Olvidado en el Océano.
Era una idea estúpida. Y Anteia sabía que era peligrosa, mas, a ese punto, no le importaba en absoluto.
Años atrás, su yo de ese tiempo habría pensado que era algo estúpido y sin sentido. Ahora, completamente sola y sin nada que perder, la idea se le hacía cada vez más tentadora.
A menudo, ella solía pensar que él volvería. Se sumergía a sí misma en las fantasías de su regreso, de su forma mística en el agua marina, y de cómo al volver, cumpliría la promesa que le hizo incontables veces frente al océano. Construía en su mente la imagen de como la llevaría más allá de ese pueblo aburrido, hacia las tierras lejanas de las que solo había escuchado hablar en canciones e historias junto a la hoguera en mitad de la noche. Era algo que se quería forzar a creer.
Sin embargo, muy en el fondo, ella sabía que todo aquello eran fantasías desesperadas.
Aquella idiotez que iba a cometer era su último acto de fe, su última esperanza, e incluso si fallaba, y perdía la vida ahogada; al menos lo haría sabiendo que no se rindió, y que al final, hizo todo lo que pudo. No era una mala forma de irse.
Escogió la noche perfecta para sus intenciones, en días de fiesta nadie se acercaba al océano. El ambiente sereno de la playa a medio atardecer era justo lo que necesitaba; solo su respiración y el rumor de las olas para ser escuchados.
Era justo como en esa primera ocasión. Una noche calmada frente al océano, lejos de los festejos que sacudían el pueblo hasta el amanecer.
En esa ocasión había llegado al pueblo casi por error, escogió colarse en la carreta equivocada, y en vez de llegar a la ciudad, había llegado a un pequeño pueblo costero. No tenía una sola moneda en el bolsillo para regresar, así que decidió quedarse allí.
Siendo artista ambulante, el dinero no era algo constante para ella. Pero la suerte estuvo de su parte. Esa misma noche el pueblo estaba de fiesta, felices y dispuestos a dar una o dos monedas por un pequeño espectáculo.
Resignada a lo que el destino le puso enfrente, actuó de corazón, contando sus historias preferidas, y bailando para acompañar el festejo. Afortunadamente, los pueblerinos eran generosos, y una vez que tuvo suficiente dinero para pagarse un par de días de comida, se retiró, tomando la bolsa de monedas con fuerza y avanzando sobre la playa hacia la pequeña posada con vista al mar donde había conseguido asilo a cambio de hacer el aseo. O ese era su plan, pues solo había caminado un par de calles cuando vio a un muchacho que había estado entre su público correr tras ella. Tenía el cabello rubio hecho un desastre, y deprendía un olor a agua salada; Anteia lo juzgo casi de inmediato como un marinero borracho buscando algo más que una actuación, incluso si sus ojos verdes la observaban con una curiosidad casi infantil. La vida le había enseñado a no confiar en nadie.
Decidió ignorarlo y seguir su camino. Como artista ambulante, estaba acostumbrada a esa clase de cosas, y había aprendido que mientras más los ignoraras, más rápido se darían por vencidos. Por eso, sintió un deje de culpa por su juicio al escuchar las verdaderas intenciones del chico.
- ¡Espera! ¡Espera un momento por favor! ¡Solo quiero escuchar otra historia!
Anteia cambio de opinión. Él chico estaba definitivamente loco.
- ¿Y porque querrías tu eso? -preguntó, sin dedicarle una mirada al seguir su camino.
-Solo tengo curiosidad -replico, tratando de recuperar el aliento después de correr tras ella.
Debía admitir que su respuesta, ambigua y aparentemente honesta, había captado su atención.
Así que acepto. Cada vez que tenía tiempo libre, buscaba al chico de cabello desastroso, que más tarde, supo que respondía al nombre de Zale, para contarle las historias de viajes y aventuras que tanto se empeñaba en conocer.
A lo largo de esos incontables días, lo había conocido a través de sutiles preguntas, escuchando sin perder un detalle las verdades ocultas en sus respuestas. Era de muy lejos. No conocía la vida a los alrededores. Era inocente como nadie. Y tenía una curiosidad por cualquier cosa capaz de ser relatada en palabras.
Para Anteia, que había pasado su vida huyendo de hombres viciosos, ladrones de caminos, y pueblerinos amargados; estar con Zale era como un trago de agua fresca, no dobles intenciones, ni la tensión inundada por desconfianza que había en sus pláticas con los pueblerinos; con Zale, platicar era reconfortante, podía contarle los miles de problemas y anécdotas que había recolectado a lo largo de su corta vida, y a cambio, el la escuchaba, brindándole el reconforte de un apoyo silencioso.
Si se lo preguntaban, ella no sabría decir qué la hiso enamorarse de él. Definitivamente, su aspecto desaliñado no había sido. Pero se sentía mejor estando con él que con cualquier otra persona a su alrededor. Y ella por su parte, había observado cómo actuaba él cuando la acompañaba, dándole una sonrisa más honesta y llena de alegría que las que daba a cualquier otra persona, sonrojándose como ningún otro al estar cerca de su persona. Algunas veces, Anteia pensaba que esa inocencia suya era lo que la mantenía cerca de él. No quería dejarlo sólo ni desilusionado.
Sin embargo, Anteia no se iba a quedar allí para siempre. O al menos no estaba en sus planes.
Su tiempo límite en un lugar no superaba los tres meses, esa era su regla. Aun cuando sus viajes nunca la habían llevado muy lejos, se quedaba en un pueblo, y pasaba al siguiente, ella se dirigía a donde hubiera una oportunidad, siempre que se lo pudiera costear, claro.
Así que tomo una decisión. No tenía planeado quedarse en ese lugar. Sin embargo, durante ese tiempo había conocido a Zale, alguien que la hacía feliz como nunca ningún otro lo había hecho. Si valía la pena quedarse por él, Anteia estaba dispuesta a hacerlo.
Con esa idea en la mente, confronto a Zale en uno de los que, si decidía irse, iban a ser sus últimos encuentros.
-No me quedare mucho tiempo más en este pueblo-soltó de un momento para otro. Negándose a ver el rostro afligido que Zale debía de tener en ese momento-. Si de verdad quieres que me quede, respóndeme algo, ¿vale la pena?
Por un momento, Zale permaneció callado, observando sus manos con el ceño fruncido, pareciendo debatir algo en su mente. Después, la observo, con la decisión marcada en sus ojos y le respondió con voz firme.
-En este momento, no sabría explicártelo con palabras, no me creerías. Así que por favor, ven a la bahía esta noche cuando todos se hayan ido y te mostrare que voy totalmente en serio contigo.
Sus palabras, habían sonado sospechosas para ella, pero acepto. Esperando todo el día por aquello que supuestamente la haría confiar de sus intenciones.
Aunque no se esperaba para nada lo que sucedió en realidad.
Zale estaba nervioso, observando a los lados como si no quisiera que nada los interrumpiera; y más que nada observándola con una aprensión que Anteia no era capaz de comprender.
-Te he estado ocultando algo. -dijo-. No te lo había dicho, porque no quería alejarte, no quiero asustarte. Pero si lo que quiero es que confíes en mí, debo serte totalmente honesto.
-No entiendo. -Había dicho, observando cómo tras cada palabra se acercaba cada vez más al océano.
Pero Zale no le respondió más, y sin previo aviso se dejó caer en el agua.
De un momento a otro, su otro, el cuerpo del muchacho empezó a fundirse con el agua, convirtiéndose ante los ojos de Anteia en un extraño ser, cuya apariencia se debatía entre la humana y la sobrenatural; con la piel translucida, los rasgos más afilados y los ojos brillantes.
- ¿Ahora puedes creerme? No miento para nada, cuando te digo que voy totalmente en serio contigo.
Anteia no supo que responderle en ese momento. No tuvo palabras para hacerlo; y en su lugar, permaneció al lado del muchacho por lo que quedaba de la noche, observándolo sin pronunciar una sola palabra, con solo su presencia para asegurarle que creía en sus palabras.
Después de eso, ella no supo nada de él por una semana entera, dándole tiempo para adaptarse a la idea de que la primera persona por la que ella sentía algo más que amistad era un ser de los cuales ella había creído que solo se podían encontrar en las historias. No importaba cuanto pensara en ello, Anteia seguía encontrando la idea absurda, y sin embargo, el recuerdo estaba allí, recordándole que no era un producto de su imaginación, que era tan real como ella misma.
Para cuando lo volvió a ver, la idea se había establecido en su cabeza como la cosa más absurda en resultar ser real. Pero podía vivir con ello. Zale, por su parte tenía el aspecto cansado de los que no logran conciliar el sueño por la noche, con los parpados ojerosos y el cabello rubio más enredado de lo normal. Anteia pensó que la expectación de si ella lo aceptaría o por el contrario, no quisiera verlo nunca en la vida, seguramente lo había sumido en ese estado.
-No tenías por qué matarte-. Le dijo ella, tratando de romper la tensión-. Así que...dime chico pez, ¿Escucharas una historia hoy, o me contaras una a mí esta vez?
Fue como si la vida hubiera regresado a Zale en un torbellino.
- ¿Cómo debería llamarte?-preguntó más tarde junto a Zale, mientras sus pies se balanceaban desde el muelle, a solo unos centímetros del agua.
-Si te soy honesto, no veo la razón de ponerle un nombre a las cosas-murmuro con la mirada perdida-. Simplemente existo, no veo necesario conocer algo más. Ni siquiera yo podría ponerle un nombre a lo que soy.
-Entonces continuare diciéndote chico pez-dijo ella a son de broma. - ¿De verdad no necesito saber algo más? ¿No te volverás delfín, o vivirás por milenios después de mi muerte?
Zale rio.
-Nada de eso, de hecho, no tengo una expectativa de vida precisamente larga, así que no te preocupes, no te llorare por los siglos de los siglos.
En aquel momento se había reído.
Por meses, Anteia creyó que lo peor había pasado, lo acompaño, escuchando sus historias maravillosas y surreales, las anécdotas fantásticas que había vivido en ese mundo al que solo él era capaz de acceder¸ y ella a su vez contándole aún más historias del mundo a su alrededor, los lugres de los que tanto había oído hablar, más allá de los límites de ese pueblo, y más allá de los lugares que ella había visitado, cruzando innumerables tierras solo a través de cuentos y leyendas. Compartir historias se había vuelto común cuando estaban juntos, una forma de escaparse de su pequeño mundo. Aunque Anteia sabía que hacer eso, era como soñar despierto. Dudaba mucho de que algún día pudiera ver todos esos lugares.
Cuando Zale le prometió que la llevaría a conocer esos lugares, ella no le creyó. Deseaba no haberle creído.
-Quisiera que eso fuera cierto-. Había bufado.
Incluso si, por dentro, se aferraba a esa idea como un náufrago a un trozo de madera.
Así que siguió escuchando sus historias entre visita y visita.
La mayoría del tiempo, Zale llegaba a pasar varios días seguidos visitándola, en otras ocasiones podía llegar a visitarla un día, y luego desaparecerse una semana. En esas ocasiones, cuando tardaba más de lo usual en regresar, Anteia iniciaba a preocuparse, para luego enojarse con él cuando se aparecía poco después, siempre con un pequeño regalo en la mano y alegando que el tiempo había pasado más rápido de lo que el estimaba.
Esa era la forma en que llevaban las cosas, una rutina de idas y venidas en las cuales ella confiaba ciegamente, y el aparecía y desaparecía hacia ningún lugar.
A veces, ella se sentía una idiota por permanecer a su lado. Una faceta suya, aquella que había vivido toda su vida diciéndole que no confiara en nadie, le decía que no le hacía bien depositar su vida en las manos de otra persona. Pero al final, esa parte de ella que había llegado a conocer a Zale, le decía que no tenía nada de qué preocuparse. Le decía que el cielo se caería antes de que Zale fuera un mentiroso.
En alguna ocasión Zale le había dicho algo sobre eso.
-Las únicas criaturas capaces de mentir son los humanos.
Anteia no había encontrado como refutárselo.
De esa forma, incluso si su sentido común se oponía, ella confío en sus promesas.
Justo por esa razón, cuando desapareció por más de una semana sin previo aviso, ella no entro en pánico. Se dijo que no pasaría mucho para que el reapareciera. Cuando se cumplieron las dos semanas, se descubrió a si misma observando el océano a cada oportunidad. Pero él tampoco apareció en la segunda semana. Cuando la tercera llego, ella ya se sentía la mayor idiota del mundo por confiar en un hombre. Su mente se lo recriminaba una y otra vez, impidiéndole hacer prácticamente nada, y dejándola encerrada en la pequeña habitación de posada que a duras penas podía seguir manteniendo. Se sentía estúpida. Incluso, con el corazón en la mano, y haciendo acopio de su uso de razón, comenzó a barajar la posibilidad de volver al inicio, empacar sus cosas, y buscar algún otro pueblo donde rehacer su vida; volviendo a la vida en la cual no se quedaba en ningún lugar por mucho tiempo. La idea era tan dolorosa como tentadora.
Y entonces, a mitad de camino para la cuarta semana, mientras observaba el sol ponerse en una esperanza vana de que él estuviera cerca; lo vio salir del océano. Lucia cansado y demacrado. Algo que ha Anteia no le importo en lo más mínimo, cuando, impulsada por su ira, le atravesó el rostro con una sonora bofetada.
Tenía un nudo en la garganta, las emociones se arremolinaban una tras otra en su pecho, no sabía si estar molesta, no sabía si estar feliz, no sabía si lo odiaba o si lo amaba, incluso ella misma no sabía si las lágrimas que se derramaban por su rostro eran de ira o de felicidad.
Ella lo había estado esperando, lo había esperado más de lo que nunca antes lo había esperado, se había sentido traicionada, había estado a punto de decidir marcharse y dejar todo atrás, y sin embargo ahí estaba él. Saliendo del agua como si nada.
-Lo siento-soltó él, con la mirada fija en sus pies, y el cuerpo encorvado.
-No-dije yo. -No lo sientas. Dime dónde estabas, si ibas a irte por tanto tiempo, ¿Por qué no me avisaste? Y no me digas que se te fue el tiempo, porque no te creeré.
-Hay cosas Anteia, que uno no puede adivinar. Por favor, solo te pido que olvides esto-le suplico-, la próxima vez que me vaya, aun si solo es un par de días, te avisare, pero por ahora, por favor, solo olvida, es mejor si lo olvidas.
No importaba como se lo preguntara, Zale se negó a responder, y al final, al igual que siempre, Anteia decidió confiar en él. Incluso si eso la lastimaba. Se decidió a creerle. Zale no era un mentiroso. Fue lo que se dijo a sí misma.
Más tarde, mientras observaba la marea nocturna ir y venir con él, se disculpó por haberlo golpeado.
-Me lo merezco-. Había dicho él-. Aunque pudiste haber sido un poco más suave.
-Me tenías preocupada-dijo ella. -. Pensé que me abandonaste, y si me abandonaras, quien escucharía mis historias-bromeo.
-Incluso si no estoy contigo físicamente, puedes contármelas-. Le aseguro él-. Ven a la bahía y cuéntaselas al agua, prometo que te estaré escuchando.
-Luciré como una loca -dijo ella entre risas.
-Entonces te sacare este pueblo, y ya nadie podrá decirte loca. Vamos a viajar lejos, y lograremos encontrar un lugar donde sea normal hablarle al océano. En algún lugar del mundo, debe existir un lugar así.
La idea era de las más raras que Zale le había dicho alguna vez. Y de nuevo, no pudo evitar creerla.
-Tienes las ideas más surreales que oído alguna vez. Y yo las creo, solo por el hecho de que me las dices tú. Realmente, debo estar loca.
Y de nuevo, volvieron a la misma rutina. Con el único cambio que ahora, Anteia sabía que esperar. Si él se iba a marchar por unos días, se lo decía, y si se debía de ir por más tiempo, se aseguraba de que ella supiera que esperar. Era lo menos que él podía hacer, y Anteia había estado contenta solo con ello. Era casi como en algunas de sus historias. El pensamiento le causaba un poco de gracia en ese entonces. Por años, ella había sobrevivido a base de contar las historias de otros, y el pensamiento de que ella fuera parte de la historia, era tan irónico como irreal.
En su interior, se preguntaba cuando llegaría el día en que Zale cumpliera sus promesas. Aquel pequeño pueblo costero comenzaba a hacérsele pequeño, y ella quería volver a viajar, conocer los lugares de los que solo había podido oír. De igual forma, tardaría un poco, antes de que ella conociera la respuesta.
Un día, Zale la visito con una sola cosa para decirle. Se estaba marchando, y en esta ocasión, tardarían meses antes de que ella lo pudiera volver a ver. Cualquier otro día, ella habría protestado, le habría pedido quedarse. Sin embargo, ella pudo notar, en el tono frustrado de Zale, y en la forma en que la observaba, como si no quisiera olvidar ni un solo detalle de su rostro, que él tampoco quería irse. Pero que algo le obligaba a hacerlo.
Por meses, ella estuvo esperando, preguntándose qué podía ser aquello que lo había obligado a irse, qué era eso que lo obligaba a marcharse con regularidad. Sus pensamientos nunca hallaban respuesta, y al final, solo era una forma de generar ansiedad en su mente.
Hasta que apareció en su puerta, casi cuatro meses después, con los ojos rojos y ojerosos, la piel pálida, y las manos temblando. Estaba más delgado que nunca. Pero no tuvo tiempo de reprochárselo. Zale solo sonrió, el fantasma de la tristeza brillando en sus ojos mientras su rostro expresaba la misma animosidad de siempre.
Anteia debió haberle preguntado qué le sucedía. Pero no pudo. Porque sabía que esa sonrisa cansina significaba algo más, una verdad que le dolería tanto, que era mejor ignorarla mientras aún tuviera oportunidad. Y si había algo que Anteia temiera más que nada, eran las verdades dolorosas.
La sonrisa que puso en su rostro solo era una máscara para ocultar su miedo.
Tomó la mano ajena y lo siguió.
Las calles estaban llenas de artistas ambulantes y pueblerinos contentos. De nuevo, era la fecha del día en que lo conoció.
Por primera vez en su vida, Anteia experimento lo que era estar del otro lado del espectáculo.
Sin soltar un solo momento la mano de Zale, se sumergió en los mares de gente, ignorado los empujones y las voces estridentes en sus oídos.
Ante ella, observo el pueblo transformado, un incontable número de personas festejando a su alrededor, y otro número incontable aprovechando las festividades para ganarse la vida, bailando y cantando, o vendiendo cuanto pudieran. Diferentes tipos de comida, que otro día serían imposibles de costear para ella eran expuestos a precios increíblemente bajos.
Por un momento, Anteia se olvidó de todo. Olvido el estar estancada en ese pueblo, olvido el hecho de que el día en que las promesas de Zale aún era lejano, olvido la naturaleza fantástica de este y olvido el hecho de que, tanto ella, como él, solo estaban sonriendo para evitar confrontar una realidad de la que ella aún no era consciente. Por un momento, quiso creer que solo eran un par de jóvenes y tontos enamorados.
Se permitió así misma el beneficio de la ignorancia.
Tomo la mano de Zale, y lo condujo a través del pueblo. Bailo con él, aun si se esté se negaba una y otra vez, y que cuando finalmente lo convenció, era peor bailando que un perro cojo. Probó comidas de las cuales, no tenía una mínima idea de que estaban hechas. Y se obligó a disfrutar esa noche como si fuera la última noche de su vida.
En los momentos finales, se había sentado junto a él en la soledad de la playa desierta. Tenían el estómago lleno, y estaban cansados, pero Anteia estaba feliz a pesar de todo. A su lado, Zale estaba sentado, le faltaba el aliento. Anteia temía que estuviese enfermo, pero a pesar de todo, en ningún momento vio caer su máscara. Aquella sonrisa se negaba a desaparecer a pesar de todo.
-No deberías esforzarte-le dijó-. Si estas enfermo, deberías descansar.
Por un segundo, Anteia creyó ver una mueca de dolor en su rostro.
-No tienes que preocuparte, solo estoy un poco cansado-. Le aseguró. Por primera vez, la sonrisa tranquilizadora en su rostro era falsa.
-Zale, ¿estás seguro de todo va bien? ¿No hay nada que quieras decirme?-. Le cuestiono de nuevo, sabiendo en su interior que algo no andaba bien.
-No te preocupes, te prometo que todo está bien-. Le aseguró de nuevo.
Al final, Anteia no volvió a sacar el tema, y más entrada la noche, cuando Zale se despidió de ella en la puerta de su habitación, ignoro el hecho de que este estuviera al borde de las lágrimas.
Esa misma noche hubo una tormenta. La lluvia azotando su ventana, y el ruido del viento soplando la mantuvieron en vela toda la noche. Mientras intentaba dormir, escucho repetidamente el sonido de las olas arremetiendo contra el muelle con violencia.
Al día siguiente, Zale no apareció. No le tomo importancia, había desaparecido mucho tiempo más que ese en ocasiones anteriores. Un día no era nada, se dijo tratando de olvidar el rostro afligido con el que lo había visto por última vez.
Pero Zale no apareció tampoco ese mes, ni el que le siguió. Y tampoco los seis meses que le siguieron.
Aun así, Anteia insistió en seguirle esperando, anteriormente ya había desaparecido varias veces, y siempre había regresado, no tenía motivo para alarmarse. Era un pensamiento al que quería seguir aferrándose, quería confiar en que el volvería.
Zale no volvió a aparecer ese año tampoco.
Sin embargo, no fue hasta el momento en que se sentó en la arena, para recordar que el año pasado había hecho justamente lo mismo, que se dio cuenta. Zale no iba a volver.
El pensamiento quemaba en su pecho, pero aún más lo hacia el hecho de que recitara esa verdad en su mente con tanta seguridad, sintió sus ojos escocer. La había dejado allí, no volvería, había hecho que depositara toda su confianza en él, y luego la dejo, la abandono. Estaba sola.
Se odio a si misma por ello, por confiar, y peor aún, por haberse permitido amarlo. Y se odio así misma más aun, cuando, parada frente a sus pertenencias, se dio cuenta de que no podía irse, no podía marcharse sin más, dejando atrás los recuerdos en ese pueblo avanzar hacia delante como si nada hubiera ocurrido. Se había hundido sin retrorno.
El siguiente año fue duro, no le quedaba más espectáculo por hacer en el pueblo, y se vio obligada a buscar un trabajo fijo para sostenerse. Termino trabajando en las cocinas del mismo lugar donde se alojaba. A menudo, se halló a si misma observando hacia la playa, durante el trabajo o desde su habitación, como si esperara que, al voltear, lo viera emergiendo del océano. Pero eso no sucedió.
La pregunta de porque la había dejado permanecía grabada a fuego en su mente. No saber si la había estado engañando todo ese tiempo, o si aquello que lo seguía obligando a regresar al agua había terminado por consumirlo para siempre la consumía.
Y justamente alrededor del segundo año después de su partida tuvo la idea, una idea tan estúpida como peligrosa. Lo medito, oh, y sí que lo medito bien, y al final se dio cuenta de que era lo único que lograría traerle paz. Su única alternativa a vivir día a día mientras estaba muerta por dentro.
Se dejaría caer en el océano. Si alguna vez Zale la había amado, ella sabía que él no la dejaría ahogarse, y si no la amaba, o ya ni siquiera se hallaba en este mundo, al menos podría desvanecerse sin tener que pasar un día más extrañándolo.
Al final, allí estaba ella, sentada en la arena, con nada más que su propia persona y los recuerdos de una historia de amor tonta que terminaría en tragedia. El pensamiento le saco una risa, si sobrevivía, quizá y lograra sobreponerse a su dolor y marcharse, contaría su propia historia en otro pueblo, o en otra ciudad. Era una buena idea.
Con un suspiro, se levantó de la arena y dio un último vistazo a la ciudad. Era la hora.
Sus pies se hundieron en la arena humeda, y avanzó, un pie tras del otro dentro del agua, alejándose poco a poco, y comenzando a nadar hacia el mar abierto.
El agua cubría casi todo su cuerpo, dejando solo su rostro para poder respirar. Admiraba con sus ojos cristalinos y llorosos la inmensidad del cielo que, como un manto de tranquilidad la cobijaba.
Hundió un poco más su cabeza, obligándola a cerrar los ojos para que el agua salina del mar no entrara en ellos. Finalmente después de horas de permitirse llorar en el océano, recordó ese momento en que tiempo atrás, Zale le había dicho que la escucharía a través del mar, sonrió, y dijo en un susurro inaudible:
-Si aún puedes escucharme...te amo-. Y al terminar esa frase se sumergió por completo dentro del líquido salado que proporcionaba el mar, y jamás salió de allí.
Mientras comenzaba a perder la conciencia, por un momento creyó sentir un par de brazos cálidos envolverla, pero de nuevo, solo debían ser los delirios de una muerta.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro