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Capítulo 1

La mancha de vino parecía sangre sobre su torso. Cualquiera lo hubiera tomado como un mal presagio, pero Irene no creía en esas cosas. Sintió como la delgada tela de su vestido se pegaba a su piel y notó la excitación del emperador Geta al descubrir la silueta de su cuerpo que pidió más vino. Ni siquiera se movió cuando le vacío la copa, justo en el pecho. Geta prestó atención a la forma en la que el líquido remarcaba las curvas de la doncella y se levantó para acercarse. Irene se mantuvo firme y en ningún momento bajó la mirada, cosa que sorprendió al emperador. Estaba acostumbrado a que las doncellas temblaran y se inclinaran ante su presencia. Estiró la mano y con solo el dedo índice acarició el cuello de Irene, bajó hasta su pecho y remarcó la forma de sus senos hasta su vientre. Detuvo su movimiento antes de llegar a la entrepierna y sonrió. Los presentes a su alrededor exhalaron, sorprendidos por la acción del emperador sobre la chica y Caracalla, el hermano de Geta y también emperador, soltó una risotada y aplaudió emocionado por el espectáculo. 

—¡Es mi turno! —gritó Caracalla. 

Lucilla estaba buscando a Irene cuando escuchó el bullicio de los emperadores. Parecían discutir mientras Irene estaba parada frente a ellos con el vestido manchado de un color oscuro. Corrió a buscar a Acacius, que hablaba con algunos senadores sobre el futuro de Roma, y le avisó lo que sucedía. El general del Ejército Romano fue directo a donde estaba Irene y un instinto protector lo invadió al ver cómo los emperadores estaban jugando con ella, derramando vino encima de su vestido. Ni siquiera se detuvo a preguntar lo que sucedía. Se abrió pasó entre la gente, se quitó la capa y cubrió a Irene con ella. 

—¿La conoces? —preguntó Geta.

—Es doncella de Lucille, Alteza —respondió Acacius, intentando no sonar molesto. 

—La quiero —dijo, señalando a Irene.

—Puedo ofrecerle a otras doncellas, ella aún es inexperta y no va a serle útil para sus propósitos. 

—¡Un brindis por Marcus Acacius! —gritó Geta, levantando su copa—. Por ser valiente dentro y fuera del campo de batalla. 

Lucilla se acercó a Acacius antes de que hiciera algo de lo que podía arrepentirse. Geta detectó el gesto y se rió tan fuerte que su hermano también comenzó a hacerlo. Era irónico que un hombre como Acacius tuviera en tan alta estima a una doncella y que la misma Lucilla fuera consciente de eso.  Ahora disfrutaría aún más llevársela al Palacio.

—La doncella vendrá conmigo —ordenó Geta—. La tomaré como un regalo de buena fe por la gloria de Roma. 

—Cómo usted ordene—aceptó Acacius.

—¡Por la gloria de Roma! —gritó Caracalla.

Los emperadores brindaron y volvieron a sus asientos cómo si nada hubiera pasado. Lucilla tomó a Irene del hombro y le indicó que era seguro alejarse. Irene caminó hasta su habitación. Soltó la capa y sintió el frío colarse en sus huesos. El miedo también invadió su cuerpo. Se dio cuenta que estaría sola con los emperadores, quienes la mojaron con vino por pura diversión. ¿Qué más podían ser capaces de hacer? Se dejó caer en su cama y se abrazó a sí misma. Era imposible negarse y escapar sería demasiado sospechoso. 

—Lo siento —escuchó. Acacius la miraba desde la puerta—. No he podido protegerte. 

Irene se levantó y rodeó a Acacius con sus brazos, que la apretó contra su pecho. El calor de él logró mitigar el frío que sentía y calmó un poco a su acelerado corazón. Acacius acarició el cabello de Irene cuando la sintió temblar entre sus brazos. La joven lloraba en silencio, llena de impotencia. Acacius cerró los ojos, intentando ser fuerte. Temía que algo pudiera pasarle a Irene. Sabía de lo que los emperadores eran capaces. Sobretodo Geta, quien era el más cuerdo de los dos. La única ventaja de Irene era el temple de su corazón. Se separó y tomó el rostro de Irene con ambas manos. Era idéntica a su madre, un amor del pasado de Acacius, a la que abandonó por el sueño de llegar a Roma. Besó su frente y un escalofrío recorrió su espalda al darse cuenta de que la mancha en el vestido de Irene era demasiado parecida a la sangre.

—Acacius, ya es hora —avisó Lucille.

Vio en los ojos del hombre que amaba el dolor de la pérdida. Ambos sabían que salvar a Irene del destino que los dioses formaron para ella sería condenarse a si mismos. Lucilla entendió el sentir de Acacius, ella misma tuvo que renunciar a su hijo con tal de que estuviera a salvo. Pensó en cuántas madres y padres perdieron a sus hijos por la gloria de Roma y tragó saliva para aflojar el nudo en su garganta. Irene recogió la capa de Acacius y se la extendió. Él la rechazó, a lo que Irene se envolvió con ella. Fue con Lucilla, a quien también abrazó y salió con ella hasta el patio principal donde los emperadores esperaban. 

—Por la gloria de Roma —dijo Lucilla, llamando la atención de todos—. Damos a los emperadores a una doncella para que les sirva en sus propósitos. 

Irene se inclinó en una reverencia. Geta sonrió satisfecho, tomó su espada y la recargó en las manos de Irene hasta que soltó la capa.  Acacius notó como los nudillos de Irene sangraban y no pudo hacer otra cosa más que acercarse para quitar la capa del camino. Una vez que todos se fueron, el hogar de Acacius y Lucilla se cubrió en silencio. Solo si prestabas atención, escucharías entre los sonidos de la noche los sollozos de un padre que ha perdido a su hija. 

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