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Capítulo 49: Tu recuerdo



Mi estadía en el Hospital Providencia ha sido una de las cosas más difíciles que me ha tocado vivir. Un camino inesperado, lleno de giros y maleza, tupido de momentos de tal terror que solo pude esconderme debajo de mis sábanas, y rezar para que terminaran pronto.

Hubo noches en las que rogué morirme y así ponerle punto final a tanto dolor. Recuerdo una en particular: me estaba asfixiando, el pecho me ardía de tal manera que no entraba aire a mis pulmones. Jadeando, y a los trompicones, logré alcanzar la ventana y la encontré cerrada con un pesado candado. Apoyé mi mejilla contra su cristal, deshaciéndome en llanto.

Los gritos desesperados y los murmullos sin sentido que se filtraban por las paredes y los pasillos alrededor de mi habitación eran la peor parte. Tantas almas quebradas, tanta agonía en sus palabras...

Había una voz femenina a la que me había acostumbrado. Era joven. Llegaba alrededor de las tres de la madrugada, y sollozaba hasta el amanecer. Esta chica hipaba su dolor con tanta vehemencia, que comencé a levantarme cada noche, presionando mi cuerpo contra la pared, susurrándole que pronto todo terminaría para ambas. Parecía calmarse escuchándome, o quizás supo que yo también lloraba con ella.

Curiosamente, este ritual nocturno me mantenía alerta. Sabía que cuando ella quedaba en silencio, habíamos sobrevivido otro día más en este lugar.

Me están llevando en silla de ruedas a la oficina de Elena, mi psiquiatra, para mi sesión diaria. Paso por delante de la habitación contigua a la mía, y hoy esa puerta está abierta.

—Detente, por favor —le ruego a la enfermera.

Me acerco al umbral, y se me cierra la garganta: está vacía. Mi mirada se clava en el colchón desnudo, y me doy cuenta de que nunca supe su nombre, ni vi su rostro, y que ahora nunca lo haría. Clavo mis uñas profundamente en los antebrazos acolchonados de la silla hasta que me duele las manos y su ausencia tirando de mi pecho. Incluso si no nos hubiéramos conocido... la conocía. Yo era ella.

El chirrido de las ruedas sobre el piso del pasillo amortigua mis sollozos; lágrimas silenciosas se deslizan por mis mejillas, decorando como migajas de pan, las baldosas que voy dejando atrás.

Elena me observa entrar, asiente y sonríe con amabilidad. Probablemente porque ha visto demasiados rostros rotos, miembros desgarrados y pechos agitados sin remedio: demasiados desfiles de seres tan destrozados como yo.

—¿Cómo estás hoy, Alba? —Su cadencia alivia el cansancio de mis huesos.

—Menos borrosa —Mis ojos se cuelgan de los suyos, y por primera vez en mucho tiempo, quise decir lo que dije.

—Justo lo que quería escuchar. Estoy orgullosa de ti, Alba.

—Gracias.

—A ti. Por confiar en mí. Por luchar.

Y así, sin más, el resto de la sesión transcurre con pacífica languidez.

De vuelta en mi habitación, alguien ha abierto la ventana, y me sorprende la magnitud de algo tan pequeño para mi espíritu. El candado se ha ido. Una vez sola, me dirijo con lentitud hacia ella. Envuelvo mis dedos en el alféizar, cierro los ojos, y le doy la bienvenida a la brisa tibia sobre mi rostro.

—Alba, tienes visita.

Me doy la vuelta, y encuentro a una enfermera junto al marco de la puerta. Su nombre es Ava, y me cae muy bien. Ella se preocupa por sus pacientes, llamándolos por sus nombres.

Vino una noche, cuando yo estaba en mi peor momento, y aflojó las ataduras en mis muñecas. Dejé de retorcerme y fue un alivio. Ojalá tuviera el coraje de decirle que sé lo que hizo por mí en ese entonces, aunque creo que se ha dado cuenta de lo agradecida que estoy de todos modos.

—Está bien, Ava. Gracias. Por todo —murmuro atropelladamente.

Ella sonríe, demostrando que ha entendido la profundidad de esas dos últimas palabras, y se retira en silencio.

Sé quién es mi visitante, mi corazón late con fuerza de la anticipación. Mamá me confesó que ella creía que éramos más que amigos.

—No te preocupes por nada, hija. Esto es temporal. Cuando menos lo pienses, lo recordarás.

Dios sabe que desde el accidente me he esforzado por recuperar mi memoria, esos retazos que van a darle sentido a todo.

Él no ha mencionado nada sobre nuestro pasado, y tengo vergüenza de hacerle preguntas y sonar aún más idiota de lo que me siento.

Entra en la habitación y mi estómago da un vuelco, solo para hundirse un segundo después.

River está aquí, pero ha venido a despedirse.

Me explica que tiene que irse porque sus padres tuvieron una "charla" sobre su afección cardíaca y un tratamiento para mejorar su salud. Decidieron que lo mejor para él sería viajar a una clínica en Suiza.

¿Sabía yo que estaba enfermo? ¿Éramos tan cercanos como para notarlo?

La debilidad se apodera de mi cuerpo, me tiemblan las rodillas ante la noticia, así que me siento en la cama, apoyando la cabeza contra el respaldo y tiro de las sábanas para cubrir mi pecho agitado. Él observa cada uno de mis movimientos, y cierra la distancia entre nosotros con la más triste de las expresiones dibujadas en su hermoso rostro.

—Tengo que irme por un tiempo, Alba —dice, inclinándose sobre mí.

Aprieta mis hombros con sus manos, su toque tibio a través de mi delgado camisón.

—No quiero hacerlo, pero creo que es lo mejor —susurra.

No lo hagas. Por favor, no te vayas. Me esforzaré más. Estaré mejor. Seré menos patética, lo juro.

—C-claro. Lo entiendo —tartamudeo en vez.

Me besa en la frente, y está llorando un poco. Parte de mí se desprende, se derrite en sus caricias, se une a su piel para que pueda llevarme consigo, y así alejarme de este momento sombrío e insensato.

Deja un sobre con cuidado sobre la misma mesa en la que una vez apoyó la corona de papel. Me pide que lo abra más tarde, cuando ya se haya ido.

Sus ojos me miran, está diciendo más palabras, pero de alguna manera no puedo escucharlas más allá del latido enloquecido dentro de mi pecho.

Con un último apretón a mi mano temblorosa, se gira y cierro los ojos para no ver lo que sucede después. Cuando los vuelvo a abrir River ya no está.

Dos horas después, aún puedo ver el eco de su cuerpo, parado a mi lado.

La mañana llega con otra visita: una paloma de luto. Está posada en la ventana, picotea la madera, y curiosea dentro de mi habitación.

—Hola —la saludo —. Sé que has venido a asegurarte de que siga viva. Pues sí, aquí estoy.

Loca como siempre, hablando con un ave... Dios, Alba, nunca cambias.

Ha llegado el momento de abrir el sobre. Demoro en poder rasgarlo, me tiemblan los dedos de una forma casi ridícula.

Respiro profundamente, y lo logro. Caen sobre mi regazo, treinta y cuatro fotos, las cuento dos veces sonriendo como una boba. Y en ese momento, atravesando la niebla en mi mente, y las paredes algodonadas de esta habitación de hospital, recuerdo el ruido de su motocicleta, y mis brazos alrededor de su torso.

Nos veo acostados bajo el sol, en ropa interior, ensopados y tentados de risa. Siento sobre mi piel sus caricias en esa casa del árbol, sus besos apasionados bajo noches estrelladas.

Mi memoria se llena de su rostro, sus manos, su piel. Recuerdo la línea de su cuerpo, el ángulo de él, el día que me sacó del lago, enfureciendo a los peces.

Puedo sentir la magnitud de lo que sentimos el uno por el otro: me invade, quitándome el aliento. Lo veo a mi lado, en la fuente, en el bosque, en mi alma.

Y el chico de las fotos susurra: "Alba, me estoy enamorando de ti. Eres jodidamente impredecible, pero caminaría a través del fuego para salvarte. Me ahogaría por ti".









N/A

¿Vieron? Todo va a estar bien!!!

No puedo esperar a que lean lo siguiente. 

Sé que parezco disco rayado, pero GRACIAS, DE VERDAD, por acompañarme. 

Son demasiado valiosos, y los adoro hasta el infinito. 

Hasta mañana <3


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