Capítulo 14
Al girarse, Acacius distinguió a Irene. Estaba en las sombras, a unos metros lejos del salón principal, observándolos. Cruzó miradas con ellas e intentó decirle que todo estaría bien. A pesar de la rapidez del movimiento, distinguió el vestido que llevaba puesto. Un modelo más orientado a las cortesanas que a las doncellas. Y el cabello caía sobre sus hombros de manera salvaje. Estaba muy bella. Hubiera querido abrazarla, decirle lo hermosa que se veía y despedirse de manera apropiada. Rezó a los dioses que durante su ausencia, Irene fuera capaz de mantenerse fuerte ante los celos de Geta y salió del palacio directo a su hogar. Al llegar, Lucilla estaba preparándose para salir. Por el semblante en el rostro de su esposo, supo que las cosas no iban bien.
—¿Qué querían? —preguntó.
—Que vaya a visitar las colonias conquistadas para ver si todo está en orden.
—No puedes ir —reclamó Lucilla—. Recién estás en casa. Además, es peligroso.
—Son órdenes directas —Acacius tomó la mano de su esposa—. Geta quiere mandarme lejos. Sabe que si estoy aquí, Irene va a seguir luchando contra lo siente.
—¿Pudiste despedirte de ella?
Acacius negó con la cabeza. Por un instante, su postura segura se inclinó y vio un dejó de tristeza en su rostro. Lucilla le acarició la mejilla para regresarlo al presente. Acacius tenía ojeras debajo de sus ojos y parecía haber envejecido un par de años. Lo besó, en un intentó de reconfortar su herido corazón. Acacius respondió con ternura. Envolvió a su esposa entre sus brazos y se permitió relajarse por unos minutos. Estaban acostumbrados a las despedidas. A no verse durante meses. Pensar en que era algo rutinario lo hizo sentir mejor. Al separarse, le tomó el rostro. Vaya que Lucilla era hermosa. Valía la pena cada viaje y guerra por estar con ella.
—Dile a Irene que estaré bien —pidió antes de subirse a su caballo e irse.
Irene estaba sentada en la cama del emperador Geta. Cepillaba su cabello con sus dedos, intentando mitigar el presentimiento que tenía instalado en su pecho. Los pensamientos intrusivos iban y venían. ¿Y sí Geta planeó cómo matar a Acacius? ¿Sí le tenía una emboscada? Y sí ella se negaba, ?también la mataría? Se levantó. Caminó de un lado a otro. Debió ser más cuidadosa. No mostrarse cariñosa ante Acacius. Fingir que eran doncella y amo. Pero, ¿cómo iba a ocultar todo el amor que le tenía a su padre? Respiró hondo. Mantuvo el aire durante unos seguros y exhaló. Repitió el ejercicio varias veces hasta que la tormenta en su cabeza se detuvo. Claro que iba a volver a ver a su padre. ¿Cuántas veces no iba a la guerra y volvía? Y si ella cumplía con lo que Geta deseaba, Acacius estaría bien. Todo estaría bien.
—Irene —la voz de Geta inundó el lugar.
—Alteza —lo saludó. Se giró hacia él e hizo una reverencia—. ¿En qué puedo ayudarle?
Geta examinó cada centímetro del cuerpo de Irene. El vestido que había elegido para ella le quedaba más que bien. El cinturón enmarcaba su cintura y le daba volumen a sus caderas, un signo de fertilidad que apreció bastante. Subió la mirada al rostro. El cabello, negro como la noche, le caía sobre los hombros en ondas sutiles, dandole un aire salvaje. Desnuda, con el cabello suelto, sería un deleite para su vista. O sobre la cama. O como una cortina encima de su rostro, mientras lo cabalgaba. Sintió una punzada en su entrepierna. Estaba excitado. Deseaba cada parte de su cuerpo. Saber que Acacius ya no estaba cerca lo animó aún más. Ya no debía esperar. Podía poseerla ahí mismo. Se acercó a ella. Iba a besarla cuando detectó una chispa en sus ojos que no supo descifrar. El gesto en su rostro era serio, pero reflejaba molestia. Le pareció vagamente familiar la postura.
—Ya lo sabes —dijo Geta—. ¿No es así?
—No sé de qué habla —murmuró Irene.
—Acacius no estará por aquí durante un tiempo.
Geta la observó con atención. Su mirada era idéntica a la de Acacius. El general lo miró igual hace unos minutos, cuando le ordenó salir de Roma. Los celos lo cegaron. ¿Cómo era posible qué ella fuera tan parecida a él? ¿Tanta intimidad existía entre ellos? No había duda. Era el mismo gesto. La misma postura. La templanza. No le temía lo suficiente. Irene lo desafiaba en silencio. Molesto, le sujetó el cuello. Irene le sostuvo el brazo y se puso en puntillas para evitar mayor presión sobre su garganta. No iba a darle el gusto de verla sufrir, ni suplicaría por su vida. Si quería matarla, lo aceptaría. Sería mejor para Lucilla y Acacius que ella no estuviera. Estarían más seguros sin ella de por medio.
—Ya no eres de él —gruño, soltándola.
Irene acarició su cuello, respirando con dificultad. Vio a Geta desde abajo. Ese era su lugar, pensó, a los pies del emperador. Era doncella y esclava. Un deseo efímero. Un capricho burdo. Se levantó, con la frente en alto. No iba a dejarse amedrentar. Debía resistir por su padre. Geta gritó, cegado por el enojo. Balanceó su mano y golpeó a Irene, derribándola. Irene sintió el sabor a óxido en su boca. Tragó la sangre, e hizo un gesto debido al ardor que recorrió su garganta. De nuevo se puso de pie. Geta notó el tono carmesí en los labios de Irene. Las marcas de sus dedos en su cuello. El enojo recorrió cada centímetro de su cuerpo. Necesitaba hacerle sentir lo mismo que él sentía. El dolor de no ser merecedor del cariño de la joven. La frustración de no ser suficiente para ella. Deseaba adentrarse en sus entrañas. Que lo deseara tanto que le doliera. Que se arrodillara ante él. Que le sonriera como lo hacía cada que Acacius estaba cerca de ella.
—Te quedarás aquí todo el día —ordenó.
Irene no dijo más. Mejor para ella quedarse sola. Odiaba el Coliseo. Odiaba la muerte. Odiaba a los emperadores. Sin ellos Roma estaría mejor. Su padre pasaría más tiempo en casa. Ella podría nombrarse como su hija. Lucilla y su hijo estarían juntos. No habría juegos. Ni matanzas innecesarias. Geta sintió el desprecio de Irene. Era la primera vez que tenía algún tipo de sentimiento hacia él. Estiró la mano y la tomó de la barbilla. Acercó su rostro al de él y lamió la sangre de sus labios. Tenía que recordarle a quién pertenecía. Y la única forma de lograrlo era haciéndola suya. Llevaría al límite su cuerpo para que se entregara por completo a él.
Esa noche, nada ni nadie le impediría estar con Irene.
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