Capítulo 11
Geta detectó las miradas de Acacius y Lucilla sobre Irene, mientras su hermano lo observaba fijamente. Caracalla estaba molesto. Bastante a decir verdad. Se acercó a él y Caracalla se levantó para alejarse. Cruzó los brazos y caminó deprisa hasta otro salón. Geta miró a Irene. Tenía que dejarla sola con Acacius y Lucilla para poder hablar con su hermano. Así que lo siguió. Cuando Caracalla estaba molesto o algo lo ponía mal se ocultaba debajo de las mesas. Primero vio a Dundus, aferrándose a los mechones pelirrojos del cabello de su hermano, que estaba sentado en el piso, abrazando sus piernas.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Yo también soy emperador —soltó Caracalla, herido—. Parece que lo has olvidado. Me haces esperar como a los demás.
—Tienes razón —aceptó Geta—. Evitaré hacerlo. Estaré a tiempo para los juegos de mañana y las reuniones con el senado y Acacius.
—No es solo eso —Caracalla lo miró—. Esa doncella, quiero que se vaya.
—Esa doncella es mía —le recordó Geta—. No puede irse.
—Era de Acacius —dijo Caracalla—. Ella está mejor con él que contigo.
—¿Por qué dices eso?
—Los vi abrazarse —Caracalla ocultó su rostro entre sus piernas—. Ellos tienen eso que nosotros no tenemos.
—¿De qué hablas?
—Yo fui quién mandó a Acacius a buscarte —Caracalla salió de debajo de la mesa—. Me aburrí de esperar y los vi. Él parecía protegerla con su cuerpo. ¿Por eso se la quitaste y pasas tanto tiempo con ella?
—Se la quité porque podía hacerlo —Geta sujetó el rostro de su hermano y se dio cuenta de lo roto que estaba por dentro—. Sabes como soy con las doncellas que deseo. Todo lo que hago.
—Aún así es diferente —Caracalla movió la cabeza para que Geta lo soltara—. Tú eres diferente. No me la compartes como con las otras doncellas. La llevas a todas partes. Duermes con ella. La besas de otra forma. Te pones celoso cada que Acacius está cerca de ella. Ni siquiera disfrutaste de los juegos.
—¿No la dejé con él para venir a verte? —le recordó Geta—. Hermano, créeme. Ella solo es una doncella. Cuando me aburra, dejaré que juegues con ella.
Caracalla no se convenció del todo. Intuyó que Geta le estaba ocultando algo respecto a su doncella. Aún así, iba a dejar que la tuviera. Eso era ganancia para él. Si no podía quitarle sus cosas a su hermano, podía tomarlas prestadas. La idea de pasar alguna noche con Irene mejoró su humor, así que salió de su escondite. Llamó a gritos a una de las doncellas y pidió que sirvieran el banquete. Geta quería volver al salón principal, pero siguió a su hermano hasta el comedor. Tomó asiento y bebió un poco de vino para relajarse. Estaba preocupado por su conversación con Caracalla.
Geta era consciente de lo que Irene y Acacius tenían. Los motivos reales detrás de su decisión de llevarla al Palacio. Su deseo oculto de ganarse el cariño que la doncella tenía por el general. Su hermano tenía razón. Ellos no conocían el amor. No sabían lo que era perder a alguien que amaban. O cómo era que alguien más se preocupara por ti de forma genuina. Las personas que los cuidaban lo hacían por lo que representaban. Y los que los amaban, lo hacían porque les temían. Geta no sabía si con Irene pasaba lo mismo. Estaba casi seguro de que no le tenía miedo. O si lo tenía era muy buena ocultándolo. Miró a su alrededor cuando la comida comenzó a llegar. No había rastro de Irene, Lucilla o Acacius.
—Solo estaremos tú y yo —dijo Caracalla, respondiendo al pensamiento de su hermano.
Acacius estaba inquieto. Daba vueltas por todo el salón mientras esperaban que los emperadores regresaran. Quería hablar con Irene. Preguntarle lo que había sucedido en el palco. Lucilla estaba sentada a lado de Irene, que jugueteaba con sus dedos. Al cabo de un rato, una doncella se acercó a ellos para avisarles que los emperadores ya no volverían. Eso fue suficiente para Acacius. Hizo un gesto para Irene y Lucilla que lo siguieron hasta uno de los jardines del Palacio.
—Aquí podremos hablar —dijo Acacius, tomando el brazo de Lucilla—. Si preguntan, diremos que estamos dando un paseo.
—¿Qué tan raro es que no hayan vuelto? —preguntó Irene.
—No tanto —habló Lucilla—. Suelen dejarnos ir en cuanto los juegos terminan. Lo raro fue que Geta nos dejara esperando. ¿Qué sucedió?
—Pensé que me lanzaría por el borde —confesó Irene—. Tuve que abrazarme a él por si lo hacía. Me agarre a su ropa y a su cuerpo tan fuerte que quedamos a centímetros de distancia. Fue un impulso… Creo. Pero lo besé. Y él me correspondió.
—Irene —Lucilla se separó de Acacius y la tomó de las manos—. No olvides quién es él. Y lo que puede hacer.
—Ya lo sé —Irene estaba cansada de escuchar lo mismo una y otra vez—. Él no siente nada serio por mí y yo intento guardar mi corazón como me pidió mi padre. Es solo que… Nunca me había sentido así.
—Te estás enamorando —dijo Lucilla, acariciando el rostro de Irene—. Y temo decirte que el emperador parece igual de confundido que tú. Por eso es que deben ser más cuidadosos. El palacio tiene muchos ojos y oídos. Podrán ser buenos mintiendo, pero eres igual a tu padre, Irene. Tu mirada habla por sí sola.
—¿Eso qué significa? —soltó Acacius, ofendido.
—Significa que en su mirada se encuentra la verdad —explicó Lucilla, sonriéndole a su esposo—. Si Caracalla o Geta les ponen demasiada atención, sabrán quién eres Irene. Y si Caracalla te sigue observando con Geta, conocerá tus sentimientos.
—En Roma, sentir amor es un arma de doble filo —continuó Acacius—. Nosotros podemos estar juntos a cambio de que yo sea quién traiga gloria a Roma a través de sus conquistas. Contigo es diferente porque nadie sabe que eres mi hija. Si lo supieran querrían hacerme daño a través de ti.
—¿Qué puedo hacer? —Irene sonaba rota—. No puedo ignorar a mi corazón. Y aunque lo haga, mi cuerpo es demasiado débil. Cada que Geta me toca, olvidó quién soy.
—Caracalla me preguntó si te quería de vuelta —recordó Acacius—. Quizá, a través de él, puedas salir de aquí.
—Geta no va a dejar que se vaya, Acacius. Mucho menos ahora que está tan cerca de conseguir lo que siempre ha querido.
Acacius ya no dijo más. Atrajó a Irene a su pecho y la abrazó. Extendió su mano para alcanzar a Lucilla y también la atrajó a su cuerpo. Abrazó a las dos mujeres que más quería en todo Roma y cerró los ojos. La respiración de ambas lo calmó. El aroma a rosas y lavanda inundó su nariz y apretó más el agarre. Irene tenía sus manos alrededor de su cintura, mientras Lucilla sujetaba a Irene y recargaba su cabeza en el hombro de Acacius. Cuando los tres estaban en casa, Acacius acostumbraba abrazarlas de ese modo. Era una forma de calmar su ansiedad y la culpa que lo invadía con cada conquista y muerte que ocasionaba. Ellas eran su lugar seguro. Perder a cualquiera de las dos lo haría perder una parte de él. ¿Por quién regresaría a casa si no fuera por ellas? Tragó saliva, sin poder quitarse el nudo de la garganta.
Unos metros arriba de ellos, Geta y Caracalla disfrutaban del paisaje, de la manera en la que el Coliseo se alzaba imponente sobre toda Roma. Ellos se querían a su modo, pero no era común que lo mostraran abiertamente. Caracalla le sonrió a su hermano y Geta le devolvió el gesto. Se agachó sobre el borde y pensó que a Irene le gustaría la vista. ¿Dónde estaría ahora? Esperaba verla en su habitación. Tenía toda la intención de continuar lo que quedó pendiente en el palco real. Acarició el borde, rememorando la calidez de los labios de Irene contra los suyos y los vio. Ahí, justo debajo de sus narices, distinguió a Acacius. Estaba con Lucilla y con Irene. Parecía hablar con ellas. Geta entendió que mientras Acacius estuviera cerca, Irene volvería a su brazos. No se entregaría a él. Él general era como un ancla que le impedía dejarse llevar.
Ya iba siendo hora de que Acacius saliera de Roma.
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Hola 😏
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