—¿No puedes dejar el móvil, aunque sea unos segundos? —pregunté irritada a mi madre. Sus desafiantes ojos se percataron en mi como si se hubiese olvidado de mi existencia. Apuró la llamada resignada.
—Era algo urgente, cariño. —Se apartó el pelo dorado de la cara, y se centró en mí. Su única y "amada" hija—. Sabes lo importante que son los negocios para la familia.
—Irte de copas con tus amigas no se puede considerar un negocio, mamá.
Sonrió.
—¿Qué sería de los negocios sin contactos? Algún día entenderás la importancia de las relaciones en estos asuntos —usó su típico tono de madre sabelotodo. Luché por no reír—, todo a su debido momento, por ahora, es importante que termines tu año en el internado, y por supuesto, que Matthew y tú formalices vuestra relación.
—No compares lo nuestro con negocios, mamá —le espeté.
Miré a través de la ventanilla del coche el camino del bosque, observé a lo lejos el imponente internado de estilo renacentista en el que había pasado estos últimos tres años. Se podría decir que volvía a casa, ya que había sido más hogar que las últimas tres casas en las que había vivido con mis padres.
Estaba eufórica por volver. Sabía que sonaba antinatural, pero era el único sitio en el mundo en el que me sentía realmente bien. Y por supuesto, estaba deseando volver a ver a mis mejores amigas. Un verano lejos de ellas era todo lo que podía soportar. Por suerte, las tecnologías nos mantenían al día a miles de kilómetros.
Mi madre empezó con su ritual de todos los años: recordarme la importancia de la imagen para asegurarse que me convirtiera en toda una mujercita. Eran los pocos minutos que me dedicaba al año. Para ella, el internado era la solución a todos sus problemas: me quitaba de en medio y se aseguraba que su hija hiciese contactos con los hijos de las personas más influyentes del mundo. Como los padres de mi novio.
Tras ver alejarse la limusina con mi madre, subí mis maletas a las habitaciones. Una vez dentro, me permití unos segundos para admirar el lugar. Todo estaba exactamente como lo dejamos hace unos meses. Se respiraba el aire a hogar que tanto había echado de menos. Relajé los hombros por primera vez en horas. Notaba la tensión acumulada por estar junto a mi madre.
Como todos los años era una de las primeras en llegar al internado. Las vacaciones de verano habían terminado y era hora de volver a clase. Sonreí ante el nuevo año que me esperaba por delante. La mayoría de los adolescentes odiaban volver a la rutina, y menos si eso significaba estar encerrados en un internado al sur de Inglaterra, lejos de sus familiares y amigos. Para mí, eso era exactamente lo que me emocionaba; los kilómetros que habría entre mis padres y yo.
Entré arrastrando la maleta y cerré la puerta tras de mí. El sonido de mis tacones era el único sonido que se escuchaba. Nuestras camas seguían intactas y nuestras pertenencias seguían ocupando el mismo lugar. Me senté en mi cama, la más alejada de la puerta, y miré la foto de nosotras que colgaba sobre la cama de Sam. Sonreí ante el recuerdo de las tres en la fiesta de primavera del año pasado.
Repasé mentalmente todo lo que tenía que hacer. Era una manía que no podía evitar, todo tenía que salir tal y como esperaba, para todo había un plan y si algo salía mal... perdía el control. Observé mi reloj de Carolina Herrera y ansiosa me levanté de la cama. Miré detalladamente mi reflejo en el espejo de pie que había junto al lado de la habitación que hacía de vestuario. Alisé mi melena rubia. Tenía que estar perfecta. Era lo mínimo que se esperaba de Alessandra Marzolini.
Todo el mundo hablaría de lo que llevaba puesto, de mi peinado o del pintalabios que había elegido para la ocasión. No podía defraudarles, tenían que ver mi mejor versión. Era la presión que tenía ser quien era. Sonreí ante mi reflejo y me animé para el día que me esperaba. Sacudí mi pelo y di media vuelta. Iba a abrir la puerta cuando una conocida voz me sorprendió al otro lado, y un impulso recorrió mi cuerpo. En menos de un segundo estaba gritando el nombre de Sam y echándome a sus brazos. Ambas gritamos eufóricas mientras saltábamos sobre nuestros carísimos tacones. Estaba segura que desde todos los rincones se podía escuchar nuestros gritos.
—¡Dios mío, como te he echado de menos! —gritó mientras volví a abrazarla—. ¡¡Estas súper morena!!
— Todo se lo debo a mi verano en España —le señalé mientras entrabamos en la habitación y cerrábamos tras nosotras.
— ¡Qué envidia! —Puso pucheros mientras se sacaba la chaqueta y dejaba la maleta junto la mía—. Yo he pasado el verano en la casa de campo de mi tía Francisca. Te juro que si vuelvo a oír a otro niño gritar terminaré matándome. Sabes cómo odio a esos pequeños diablos de mis primos.
—¡Olvídate de eso! Ya estás aquí de nuevo —le consolé sentándome a su lado. Me apoyé sobre su hombro y cotilleamos un poco sobre estos meses separadas; a pesar de que habíamos hablado todos los días por teléfono.
Sam era mi mejor amiga desde el primer año que entré al internado. Nos conocimos cuando yo estaba gritándole a mi compañera de cuarto por derramar helado en mis vaqueros nuevos. Ella estaba en la habitación de al lado, y junto con casi todas las chicas de primer curso, se acercó a ver el espectáculo. Cuando vio los vaqueros y el estado en el que habían quedado, se puso a gritar junto a mí. Fue como yo decía, amistad a primera vista. Desde entonces, moví cielo y tierra para que mi madre hablase con el director y nos pusiese juntas en la misma habitación.
Decidimos bajar a esperar a Paula. Miré su vestido beige Valentino y sonreí orgullosa. La ayudé a colocarse su cabello rizado y me eché unas gotas de perfume. Sam era un poco más baja que yo, pero su trabajado cuerpo y sus largas pestañas la hacían una chica preciosa. Sus ojos azul claro destacaban con su elección de maquillaje, simple pero delicado. Observé que había logrado disimular sus pecas de la nariz. Ella las detestaba, pero a mí me parecían una monada.
Paula era mi otra mejor amiga. Era muy diferente a nosotras por su físico: su media melena negra azabache, sus oscuros ojos, su estatura (era la más baja de las tres) y sus gafas de pasta. Paula estaba en el internado gracias a una beca y, aunque al principio eso fue un impedimento para acercarnos a ella, pronto descubrimos que era una de las mejores personas del mundo, y no pudimos evitar hacernos inseparables. Ellas dos eran mi mayor pilar en este mundo.
Sam, Paula y yo llevábamos cerca de dos horas hablando con las nuevas alumnas cuando una voz familiar me sorprendió a mis espaldas. Una fugaz sonrisa atravesó mi cara, y me giré para enfrentar a mi maravilloso novio. Matt se quitó sus gafas de sol y recorrió mi cuerpo con la mirada. Se tomó su tiempo para examinarme detalladamente.
—Estás preciosa, nena —señaló mientras se acercaba para darme un beso en la mejilla. Yo interpreté mal el gesto, creyendo que me iba a besar. Él se dio cuenta, y selló sus labios a mi mejilla. Noté que algo no iba bien.
Su mano derecha reposaba sobre el borde de mi cintura y me acerque más a él para ganar intimidad. Observé su afilada cara con una barba de tres días que le llegaba hasta la mitad de sus mejillas dándole un toque desaliñado, pero irresistiblemente sexy.
— ¿Acaso alguna vez no lo estoy? —susurré, coqueta, intentado olvidar el momento incómodo.
Levantó la vista y vio lo que seguramente era un montón de chicas de primero babeando por nuestra escena. Matt era el capitán del equipo de fútbol, y además el tío más bueno del internado. Siempre provocaba esas miradas en las chicas, aunque todas sabían que era mío. Disfrutaba sintiéndome especial.
—Veo que ya te has puesto mano a la obra —dijo mientras señalaba con la mirada a mis espaldas. Me encogí de hombros. Matt me conocía hace muchos años, y sabía lo importante que era para mí ser el centro de atención.
—No hay tiempo que perder —respondí con la voz más dulce que puedo poner—, ¿qué tal tu viaje por Europa? ¿Me has echado de menos?
—Ale...— dijo ignorando mi pregunta. Sonreí ampliamente evitando que la gente se diese cuenta de mi inseguridad. Era algo que no podía permitirme. Se acercó más a mí y me habló bajito para que nadie pudiese oírnos—. ¿Por qué no nos vemos luego? Tenemos que hablar —asentí mientras me daba un tierno beso en la mejilla. Escuchamos varios suspiros detrás de nosotros—. Te dejo trabajar, nena. —Esto último lo dijo en voz alta, y sentí que más que a mí se lo estaba diciendo al resto de chicas. Se puso las gafas de sol y se alejó de nosotras arrastrando la maleta a su lado.
Respiré hondo y controlé mis impulsos. Me giré e hice todo por contentar a mi público, así que aplaudí como una niña de primero mientras daba saltitos. No me podía permitir que la gente hablase mal de mí. Todos pensaban que era perfecta, y tenía que serlo. No podía permitir que la gente supiese la verdad. Matt y yo habíamos pasado el último año distanciados, solo estábamos juntos delante de nuestros amigos o en eventos públicos, pero sentía que ya no quería estar conmigo, que lo hacía por obligación.
Escuché a Sam gritando mi nombre, y vi que venía corriendo como una loca desde la cafetería.
— ¿Qué te he dicho de correr así fuera de las pistas? — le recriminé inmediatamente.
—Lo que tengo que decirte merece la pena. —Puso esa mirada tan suya de "tengo un cotilleo" Enseguida abrí los ojos asombrada. Era el primer día de clases y ya teníamos de que cotillear.
Nos alejamos del resto del grupo.
—Hay un chico nuevo del último curso —aclaró Sam casi sin aliento.
— ¿Cómo te has enterado? —pregunté interesada.
Faltaban tres días para que las clases comenzasen y hasta entonces era difícil saber quién era nuevo. Hacía un par de años que no ingresaba nadie a nuestro curso. Sam tenía razón: merecía la pena. Totalmente.
—Me lo ha dicho Jessica, dice que es de Italia, como tú — señaló mientras mi interés aumentaba—, además, Jess me ha dicho que es sin duda, el chico más guapo que ha visto en su vida. —Puse los ojos en blanco por su comentario. Jessica siempre decía lo mismo de todos los chicos que conocía, y además todas sabíamos que el chico más guapo era Matthew
Recordé cómo me había mirado hacía unos minutos y me entró pánico. Llevaba muchos meses con miedo a que él acabase conmigo. Era algo que nadie sabía, por supuesto. Ni siquiera mis mejores amigas. Albergaba la esperanza de que volviésemos a estar como siempre, pero cuando me miró no había encontrado nada bueno a lo que aferrarme.
— ¿Te ha dicho algo más? ¿Cómo es? ¿Moreno o rubio? —inquirió Paula ansiosa sin apenas respirar. Me reí al escuchar sus preguntas—. ¿Qué? No me mires así, no todas tenemos un novio guapísimo esperando a la vuelta de la esquina.
Miré hacia otra dirección dolida por su comentario. Seguramente mi guapísimo novio estaba ahora mismo pensando cómo acabar con nuestra relación. Enseguida recordé donde estábamos y recuperé la compostura. Nadie había notado mi momento de debilidad. Salvo Sam, que me miraba fijamente.
— ¿Ha pasado algo? —me preguntó mientras apoyaba una mano en mi hombro. Sonreí quitándole hierro al asunto y mostré curiosidad hacia el chico nuevo.
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