de días para que Lucilla recibiera la información de que el emperador lo había hecho con su nueva doncella.

Su padre estaría tan decepcionado de ella. Le había pedido y advertido que guardará su corazón. Que no le diera a Geta lo que tanto deseaba de parte de ella. ¿Cómo se lo explicaría? Miró a Geta. Debió ser honesta con Acacius. Decirle que desde el primer beso que el emperador le exigió, ella le entregó su corazón y que a partir de ahí solo sería cuestión de tiempo para darle también su cuerpo. Tragó para quitarse el nudo de la garganta. Aún debía tener cuidado. Si Geta sospechaba un poco de sus sentimientos hacia Acacius, lo pondría en peligro. Debía mantener a su padre lejos de su cabeza y guardarlo en el rincón más lejano de su corazón.

—Irene —oyó a Geta murmurar.

—Su Alteza —dijo ella, viendo como el emperador despertaba.

—No seas tan formal conmigo —le pidió—. Al menos no cuando estemos los dos solos.

—Sigo siendo su doncella —respondió Irene. Geta frunció el ceño—. Sería raro.

—¿Quieres que te lo ordene? —preguntó Geta, molesto.

—No es necesario —respondió Irene—. Geta...

Decir el nombre del emperador sin el título fue extraño para Irene. Lo sintió como si fuera una palabra que estás a punto de recordar y se queda en la punta de la lengua. Para Geta también fue raro. Nadie lo llamaba así a excepción de su hermano. Pero, le gustó escuchar su nombre de la boca de Irene. Esa boca que tanto le gustaba. Se acercó a ella y la besó. Irene le correspondió. Abrió la boca y acarició su lengua con la de ella. Deslizó sus manos por la espalda de Irene y le apretó sus caderas. Nada se interponía entre ella y él. Podía sentir su piel rozar con la suya. El calor que emanaba. Sus manos sobre su pecho y sus piernas moviéndose contra las suyas.

—¿Estás lista? —jadeó en su boca.

Irene se separó y lo miró, confundida. Geta se movió para dejarla encima de él. La visión de Irene sobre él logró excitarlo. Sus senos se veían más grandes y jugosos. La humedad de su entrepierna mojó su miembro, que se frotaba contra su entrada. Irene gimió con el contacto. Se inclinó y besó a Geta, que aprovechó el movimiento para introducir su miembro. Ambos jadearon al sentirse. Irene mordió su labio y Geta gimió. El sonido que emanaba de su garganta era grave, como una mezcla entre un gruñido y un jadeo. Irene enredó sus dedos en el cabello del emperador y lo besó más profundo hasta robarle el aliento.

—Muévete —le ordenó Geta, mientras lo besaba.

Irene asintió. Se separó de él y recargó sus manos en el pecho de Geta. Comenzó a mover las caderas de adelante hacia atrás. Geta recorrió los muslos de Irene y apretó su trasero con fuerza. Ella gimió con fuerza. Irene era capaz de sentir como su vagina apretaba al miembro de Geta cada que entraba en ella. El emperador empujó hacia arriba y volvió a tomarla del cuello. Irene se quejó, pero no se detuvo. Sabía que estaba muy cerca de volver a explotar. Impulsó sus rodillas hacia arriba, como si estuviera sobre un caballo y comenzó a cabalgar a Geta. Este se levantó, atrapando uno de los pezones de Irene con la boca, apretando con fuerza la piel de sus caderas, disfrutando de tener a Irene encima de él.

—No te detengas —jadeó, volviendo a recostarse.

Irene sonrió. La voz del emperador la excitó. Sabía que ambos estaban a punto de terminar. Lo miró fijamente. Quería verlo mientras llegaba al límite. Geta intentó mantener el contacto. Irene se movía más rápido y de su boca salían gemidos que, estaba seguro, todos en el palacio escuchaban. Subió para besarla y se bebió su clímax. Le gustaba tenerla ahí. Sentirla. Hacerla suya. Volvió a besarla. Devoró su boca, su mejilla, su cuello. Se detuvo en las marcas que se habían tornado de un color oscuro y las tocó. Irene se quejó. Sin la adrenalina de la pasión y el cansancio en su cuerpo, el dolor en el cuello y en su mejilla apareció para recordarle quién era. Geta notó el cambio en su rostro. La besó para regresarla a él e iba a volver a poseerla cuando se escuchó un fuerte golpe en la puerta.

—¡Es mi turno! —gritó Caracalla—. ¡Quiero jugar con ella! ¡Dijiste que me la prestarías! 

***

🎉 ¡Feliz año nuevo 2025! 🎉

No quería irme sin desearles puras cosas bonitas para el año nuevo y agradecerles por leerme. 🥳

Este 2025 no vendría con proyectos respecto a mi escritura si no fuera por ustedes. Estuve leyendo sus comentarios (que prometo responderles en cuanto tenga oportunidad) y no saben lo mucho que significa para mí que me digan que aman mis letras, que la historia les encanta o que soy una de sus escritoras favoritas. 🥹

Así que, brindemos por que yo siga escribiendo y ustedes leyéndome en este 2025. 🥂

Las quiero mucho 💜

Y no olviden seguirme en mi IG o en mi canal de Whats


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