ᐢ O1.
Durante veinte años, aquella cabaña vieja y desvencijada había sido el único refugio de Lisa. Aislada a propósito del resto de las viviendas del pueblo, representaba más que una simple vivienda: era una prisión. La madera estaba carcomida por el tiempo, y el techo apenas resistía las lluvias, dejando entrar el frío que se sentía como agujas en las noches de invierno. Apenas había un sofá desgastado, una cama pequeña y una cocina rudimentaria con provisiones que nunca alcanzaban para más de unos días. Allí, Lisa había aprendido a subsistir, sola y olvidada, sin otra compañía que el eco de sus propios pensamientos.
Se había acostumbrado a la monotonía, al silencio y a la soledad, pero nunca dejó de sentir el peso de su condena. Sabía que cada día que pasaba la acercaba al momento que todos en la manada esperaban: el día en que finalmente la despojarían de todo y la desterrarían como una sombra que nunca debió existir.
Esa mañana, el aire dentro de la cabaña estaba tenso. Lisa estaba sentada en el viejo sofá, abrazando sus piernas delgadas contra su pecho. Su cuerpo temblaba, no solo por el frío, sino por el miedo que le revolvía las entrañas. Podía escuchar el murmullo de voces afuera, acercándose a la puerta. Los tonos graves de los alfas guardianes, la voz seca de la anciana sabia, y, en medio de todo, los susurros inconfundibles de sus padres.
Sus orejitas se bajaron instintivamente. Cerró los ojos con fuerza, tratando de bloquear los recuerdos que la atormentaban desde aquel fatídico día cuando, apenas siendo una niña, escuchó aquellas palabras que nunca olvidaría:
¡Esta omega no sirve! ¡Es una deshonra!
No sabía si quería llorar, gritar, o simplemente desaparecer, pero su cuerpo no se movió. Permaneció inmóvil en el sofá hasta que el sonido metálico del picaporte al girarse la hizo encogerse aún más. La puerta se abrió de golpe, y los dos guardianes alfas entraron. Su presencia llenó el espacio con una energía abrumadora, una mezcla de autoridad y frialdad. Lisa ni siquiera levantó la vista, pero el olor familiar de sus padres y de la anciana la golpeó como una bofetada.
—Párate. —ordenó uno de los guardianes con un tono cortante.
Lisa dudó un segundo antes de obligar a su cuerpo a obedecer. Sus piernas temblaban mientras se ponía de pie, insegura y desorientada. Mantuvo la cabeza baja, incapaz de mirar a nadie a los ojos. El peso de su condición la aplastaba. ¿Qué derecho tenía de alzar la vista cuando todos los presentes la consideraban una vergüenza viviente?
Sin más palabras, los guardianes la tomaron de las manos con brusquedad. Lisa intentó resistirse por instinto, pero su fuerza no era rival para la de los alfas. Mientras la sacaban de la cabaña, imágenes de su infancia asaltaron su mente, como dagas clavándose en su pecho. Los gritos, los murmullos, las miradas de desprecio... Todo volvía con una intensidad desgarradora.
Cuando cruzaron el umbral de la cabaña, el sol la cegó momentáneamente. Afuera, el ambiente era opresivo. Había una multitud reunida alrededor de un claro en el bosque, todos con expresiones de curiosidad y juicio en sus rostros. La llevaron hasta el centro, donde la esperaba la anciana sabia. Lisa apenas pudo sostenerse en pie mientras los guardianes la empujaban hacia ella.
La anciana, con sus ojos pequeños y fríos como el acero, la miró con una mezcla de disgusto y superioridad. Tomó su mentón con dedos huesudos, obligándola a alzar la mirada. Los ojos de Lisa brillaban con lágrimas contenidas, pero su rostro reflejaba resignación.
—Hoy, el pueblo por fin despojará la deshonra de la manada. —anunció la anciana, su voz resonando con autoridad en el claro.
Lisa tragó saliva con dificultad. Sabía que este día llegaría, pero nunca imaginó que el dolor sería tan abrumador. Con el rabillo del ojo, buscó desesperadamente el rostro de su madre entre la multitud. Cuando la encontró, su pecho se contrajo al ver la expresión en su rostro: no había rastro de calidez, solo una máscara fría de desaprobación. Su padre estaba junto a ella, y ambos se giraron sin decir una palabra, alejándose lentamente del lugar.
—Mami... —susurró Lisa, su voz quebrándose. Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. Sus padres no voltearon. No hubo palabras de consuelo, ni una mirada de despedida. Solo el vacío de su ausencia.
—¡Es hora! —declaró la anciana.
El silencio fue roto por los murmullos de la multitud, que pronto se convirtieron en gritos de aprobación. Algunos incluso aplaudieron. Lisa sintió que las fuerzas la abandonaban. Sus rodillas cedieron, y cayó al suelo. Nadie se movió para ayudarla.
La anciana levantó una mano para silenciar a la multitud. Luego señaló a los guardianes, que la levantaron del suelo como si fuera un objeto sin valor. Lisa apenas podía mantenerse en pie, su cuerpo temblaba incontrolablemente, y sus orejitas caídas reflejaban su completa derrota.
—Esta omega será conducida al límite del bosque. A partir de ahora, queda desterrada. Nunca más podrá poner un pie en esta tierra sagrada. —dijo la anciana, mirando a la multitud como si esperara una ovación.
Los guardianes comenzaron a arrastrar a Lisa hacia el bosque. La multitud se abrió a su paso, y las miradas de desprecio y alivio la acompañaron como un peso insoportable. Lisa cerró los ojos, dejando que las lágrimas cayeran sin control. Su mundo se desmoronaba con cada paso que la alejaba de lo único que había conocido, por más frío y solitario que fuera.
Cuando llegaron al borde del bosque, los guardianes la soltaron con brusquedad. Lisa cayó al suelo, su túnica blanca ahora manchada de tierra. Miró hacia atrás una última vez, pero nadie la seguía. Estaba completamente sola.
Los guardianes no dijeron nada más. Uno de ellos sacó una pequeña campanilla de plata y la hizo sonar, un último recordatorio de que la omega imperfecta había sido expulsada. Luego se marcharon sin mirar atrás.
Lisa se quedó allí, sentada en el suelo, con el peso de la soledad aplastándola como nunca antes. Respiró profundamente, intentando calmarse, pero el aire le quemaba los pulmones. Por primera vez, sintió que no tenía un lugar al que pertenecer. Era un alma perdida en medio de un bosque infinito.
Mientras el sol comenzaba a ocultarse, Lisa se levantó con esfuerzo. Miró a su alrededor, sintiendo el silencio del bosque rodearlo. No tenía más remedio que caminar. Con pasos lentos y vacilantes, se adentró en el bosque, sin saber que el destino aún tenía planes para ella.
***
La noche había caído con un manto oscuro, apenas iluminado por la luz fría de la luna. Lisa caminaba tambaleante, sus piernas débiles por el agotamiento y el hambre que la carcomía. La lluvia comenzó de manera repentina, golpeando su cuerpo sin piedad, empapando su cabello y túnica desgastada. Su estómago rugía, exigiendo un alimento que no tenía, mientras sus pasos la llevaban sin rumbo fijo por el denso bosque.
Su garganta estaba seca, como si cada aliento fuese un susurro quemante. Deseaba encontrar agua, aunque fuera un pequeño charco que aliviara la sequedad que la atormentaba. Sin embargo, lo único que la rodeaba era la oscuridad y el sonido de las gotas golpeando las hojas.
El crujido de una rama la sacó de sus pensamientos. Lisa detuvo su andar de inmediato, sus orejas moviéndose con nerviosismo mientras miraba a su alrededor. La tenue luz de la luna apenas alcanzaba a iluminar el camino, y aunque no vio nada, un escalofrío le recorrió la espalda. Se sentía observada, como si los ojos de la noche estuvieran fijos en ella.
Se abrazó con más fuerza, apurando sus pasos. No estás sola. Algo está aquí, pensó, mientras la ansiedad se apoderaba de su cuerpo. Cada sombra parecía alargarse hacia ella, cada sonido se amplificaba en sus oídos. De pronto, escuchó lo que parecían pasos. Lentamente al principio, pero luego, al notar que ella aceleraba, los pasos también lo hicieron.
Tembló. Su instinto de presa la obligó a correr. Corrió con todas sus fuerzas, su respiración se volvía irregular, su pecho dolía con cada inhalación desesperada. Giró la cabeza para mirar atrás, y lo que vio hizo que su corazón casi se detuviera.
Un lobo negro, enorme como una pesadilla, la seguía. Sus ojos rojos brillaban con un destello antinatural, como dos carbones encendidos en medio de la oscuridad.
—No, no, no... —murmuró, sus piernas casi fallando por el pánico que la invadía. Las lágrimas se mezclaban con la lluvia en su rostro, pero no podía detenerse. Su instinto de supervivencia la mantenía corriendo, aunque tropezaba constantemente con raíces y piedras.
—Presa. —gruñó el lobo, su voz grave y llena de hambre resonando como un eco.
Lisa gritó en silencio mientras su cuerpo cambió por instinto a su forma híbrida. Ahora, con orejas y patas más ágiles, se lanzó entre las ramas secas del bosque, buscando cualquier refugio que pudiera salvarla. Se escabulló entre los arbustos, ocultándose lo mejor que pudo. Temblaba, su corazón latiendo tan fuerte que parecía querer escapar de su pecho. El miedo era tan intenso que apenas podía respirar.
El silencio la rodeó de repente. Ya no escuchaba pasos, ni gruñidos, ni el crujir de hojas. Solo el sonido de la lluvia cayendo. Lisa se quedó quieta por un momento, sus orejas alerta. Lentamente asomó su cabeza, tratando de asegurarse de que el lobo había desaparecido.
El bosque parecía vacío.
Quizás se fue... Pensó con cautela, saliendo de las ramas con pasos lentos, sus patas resbalando en el barro húmedo. Su cuerpo temblaba, no solo por el frío, sino por el terror que aún lo tenía preso.
—Quieta. —una voz profunda resonó detrás de ella.
Lisa giró bruscamente, cambiando nuevamente a su forma humana. Su espalda chocó contra el suelo mojado cuando el lobo negro apareció frente a ella, más imponente que nunca. Se acercaba con movimientos lentos y seguros, disfrutando del miedo que Lisa no podía ocultar.
—Parece que disfrutaré de mi cena esta noche. —gruñó el lobo, mostrando sus dientes afilados como cuchillas.
La conejita apretó los puños, tratando de controlar su respiración, aunque era inútil. Su pecho ardía, y las lágrimas seguían cayendo. Los ojos del lobo la analizaban, como si ya hubiera decidido cómo atacarla.
Algo dentro de Lisa despertó. Una chispa de valentía mezclada con puro instinto de sobrevivir. Sin pensarlo, se dio vuelta y corrió nuevamente, ignorando el dolor en sus piernas y el frío que entumecía su cuerpo.
No puedo morir aquí. Quiero vivir.
El bosque se convirtió en un caos de sombras y ramas mientras corría a ciegas. Las lágrimas nublaban su vista, pero no se detuvo. Podía escuchar al lobo detrás de ella, sus gruñidos cada vez más cercanos. El terror la consumía, pero una luz a lo lejos llamó su atención.
Antorchas. Lámparas de queroseno. Era un asentamiento, un lugar que podría ofrecerle refugio, aunque no tenía idea de quiénes vivían allí. Lisa no tuvo tiempo de pensar, solo siguió corriendo hacia las luces con toda la energía que le quedaba.
Cuando cruzó el límite del lugar, chocó contra varios híbridos que estaban alrededor, cayendo finalmente sobre un montón de leña en el centro del campamento. Las astillas se clavaron en sus brazos y rodillas, pero el dolor físico no se comparaba con el pánico que sentía.
—A-Ayuda... —susurró entre sollozos, su voz casi inaudible.
Miró a su alrededor, esperando encontrar un rostro compasivo, alguien que la ayudara. Pero lo que vio la dejó helada. Las miradas que la rodeaban no eran de alivio, sino de sorpresa y alerta. Finalmente, reconoció los rasgos característicos de quienes la miraban: híbridos tigres.
La manada de tigres.
Lisa se encogió sobre sí misma, sus orejas caídas y su cuerpo temblando. Estaba en el territorio de la especie más temida, y sabía que no era bienvenida. Los tigres eran conocidos por su fuerza, su territorialidad y su desconfianza hacia extraños, especialmente hacia presas.
—¿Quién eres? —gruñó un híbrido, acercándose con una expresión severa.
—M-Me s-seguía un lobo... —murmuró, su voz quebrándose.
La multitud comenzó a susurrar, algunos tigres miraban hacia el bosque con recelo, mientras otros mantenían sus ojos fijos en ella, parecían querer devorarla con una sola mirada.
—Llévenla ante JiSoo. —ordenó una voz autoritaria desde la parte trasera del grupo.
Lisa apenas pudo procesar las palabras antes de que dos tigres la levantaran del suelo, sujetándola con fuerza. Su cuerpo se sentía débil, casi sin fuerzas para resistir. Apenas podía caminar mientras la llevaban hacia el centro del campamento.
Por encima de la multitud, vio a una mujer baja pero con un aire imponente, que parecía dominar el lugar. Sus ojos eran dorados, como si guardaran la esencia misma de la selva. Estaba sentada en un tronco, observando a Lisa con una intensidad que la hizo estremecerse.
—¿Quién eres y por qué estás en mi territorio?
Lisa bajó la cabeza, sus lágrimas cayendo al suelo embarrado.
—E-Estaba huyendo... De un lobo... —murmuró, su voz apenas audible.
La tigresa se levantó lentamente, caminando hacia ella con pasos firmes. Sus movimientos eran elegantes, como los de un depredador evaluando a su presa. Cuando estuvo frente a Lisa, la tomó del mentón, obligándola a alzar la mirada.
—¿Omega, estás bien?
El corazón de Lisa latía con fuerza. No sabía si había escapado de un depredador solo para caer en las garras de otro.
¡Gracias por leer!
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