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Capítulo 4: Pase lo que pase



Ignorando el sudor frío que perla mi frente, me abro paso entre una marea de cuerpos que me empujan, me pisan, o simplemente, me pasan por alto. Trato varias veces de preguntar dónde queda la Adscripción, pero es lo mismo que la nada: soy invisible.

Avergonzada, clavo la vista en las baldosas gastadas del pasillo notando que aún llevo las botas desatadas. Me arrodillo, y en el momento en que mis dedos enlazan el cordón derecho, alguien me lleva por arriba. Caigo de costado con tanta fuerza que me castañean los dientes y me muerdo el interior de la mejilla.

—Mira por dónde vas, idiota —truena una voz grave. La persona en cuestión trae unos zapatos de marca inmaculados, los cuales siguen su camino sin siquiera disculparse.

Con un suspiro, me levanto esperando el gusto metálico de mi sangre, pero no sucede: quizás mi transición esté comenzando después de todo, y ya corra clorofila por mis venas.

¿En qué tipo de planta me transformaré? ¿Una bonita como la famosa "Planta Rosario", con sus pequeñas hojas que se asemejan a cuentas ensartadas en un collar? O quizás una de esas que tienen hojas brillantes verdes y blancas, con sus tallos de color rosa, y te regalan unas flores muy especiales que parecen hechas de cera o loza...

Nah. ¿A quién engaño? Seguramente seré un musgo.

Luego de vagabundear por unos quince minutos, doblando en cuanta esquina encuentro, termino topándome con una desvencijada puerta color bordó con un cartel de letras doradas que lee: "Oficina de Adscripción".

Luego de golpear dos veces y no obtener respuesta, abro la puerta para encontrarme a una señora de mediana edad: viste un traje verde agua y está haciendo malabares con unas cuantas carpetas repletas de papeles coloridos. Transcurridos dos de los minutos más largos e incómodos de mi vida, me aclaro la garganta, ya que la doña sigue como si yo no estuviera ahí.

—Buen día —carraspeo, tratando de que mi voz se tinte de determinación.

Ella se da vuelta y me regala una mirada de: ¿acaso-no-te-diste-cuenta-que-estoy-ocupadísima-gordita-desubicada?

Yo me mantengo impávida mientras le taladro la cara de sapo que tiene con mi mejor expresión de: ni-idea-pero-seguro-tu-madre-te-dejó-caer-al-nacer.

Nos medimos mutuamente, y luego de un bufido y el claqueteo de sus zapatos de taco, deja las benditas carpetas, y se digna a dirigirme la palabra.

—¿Si? ¿En qué te puedo ayudar?

—Soy Alba Gray Brooks. Estudiante recién llegada.

«Te felicito», parecen decir sus cejas arqueadas y mandíbula tensa.

—Necesito el formulario para elegir mis clases avanzadas —le digo sin parpadear.

—Aquí lo tienes, más una lista de las clases disponibles.

Dos minutos después, estoy cerrando la maldita puerta dejando atrás a la mejor Adscripta del universo. Espero sepan leer el sarcasmo, porque juro que no aguantaba ni un segundo más dentro de esa oficina que olía a perfume floral y sueños laborales frustrados.

Dos corredores, cinco puertas de salones semi-abiertas, y una escalera más tarde, encuentro el baño de mujeres. Aliviada, me escurro dentro de una de las cabinas sanitarias, y selecciono las condenadas clases avanzadas: Literatura Inglesa, Física, Biología y Cálculo.

Una vez entregado el formulario, (si adivinan bien, volví a ver a doña Menopausia y sus carpetas de cristal, y no, ni loca quiero hablar de eso) decido que ya tuve suficiente "educación" por el día; así que me largo del instituto como si el cuco mismo me estuviera persiguiendo.

Pedaleo con renovada determinación, dejando que la brisa despeje mi cabeza y afloje mi cuello contracturado.

—Vayamos al lago, abejita. Quizás haya peces de colores, o patos. Te encantaba darles migajas de pan, ¿lo recuerdas? —Las palabras de papá encogen mi corazón. Parte de mí sabe muy bien que mi verdadero padre jamás me dejaría ratearme de clase: es más, se enojaría muchísimo, y decoraría su mirada ominosa con un discurso sobre la importancia de mi futuro académico.

Pero la verdad duele demasiado, así que la ignoro, junto con el dolor agudo en mi estómago.

«Lo recuerdo, pa. Vayamos a ver».

Me apresuro calle abajo hasta que llego a la rotonda, tomo a mi izquierda, y cinco minutos más tarde, estoy abriéndome paso hacia el lago con mi bicicleta al costado.

Es hermoso... Y hasta parece que me diera la bienvenida. Hay un cartel de madera blanca en la entrada. En delicadas letras cursivas se lee su nombre: Parque del lago Elsie.

La reserva está enmarcada de todo tipo de árboles frondosos, arbustos, y flores silvestres. Hay robles tan enormes que deben de ser ancianos. Una hamaca cuelga de uno de ellos, y mi corazón se acelera. Siento la necesidad de acercarme, sentarme, y leer allí, dejando pasar la vida rodeada de trinos y el suave ondular de la corriente.

Mis deseos se hacen añicos breves segundos más tarde. Una ráfaga me trae unas voces juveniles, y muy en el fondo, sé que ellos también se están salteando el primer día de clase.

Trato de no hacer caso a mi ansioso cerebro, o a mi maldita transpiración que siempre se hace más evidente cuando me pongo nerviosa.

—Tu cabello está robándose todos los destellos del sol, Alba. Estás hermosa, hija.

«Siempre tan sentimental, papi».

—Deberías aprender a aceptar cumplidos, abejita rebelde —Su risa casi logra bloquear los comentarios venenosos de las chicas que están sentadas más adelante en el claro. Casi.

Una de ellas dice que debería hacer ejercicio más seguido... Se ríen de mi cuerpo, y se burlan de mi vestido. Mis oídos zumban mientras siento como un regusto ácido se trepa por mi garganta.  Temo vomitar delante de ellos. Sus crueles carcajadas me desequilibran: me tiemblan tanto las manos que aprieto el manubrio de la bicicleta hasta que mis nudillos se tornan blanquecinos. El pecho me arde de mortificación... No entiendo por qué les molesta mi pobre vestido turquesa, o por qué les molesto yo. No me conocen, pero ya saben como soy. O creen saberlo.

—No les prestes atención, Alba. Sigamos nuestro camino con la frente en alto.

«Sí, papá».

Las lágrimas no me dejan ver por donde voy, pero hago lo imposible por caminar derecha. Llego a la hamaca, saco mis lentes de la mochila, mi libro y dejo que su peso, tan familiar, me calme.

«Voy a hamacarte tan alto que tocaremos las nubes, abejita».

Con una mano sostengo la cuerda para no perder el equilibrio, y con la otra encuentro una de mis páginas favoritas. Luego de la primera oración, el mundo exterior se desvanece por completo. Papá me dice que ha hablado con los gorriones para que gorjeen más alto así no escucharemos a esos idiotas.

No puedo evitar reír en voz alta ante semejante ocurrencia. Mi padre tiene razón: son un grupo de idiotas, nada más que eso. No debo hacerles caso. Que digan lo que quieran... Pueden reírse de la rara recién llegada todo lo que gusten.

Excepto que hay uno de ellos, un chico alto y delgado, con cabello ondulado color azabache, que no ríe. Está sentado algo apartado del grupo con un bloc de dibujo en su regazo. Tiene la vista fija en lo que sea que está dibujando, la sombra de sus largas pestañas sobre sus pómulos bien definidos es hipnótica. Mis ojos curiosos recorren el ancho de su espalda masculina, y se detienen en sus brazos notando cómo se contraen los músculos al quitarse un jersey de hilo gris topo. Dios, una vez que termina de pasárselo por la cabeza, sus rulos se descontrolan, y creo que me va a dar algo.

De repente hace muchísimo más calor que antes.

Debajo, lleva una remera negra que se le pega al pecho como una segunda piel: el escote en V acentúa su largo cuello. Su nuez de Adán es pronunciada, y se mueve cuando traga. Yo también lo hago, con mucha dificultad, mordiendo mi labio inferior.

Es más hermoso que el lago y toda la jodida reserva junta.

Mi mente me engaña llenándome de imágenes y escenarios en el que caminamos juntos por el sendero que bordea el lago, sus largos dedos entrelazados con los míos mientras acaricia mis nudillos con su pulgar en suaves movimientos circulares.

Mierda... caigo en la cuenta que estoy acechándolo y que hace como treinta segundos que no parpadeo. Respira, Alba.

—Parece buen muchacho, ¿no? —Por primera vez la voz de mi padre me incomoda, no quiero decirle lo mucho que me gusta lo que veo, ni lo raro que se siente.

«No podría asegurarlo, no lo conozco».

—Eso tiene fácil solución. Acércate a saludarlo.

«¡Papá! ¿Estás loco? Esta no es una de esas novelas románticas venezolanas que te gusta ver a escondidas de mamá».

Mi padre se ríe por lo bajo, y entonces sucede: sus ojos azules infinitos se clavan en los míos, los atrapan y no sé qué hacer... salvo bajar la mirada sintiendo como el calor sube a mis mejillas.

Más carcajadas y comentarios asquerosos de por medio, y algo explota en mí. La rabia inunda mis venas... Él es un idiota también. No hace nada para detenerlos. No les dice lo mal que es andar por la vida despreciando a los demás. No. Se queda ahí, con su grupo de demonios hambrientos del dolor ajeno.

Como quiera. Puede irse bien al cuerno o mejor aún: me voy yo.

Guardo mi libro y mi frustración bien en el fondo de mi mochila, me subo a mi bicicleta y con un impulso me alejo pedaleando sin mirar atrás.

«Hasta nunca idiota», le grito en mi mente, mientras pretendo no notar cómo mi preocupantemente patético corazón se ha saltado un latido.  




N/A

¡Holi! Aquí les dejo otro capi, tengo que confesar que me divertí mucho a costa de la Doña Sapo y sus miradas malévolas. 

Y ni que hablar del primer encontronazo con mi bello River (ya lo van a conocer muchoooo mejorrr)

¡Buenuuu, me voy a dormir porque estoy agotada!

Los quiero tanto como a mi amado choco blanco <3

Mañana ya termino otro capi ^u^ 

*baile de la inspiración y vergüenza ajena desbloqueado*

Si quieren comenten, voten o escríban en mi muro que me encanta!!!

Si quieren conocerme y ver fotitos de mis hermosas perritas Lola y Nina (jijiji) me buscan en Insta y Tiktok por @NodaOrtiz <3 



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