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Capítulo 1
Durante veinte años, aquella cabaña vieja y desvencijada había sido el único refugio de Minnie. Aislada a propósito del resto de las viviendas del pueblo, representaba más que una simple vivienda; era una prisión. La madera estaba carcomida por el tiempo, y el techo apenas resistía las lluvias, dejando entrar el frío que se sentía como agujas en las noches de invierno. Apenas había un sofá desgastado, una cama pequeña y una cocina rudimentaria con provisiones que nunca alcanzaban para más de unos días. Allí, Minnie había aprendido a subsistir, solo y olvidado, sin otra compañía que el eco de sus propios pensamientos.
Se había acostumbrado a la monotonía, al silencio y a la soledad, pero nunca dejó de sentir el peso de su condena. Sabía que cada día que pasaba lo acercaba al momento que todos en la manada esperaban: el día en que finalmente lo despojarían de todo y lo desterrarían como a una sombra que nunca debió existir.
Esa mañana, el aire dentro de la cabaña estaba tenso. Minnie estaba sentado en el viejo sofá, abrazando sus piernas delgadas contra su pecho. Su cuerpo temblaba, no solo por el frío, sino por el miedo que le revolvía las entrañas. Podía escuchar el murmullo de voces afuera, acercándose a la puerta. Los tonos graves de los alfas guardianes, la voz seca de la anciana sabia, y, en medio de todo, los susurros inconfundibles de sus padres.
Sus orejitas se bajaron instintivamente. Cerró los ojos con fuerza, tratando de bloquear los recuerdos que lo atormentaban desde aquel fatídico día cuando, apenas siendo un niño, escuchó aquellas palabras que nunca olvidaría:
"¡Este omega no sirve! ¡Es una deshonra!"
No sabía si quería llorar, gritar, o simplemente desaparecer, pero su cuerpo no se movió. Permaneció inmóvil en el sofá hasta que el sonido metálico del picaporte al girarse lo hizo encogerse aún más. La puerta se abrió de golpe, y los dos guardianes alfas entraron. Su presencia llenó el espacio con una energía abrumadora, una mezcla de autoridad y frialdad. Minnie ni siquiera levantó la vista, pero el olor familiar de sus padres y de la anciana lo golpeó como una bofetada.
-Párate -ordenó uno de los guardianes con un tono cortante.
Minnie dudó un segundo antes de obligar a su cuerpo a obedecer. Sus piernas temblaban mientras se ponía de pie, inseguro y desorientado. Mantuvo la cabeza baja, incapaz de mirar a nadie a los ojos. El peso de su condición lo aplastaba. ¿Qué derecho tenía de alzar la vista cuando todos los presentes lo consideraban una vergüenza viviente?
Sin más palabras, los guardianes lo tomaron de las manos con brusquedad. Minnie intentó resistirse por instinto, pero su fuerza no era rival para la de los alfas. Mientras lo sacaban de la cabaña, imágenes de su infancia asaltaron su mente, como dagas clavándose en su pecho. Los gritos, los murmullos, las miradas de desprecio... todo volvía con una intensidad desgarradora.
Cuando cruzaron el umbral de la cabaña, el sol lo cegó momentáneamente. Afuera, el ambiente era opresivo. Había una multitud reunida alrededor de un claro en el bosque, todos con expresiones de curiosidad y juicio en sus rostros. Lo llevaron hasta el centro, donde lo esperaba la anciana sabia. Minnie apenas pudo sostenerse en pie mientras los guardianes lo empujaban hacia ella.
La anciana, con sus ojos pequeños y fríos como el acero, lo miró con una mezcla de disgusto y superioridad. Tomó su mentón con dedos huesudos, obligándolo a alzar la mirada. Los ojos de Minnie brillaban con lágrimas contenidas, pero su rostro reflejaba resignación.
-Hoy, el pueblo por fin despojará la deshonra de la manada -anunció la anciana, su voz resonando con autoridad en el claro.
Minnie tragó saliva con dificultad. Sabía que este día llegaría, pero nunca imaginó que el dolor sería tan abrumador. Con el rabillo del ojo, buscó desesperadamente el rostro de su madre entre la multitud. Cuando la encontró, su pecho se contrajo al ver la expresión en su rostro: no había rastro de calidez, solo una máscara fría de desaprobación. Su padre estaba junto a ella, y ambos se giraron sin decir una palabra, alejándose lentamente del lugar.
-Mami... -susurró Minnie, su voz quebrándose. Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. Sus padres no voltearon. No hubo palabras de consuelo, ni una mirada de despedida. Solo el vacío de su ausencia.
-¡Es hora! -declaró la anciana.
El silencio fue roto por los murmullos de la multitud, que pronto se convirtieron en gritos de aprobación. Algunos incluso aplaudieron. Minnie sintió que las fuerzas lo abandonaban. Sus rodillas cedieron, y cayó al suelo. Nadie se movió para ayudarlo.
La anciana levantó una mano para silenciar a la multitud. Luego señaló a los guardianes, que lo levantaron del suelo como si fuera un objeto sin valor. Minnie apenas podía mantenerse en pie, su cuerpo temblaba incontrolablemente, y sus orejitas caídas reflejaban su completa derrota.
-Este omega será conducido al límite del bosque. A partir de ahora, queda desterrado. Nunca más podrá poner un pie en esta tierra sagrada -dijo la anciana, mirando a la multitud como si esperara una ovación.
Los guardianes comenzaron a arrastrar a Minnie hacia el bosque. La multitud se abrió a su paso, y las miradas de desprecio y alivio lo acompañaron como un peso insoportable. Minnie cerró los ojos, dejando que las lágrimas cayeran sin control. Su mundo se desmoronaba con cada paso que lo alejaba de lo único que había conocido, por más frío y solitario que fuera.
Cuando llegaron al borde del bosque, los guardianes lo soltaron con brusquedad. Minnie cayó al suelo, su túnica blanca ahora manchada de tierra. Miró hacia atrás una última vez, pero nadie lo seguía. Estaba solo. Completamente solo.
Los guardianes no dijeron nada más. Uno de ellos sacó una pequeña campanilla de plata y la hizo sonar, un último recordatorio de que el omega imperfecto había sido expulsado. Luego se marcharon sin mirar atrás.
Minnie se quedó allí, sentado en el suelo, con el peso de la soledad aplastándolo como nunca antes. Respiró profundamente, intentando calmarse, pero el aire le quemaba los pulmones. Por primera vez, sintió que no tenía un lugar al que pertenecer. Era un alma perdida en medio de un bosque infinito.
Mientras el sol comenzaba a ocultarse, Minnie se levantó con esfuerzo. Miró a su alrededor, sintiendo el silencio del bosque rodearlo. No tenía más remedio que caminar. Con pasos lentos y vacilantes, se adentró en el bosque, sin saber que el destino aún tenía planes para él.
ᐢ..ᐢ
La noche había caído con un manto oscuro, apenas iluminado por la luz fría de la luna. Minnie caminaba tambaleante, sus piernas débiles por el agotamiento y el hambre que lo carcomía. La lluvia comenzó de manera repentina, golpeando su cuerpo sin piedad, empapando sus cabellos dorados y su túnica desgastada. Su estómago rugía, exigiendo un alimento que no tenía, mientras sus pasos lo llevaban sin rumbo fijo por el denso bosque.
Su garganta estaba seca, como si cada aliento fuese un susurro quemante. Deseaba encontrar agua, aunque fuera un pequeño charco que aliviara la sequedad que lo atormentaba. Sin embargo, lo único que lo rodeaba era la oscuridad y el sonido de las gotas golpeando las hojas.
El crujido de una rama lo sacó de sus pensamientos. Minnie detuvo su andar de inmediato, sus orejas moviéndose con nerviosismo mientras miraba a su alrededor. La tenue luz de la luna apenas alcanzaba a iluminar el camino, y aunque no vio nada, un escalofrío le recorrió la espalda. Se sentía observado, como si los ojos de la noche estuvieran fijos en él.
Se abrazó con más fuerza, apurando sus pasos. No estás solo. Algo está aquí, pensó, mientras la ansiedad se apoderaba de su cuerpo. Cada sombra parecía alargarse hacia él, cada sonido se amplificaba en sus oídos. De pronto, escuchó lo que parecían pasos. Lentamente al principio, pero luego, al notar que él aceleraba, los pasos también lo hicieron.
Tembló. Su instinto de presa lo obligó a correr. Corrió con todas sus fuerzas, su respiración se volvía irregular, su pecho dolía con cada inhalación desesperada. Giró la cabeza para mirar atrás, y lo que vio hizo que su corazón casi se detuviera.
Un lobo negro, enorme como una pesadilla, lo seguía. Sus ojos rojos brillaban con un destello antinatural, como dos carbones encendidos en medio de la oscuridad.
-No, no, no... -murmuró, sus piernas casi fallando por el pánico que lo invadía. Las lágrimas se mezclaban con la lluvia en su rostro, pero no podía detenerse. Su instinto de supervivencia lo mantenía corriendo, aunque tropezaba constantemente con raíces y piedras.
-Presa -gruñó el lobo, su voz grave y llena de hambre resonando como un eco.
Minnie gritó en silencio mientras su cuerpo cambió por instinto a su forma híbrida. Ahora, con orejas y patas más ágiles, se lanzó entre las ramas secas del bosque, buscando cualquier refugio que pudiera salvarlo. Se escabulló entre los arbustos, ocultándose lo mejor que pudo. Temblaba, su corazón latiendo tan fuerte que parecía querer escapar de su pecho. El miedo era tan intenso que apenas podía respirar.
El silencio lo rodeó de repente. Ya no escuchaba pasos, ni gruñidos, ni el crujir de hojas. Solo el sonido de la lluvia cayendo. Minnie se quedó quieto por un momento, sus orejas alerta. Lentamente asomó su cabeza, tratando de asegurarse de que el lobo había desaparecido.
El bosque parecía vacío.
Quizás se fue... pensó con cautela, saliendo de las ramas con pasos lentos, sus patas resbalando en el barro húmedo. Su cuerpo temblaba, no solo por el frío, sino por el terror que aún lo tenía preso.
-Quieto -una voz profunda resonó detrás de él.
Minnie giró bruscamente, cambiando nuevamente a su forma humana. Su espalda chocó contra el suelo mojado cuando el lobo negro apareció frente a él, más imponente que nunca. Se acercaba con movimientos lentos y seguros, disfrutando del miedo que Minnie no podía ocultar.
-Parece que disfrutaré de mi cena esta noche -gruñó el lobo, mostrando sus dientes afilados como cuchillas.
El conejito apretó los puños, tratando de controlar su respiración, aunque era inútil. Su pecho ardía, y las lágrimas seguían cayendo. Los ojos del lobo lo analizaban, como si ya hubiera decidido cómo atacarlo.
Algo dentro de Minnie despertó. Una chispa de valentía mezclada con puro instinto de sobrevivir. Sin pensarlo, se dio vuelta y corrió nuevamente, ignorando el dolor en sus piernas y el frío que entumecía su cuerpo.
No puedo morir aquí. Quiero vivir.
El bosque se convirtió en un caos de sombras y ramas mientras corría a ciegas. Las lágrimas nublaban su vista, pero no se detuvo. Podía escuchar al lobo detrás de él, sus gruñidos cada vez más cercanos. El terror lo consumía, pero una luz a lo lejos llamó su atención.
Antorchas. Lámparas de queroseno. Era un asentamiento, un lugar que podría ofrecerle refugio, aunque no tenía idea de quiénes vivían allí. Minnie no tuvo tiempo de pensar, solo siguió corriendo hacia las luces con toda la energía que le quedaba.
Cuando cruzó el límite del lugar, chocó contra varios híbridos que estaban alrededor, cayendo finalmente sobre un montón de leña en el centro del campamento. Las astillas se clavaron en sus brazos y rodillas, pero el dolor físico no se comparaba con el pánico que sentía.
-A-ayuda... -susurró entre sollozos, su voz casi inaudible.
Miró a su alrededor, esperando encontrar un rostro compasivo, alguien que lo ayudara. Pero lo que vio lo dejó helado. Las miradas que lo rodeaban no eran de alivio, sino de sorpresa y alerta. Finalmente, reconoció los rasgos característicos de quienes lo miraban: híbridos tigres.
La manada de tigres.
Minnie se encogió sobre sí mismo, sus orejas caídas y su cuerpo temblando. Estaba en el territorio de la especie más temida, y sabía que no era bienvenido. Los tigres eran conocidos por su fuerza, su territorialidad y su desconfianza hacia extraños, especialmente hacia presas.
-¿Quién eres? -gruñó un híbrido, acercándose con una expresión severa.
-M-me s-seguía un lobo... -murmuró, su voz quebrándose.
La multitud comenzó a susurrar, algunos tigres miraban hacia el bosque con recelo, mientras otros mantenían sus ojos fijos en él, parecían querer devorarlo con una sola mirada.
-Llévenlo ante Jungkook -ordenó una voz autoritaria desde la parte trasera del grupo.
Minnie apenas pudo procesar las palabras antes de que dos tigres lo levantaran del suelo, sujetándolo con fuerza. Su cuerpo se sentía débil, casi sin fuerzas para resistir. Apenas podía caminar mientras lo llevaban hacia el centro del campamento.
Por encima de la multitud, vio a un hombre alto y robusto, con un aire imponente que parecía dominar el lugar. Sus ojos eran dorados, como si guardaran la esencia misma de la selva. Estaba sentado en un tronco, observando a Minnie con una intensidad que lo hizo estremecerse.
-¿Quién eres y por qué estás en mi territorio?
Minnie bajó la cabeza, sus lágrimas cayendo al suelo embarrado.
-E-estaba huyendo... de un lobo... -murmuró, su voz apenas audible.
El tigre se levantó lentamente, caminando hacia él con pasos firmes. Sus movimientos eran elegantes, como los de un depredador evaluando a su presa. Cuando estuvo frente a Minnie, lo tomó del mentón, obligándolo a alzar la mirada.
-¿Omega, estás bien?
El corazón de Minnie latía con fuerza. No sabía si había escapado de un depredador solo para caer en las garras de otro.
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