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Capítulo 15

Irene esperó a que Geta se fuera para soltar la rabia acumulada en su cuerpo. Tomó una almohada, cubrió su rostro con ella y gritó hasta que sus pulmones le dolieron. Una vez que se calmó, apenas un poco, un ardor recorrió todo el lado derecho de sus pulmones, donde Geta la había golpeado. Su garganta también comenzó a dolerle. Se acarició el cuello, con cuidado, y buscó un trapo para humedecerlo. Estaba exprimiendo el agua de la tela cuando escuchó que la puerta se abría. Volteó por instinto, segura de que era Geta y se derrumbó al ver entrar a Lucilla.

-¿Qué haces aquí? -preguntó Irene, tomándole los brazos para verificar que no fuera una visión.
-Vine a ver cómo estabas -Lucilla le tocó la mejilla, haciendo que Irene soltara un pequeño quejido-. ¿Qué sucedió?
-Geta dijo que ya no le pertenecía a Acacius. Después de eso, me golpeó -explicó Irene-. Eso fue antes de estrangularme.
-Sigue celoso por tu padre -Lucilla la llevó a la cama y se sentó con ella-. Debes ser cuidadosa. Seguro vio algo en tu semblante que le recordó a Acacius.
-Al menos me dejó estar aquí. No soportaría otra ronda de juegos.
-Ni yo, pero vine a decirte que Acacius me pidió que te dijera que estaría bien.
-dijo Lucilla, levantándose-. No debes preocuparte por él.
-Lo intentaré -Irene acarició sus manos-. Supongo que ya no te veré por aquí.
-Sin Acacius cerca, es peligroso que ande sola con esos dos -admitió Lucilla-. Ciudate, Irene.

Lucilla se inclinó sobre la chica y besó su frente. Al verla, notó la similitud de Irene con Acacius. La mirada brillaba de la misma forma, un lado de la boca se curvaba un poco más al sonreír y existía la templanza en su gesto que tanto amaba de su esposo. Estaba casi segura de que Geta detectó lo mismo que ella y que, guiado por los celos, pensó en Irene más como una amante de Acacius que su hija. Eso los protegía de la espada de los emperadores, pero ponía a Irene en una encrucijada entre el amor que sentía por su padre y el amor que podía brindarle a Geta.

Le fue imposible a Geta no buscar a Irene entre las doncellas que se movían a su lado. Tenía que admitir que Irene era una sombra a la que ya se había acostumbrado, una imagen que sus ojos buscaban inconscientemente y una presencia que su cuerpo anhelaba tener cerca. Sin ella a su alrededor, todo se tornó aburrido. Al llegar al Palco Real, no le sorprendió ver que Lucilla no estaba. Sin Acacius cerca, Lucilla se tomaba la libertad de faltar a ese tipo de eventos.

-¡Qué comiencen los juegos! -gritó Caracalla, sacandolo de sus pensamientos.

Brindó con su hermano, se sentó en el trono e intentó concentrarse. Disfrutar de las batallas a muerte de cada gladiador. Le encantaban los juegos porque era capaz de sentir la adrenalina de los hombres que luchaban por su vida. Esa felicidad que lo llenaba cada que alguien moría era única. El honor que los luchadores le daban y el momento en él que elegía sobre la vida de los demás lo llenaba de poder. Era verdugo y a la vez dios. Solo tenía que levantar el pulgar para perdonar o bajarlo para matar. Estaba ansioso de terminar. De enseñarle a Irene todo lo que le hacía sentir. La última ovación le dio vitalidad. Salió tan rápido como pudo del Palco y ordenó que nadie lo molestara. Ni siquiera su hermano.

Irene esperó recostada. El ardor en su rostro y el dolor de su cuello disminuyeron un poco. Esperaba que Geta tardará un poco más porque sabía muy bien lo que haría una vez que volviera. Acacius era lo único que lo detenía a poseerla. Y ahora sin él cerca, el emperador no esperaría. Había sentido su erección en la mañana y fue capaz de ver el bulto en su entrepierna mientras la admiraba. Era la primera vez que alguien la deseaba de ese modo y no sabía muy bien si debía sentirse halagada o aterrorizada. Recordó la oleada de sensaciones que invadieron su cuerpo la primera vez que Geta la tocó y tuvo miedo de que su cuerpo le ganara a su mente. El ruido de la puerta la hizo levantarse. Soltó la toalla y bajó la mirada. Aunque no lo veía, sabía que era Geta quién se acercaba.

Geta entró a sus aposentos y se aseguró de que nadie pudiera abrir la puerta. Escuchó el movimiento en la cama y vio a Irene parada a un lado con la cabeza agachada. Dio pasos largos y firmes, aprovechando la seguridad que los juegos le dieron. Notó la toalla y le tomó la barbilla para levantarle el rostro. La mitad de su rostro estaba enrojecido y su cuello tenía algunas líneas moradas. Tocó con la punta de sus dedos las heridas, haciendo que Irene soltara un quejido de dolor. Acercó su boca al área lastimada y comenzó a besarla con cuidado hasta llegar a la boca de Irene.

-Lo siento -murmuró antes de besarla.

Las piernas de Irene flaquearon ante la disculpa y el beso. Geta sintió como el cuerpo de la chica se debilitaba y la abrazó para sostenerla con fuerza. Se separó y la miró. En sus ojos había una tormenta sobre qué debía hacer. Una parte de ella le recordaba que solo era doncella, otra le decía que quien la abrazaba era un hombre que anhelaba quererla. Irene no fue capaz de ver al emperador que le hizo daño hace algunas horas. Sus ojos estaban ante un joven a punto de enamorarse, que la deseaba tanto como ella a él. Debía admitirlo. Desde que le mostró lo que su cuerpo podía sentir y la inclinó sobre el borde para que lo besara, Irene anhelaba seguir. Ir más allá. Se inclinó hacia él y Geta devoró cada centímetro de sus labios, sujetándola contra su cuerpo. Irene cerró los ojos, derramando algunas lágrimas y se aferró a la cintura del emperador. Los latidos de su corazón resonaban en sus oídos. El aliento de Geta, impregnado de vino, la embriagó y su mente se puso en blanco.

No pudo pensar en otra cosa más que el calor del emperador envolviendo su cuerpo.

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