Capítulo 10
Al terminar los juegos, Acacius y Lucilla fueron los primeros en salir del palco. Irene no pudo seguirlos ya que debía esperar a los emperadores, que estaban felicitando a los ganadores de los juegos y recibiendo la gloria del pueblo. Pensó por un momento en ir tras su padre y esperar a Geta en el salón principal, pero para evitar algún problema mayor se quedó en la sombra, con Dundus sobre su cabeza. Caracalla fue el primero en acercarse. Estaba medio achispado por el vino que había tomado. Estiró la mano para acariciar a Dundus y enredó un mechón del cabello de Irene entre sus dedos.
—Buena chica —dijo, tomando a Dundus.
Irene se inclinó en una leve reverencia mientras Caracalla pasaba a su lado. El bullicio del Coliseo comenzó a disminuir hasta que el silencio invadió el lugar. Comenzó a juguetear con sus dedos, nerviosa por la falta de movimiento de Geta. ¿Qué estaría haciendo? Dio un paso al frente y estiró su mano para tocarle el hombro.
Geta leyó sus intenciones y volteó antes, tomándole la mano. La jaló hacia él, hasta la orilla del palco. Irene pudo ver la sangre que cubría la mayor parte de la arena y unos hombres que arrastraban los cuerpos lejos de ahí. Se le revolvió el estómago ante el olor a muerte y se movió para alejarse de ahí. Quedó de frente a Geta y le sujetó la cintura, siguiendo su instinto de supervivencia ante la duda de si la empujaría por la borda.
—Deberíamos volver —dijo, asustada.
—Me gusta aquí —respondió Geta, dando un paso al frente, acortando la distancia entre Irene y la orilla—. Me recuerda quién soy.
Irene se aferró a la cintura de Geta. Podía sentir el borde en su espalda baja y cómo el emperador se inclinaba hacia ella, como si estuviera midiendo cuánta fuerza necesitaría para hacerla caer. Los dedos de Geta se deslizaron hasta su espalda. Con la mano derecha le tomó la nuca y la inclinó sobre el borde. Irene, en un acto reflejo, envolvió con su brazo izquierdo el cuello del emperador y con la mano derecha se sujetó a sus ropas. Geta sonrió, satisfecho por la posición y la movió hacía adelante, haciendo que sus rostros quedaran a centímetros de distancia. Irene se remojó los labios, sin saber muy bien cómo reaccionar. La adrenalina que llenaba su cuerpo tenía su corazón latiendo a mil por hora y la respiración parecía faltarle. Notó como la nuez de Adán de Geta temblaba un poco y como su mirada iba directo a sus labios. Irene era capaz de sentir la calidez de su aliento sobre sus labios. Observó su rostro. Sus ojos, remarcados por un delineado negro, eran intensos. La corona bajaba su cabello hacia su frente. Tenía la mandíbula apretada, lo que remarcaba sus facciones.
Irene apretó el agarre de las ropas y se acercó más a él. Sus narices se rozaban lo suficiente para saber que un movimiento bastaba para que sus labios se unieran. Geta meditó las consecuencias de besarla en el Palco Real. A pesar de que no era la primera vez que experimentaba el placer carnal ahí mismo, estar ahí con Irene era diferente. Abrió su boca, decidido a saborear aunque sea un poco de sus labios. Quería hacerlo, pero cada vez que ella lo hacía sentir algo, él deseaba ir más allá.
La mente de Irene solo pensaba en Geta. En cómo se sentirían sus labios sobre los suyos. Verlo abrir la boca fue la señal que necesitaba. Se inclinó hacia delante y lo besó. Cerró los ojos y disfrutó el sabor a vino sin sentirse mareada. Geta se sorprendió por la iniciativa de Irene y aprovechó para introducir su lengua en la boca de Irene y explorar cada centímetro. Su cuerpo gritaba por ella. Se separó unos segundos y volvió a atrapar su boca. Irene lo abrazó fuerte. Ella también lo deseaba. Anhelaba que volviera a recorrer su piel y que sus manos la tocaran. El pensamiento pasó por la mente del emperador. Sería fácil. La pondría de espalda contra él, la inclinaría sobre el borde, le levantaría el vestido y... De solo imaginarlo su miembro se endureció. Irene lo sintió en su vientre. Jadeó y Geta le mordisqueó el labio inferior. Dejó que se deslizara entre sus dientes y la soltó. Geta sintió su estómago entregarse al vacío. Ya no la besaba. Aún así su corazón seguía latiendo con fuerza. Y la vio. Esa maldita sonrisa.
—Vamos —gruñó a Irene—. Nos están esperando.
Acacius caminó de un lado a otro, ansioso por la tardanza de Geta e Irene. ¿Qué podrían estar haciendo? Caracalla ya estaba ahí. Miró hacia el Coliseo. Sabía las historias de Geta en el Palco Real, así que pensó en volver. Lucilla le sujetó la mano al verlo alejarse. No podía ir tras Irene. Debía esperar. Caracalla parecía ingenuo, pero era bastante inteligente. Llevaba rato observando al general. Un paso en falso y lo acusarían de traición.
—Debes calmarte —le pidió Lucilla.
—Eso intentó —murmuró Acacius—. Pero, dejarlos solos no es bueno para ellos. El Coliseo tiene muchos ojos.
Lucilla soltó una risa, divertida. No era el momento, pero le pareció tierno ver el lado protector de Acacius. Ya no era el general del ejército romano, era un padre preocupado por su hija. Le tomó ambas manos y lo hizo mirarla. Acacius liberó la tensión de sus hombros y se resignó. Debía esperar, así que tomó asiento.
—Mi hermano últimamente no es él mismo —habló Caracalla—. Es… Molesto.
Acacius lo observó. Tenía un brillo travieso en los ojos. Sabía que los gemelos envidiaban las cosas del otro e Irene era toda de su hermano. Eso añadía un obstáculo extra a su inutil intento de sacar a Irene de ahí. Cada segundo que Geta e Irene pasaban solos, la esperanza de salvar a su hija se desvanecía. Si Geta se aburría su hermano se quedaría con ella. Y si los dos la encontraban inservible, la matarían. No iba a devolvérsela. Ellos no funcionaban así. Todo lo que tomaban lo rompían.
—¿Quisieras tener a tu doncella de vuelta? —preguntó Caracalla.
Acacius iba a responder, pero un ruido cercano llamó su atención. Geta entró al salón, con Irene siguiéndolo de cerca. Lucilla fue la primera en notar como las manos de ambos estaban entrelazadas. Irene venía agachada, pero distinguió la sonrisa que cubría su rostro. Miró a Geta. Una leve sombra de felicidad cubría su rostro. Al llegar con ellos soltaron sus dedos y retomaron su postura. Lucilla observó a Acacius. Entendió a lo que se refería y los motivos de su preocupación. Irene y Geta se estaban volviendo más cercanos. Podía verlo en sus ojos. Más que una relación de poder donde él era emperador y ella doncella, veía a una pareja de jóvenes que estaban a punto de enamorarse.
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