Capítulo 8: Confianza
Moraes despertó de golpe con el sonido de un silbato. Un tipo con barba y más alto que la camioneta se les acercó, aparentemente había un derrumbe más adelante y no había paso. Según, tardarían algunas horas en retirar las rocas enormes que habían caído sobre la vía, de fondo se escuchaba el ruido de las máquinas intensificados por el eco del túnel. El hombre parecía demasiado concentrado en la pasajera de atrás, «¿y quién no lo estaría?, si parece un espanto», pensaba Moraes mientras miraba las luces que titilaban sobre las señales de «No pase» y «Peligro».
No les quedó de otra que devolverse y tomar alguna ruta alterna, conocidas por lo abandonadas y peligrosas que eran, teniendo que bordear la ladera de las montañas, pasando por varias localidades rurales insertadas en la cordillera que encerraba la ciudad capital.
Quizás lo somnoliento que estaba le hizo más fácil marcar el número de la Ministra e ignorar los reproches que vinieron después.
―La ruta hasta la entrada sur está bloqueada, ¿qué quiere que haga?, ¿que la lleve a pie hasta las Colinas del Capitolio? El Ministerio está cerquita de aquí. ―Moraes mejor que nadie sabía que de vez en cuando había que poner a Seamann en su sitio, sino podía llegar a ser incluso más molesta, convirtiendo su trabajo en un infierno lleno de regaños—. Si quiere, que la venga a buscar ella misma ―dijo minutos después entre risas, mientras Oswald giraba el carro, a él no le parecía gracioso llevarle la contraria a esa señora, el oficial era el único que se atrevía.
―¿Dónde están los demás? Los otros agentes, me refiero ―preguntó Oswald, al darse cuenta que la carretera estaba casi desierta mientras observaba por el retrovisor.
―¡Bah! Seguro tomaron la carretera vieja. Según ese tipo, es medio kilómetro hacia abajo, luego verás un camino de tierra a mano izquierda. Mantén esos ojos bien abiertos, agente... ―De pronto, la cabeza de Moraes chocó con violencia contra la ventana.
Otra camioneta, alta y de neumáticos enormes, los había impactado, empujándolos contra las barandas, a centímetros de una caída de más de doscientos metros. El otro vehículo los apretaba, acelerando más y más a la vez que el motor rugía como un animal furioso. Las ruedas izquierdas giraban libremente sobre el vacío.
La cabeza sangrante del oficial lo hacía ver todo cubierto en niebla mientras el mundo parecía girar rápido debajo de él. Volteó a ver a la teniente, parecía estar sana y salva, había terminado acostada sobre los asientos de atrás, lo observaba con preocupación, ella mejor que nadie podía saber qué estaba pasando.
Su puerta se abrió completamente, desencajada del marco, colgando libremente a un lado de la camioneta. Su cuerpo chocó contra el piso, se sentía sin aliento, con su corazón latiendo rápido pero sin fuerza en su cuerpo para poder defenderse. También se abrió la puerta de atrás, de donde sacaron a Leryda, que se defendía con puños lentos y flojos que no parecían afectar demasiado a los brazos musculados que la tomaban por la cintura.
Cinco, seis, siete, ocho... Doce tipos contra ellos tres.
Moraes los observaba desde el suelo mientras la sangre corría desde su cien hasta la camisa blanca debajo de su traje. Todos eran rostros anónimos cubiertos por pasamontañas negros, uniformados como un mismo equipo, camisas de mangas largas azules y pantalones negros, blindados con sendos chalecos antibalas así como rodilleras y coderas. Harían sentir indefensos a cualquiera, sobre todo a los que, como él, estaban realmente desprotegidos.
El pitido en sus oídos le ahorró escuchar cómo le disparaban a Oswald, cuyo clamor de piedad no fue suficiente para traspasar la determinación violenta de esas personas.
Lo tomaron por el cuello y lo hicieron arrodillarse, postura que indicaba la poca vida que le quedaba, pensamiento que confirmó cuando una pistola se posó en su frente. Un arma de modelo reciente, que solo había visto por internet.
Uno de los uniformados se volteó a ver la escena mientras metían a Leryda en la alta camioneta, todo su cuerpo se movía como una marioneta.
―No lo mates. ―Se quitó el pasamontañas, el rostro más buscado del país estaba frente a él. Sus ojos se abrieron como dos platos, su pulso no parecía querer relajarse―. Pronto recibirán su castigo.
Apenas y sintió el picor de la aguja que se le clavaba en el cuello, la reacción en su cuerpo fue casi inmediata, perdió el conocimiento mientras su cara chocaba contra la grava del camino, dejando su suerte a cualquier ente protector que viese por él.
Estaba a la merced del peor depredador.
...
Tocando Ascuas
(1 semana antes de la República)
―Esa gente se deslumbrará cuando te vean. Ojalá tuviera tu cabello. ―Erlín cepillaba la melena oscura de la Teniente con un peine que ella misma fabricó con unas ramas. La volteó para verla de frente―. Vaya, Teniente, ¿sale con alguien?
Estaban en época de milagros. Lo divino de verdad existía, pues la Federación había dado su brazo a torcer.
La Capitana Armstrong llegó el día anterior a la trinchera proveniente de la frontera entre el Cañón y Bahía, al suroeste de donde se encontraban. En ese lugar la Representante Federal del estado costeño, Milla Swiftwater, se reunió con Greta para entregarle las palabras los caudillos.
«Reúnan a un representante y a 4 diplomáticos y nos vemos a la brevedad posible en la capital».
Leryda conocía a Milla, era distinta, no portaba el mismo carácter de sus compatriotas. Por eso Benett confió en que su Capitana llegaría sana y salva, y así fue.
Swiftwater mandó a poner unas carpas y una serie de mesas para que el sitio luciera menos hostil, según Armstrong, a lo lejos lucía como una boda. Un santuario en mitad de la nada, con comida y bebida, ante la atenta mirada de los soldados de ambos bandos; allí no fueron enemigos, al menos por hora y media.
Lo malo ocurrió cuando Armstrong le mencionó que ella iría con ellos a la capital.
«Swiftwater sabe que estás con nosotros, no podemos ocultarte aquí, enfréntalos», fue lo que le dijo su Capitana, harta de intentar convencerla.
Erlín, al ver que su compañera se hallaba perdida entre las nubes de sus pensamientos, dijo:
―Leryda, no te pueden hacer nada, si tocan a alguno de ustedes, el país volará por los aires, porque me volveré loca y los destrozaré uno por uno. No me subestimes, tengo mis habilidades.
―Erlín... Solo, ya basta. Ojalá las cosas funcionaran como tú crees que funcionan, pero, entiende que...
―¿Entender qué? ―interrumpió ella, frunciendo su entrecejo, aparentemente ofendida, aunque nunca se sabía―. Entiendo que tenemos una gran oportunidad tocándonos a la puerta. ¿Quién diría que esa gente horrenda querría hablar con nosotros? Además, no me podrás negar que se caerán para atrás y sus cabezas les dolerán cuando tú aparezcas con ese uniforme impoluto, hondeando tu cabellera al aire como una especie de heroína de película.
Leryda le observó, como diciéndole: «¿En serio, Erlín?, ¿otra vez con esas tonterías?». Pero lentamente la expresión de hartazgo se aligeró en la Teniente, ciertamente le parecía una imagen divertida, aunque se tratara de ella misma.
—¿Qué? Tú me dijiste que no entendía nada. Al menos sé cómo manejar ese carácter tuyo, deberíamos colocarlo como un logro de la futura república: llenar de alegría a los más necesitados.
La Teniente, que ya tenía la guardia demasiado baja, al notar que su compañera se acercaba más y más, no pudo evitar reír.
―Que tonta eres... Ojalá poder ser más como tú. ―Tenía un talento nato para mejorar su ánimo, sobre todo cuando se acercaba con intenciones de más.
―¿Cómo yo? No tendría gracia si las dos fuésemos iguales. ―Erlín tomó un mechón de cabello de Leryda y empezó a jugar con él.
Benett cruzó los brazos, otra vez su mente le jugaba en contra.
―Despreocupada, con la conciencia limpia, sin enemigos... No eres como yo y eso es lo que más me gusta de ti. ―La Piel de Hierro se rio de su comentario. Leryda admiraba su alegría inmortal, su sonrisa que nunca desaparecía por completo, pero en ese momento a la Teniente le sobraba—. Estoy hablando en serio, Erlín ―afirmó con voz severa, haciendo eco en las cuevas.
―Está bien, señora Teniente. Solo que me hace gracia la forma como lo dices, como si fueses una Federal más o un demonio horrendo con fuego en los ojos y, en realidad, eres una cosa muy bonita..., y honesta, muy importante.
El pasado había entrado en su mente, no había vuelta atrás.
―He hecho cosas malas, Erlín. Cosas que causaron mucho daño a gente inocente..., a gente como tú.
Gente como Erlín; quizás si ella hubiese estado allí hubiera corrido con el mismo destino
Leryda, cansada de sentir miedo en momentos donde debería sentir cariño, le contó con ojo de detalle lo que ella hizo durante esa gira: las ordenes que dio, los heridos y la culpa que le perseguía desde ese momento. En parte, ella sabía que sus antiguos líderes tenían la culpa, ellos ordenaron reprimir mientras ella les pedía a sus soldados ser cautos y no abusar de la fuerza. Aun así, esas personas desaparecidas le perseguían y pesaban sobre sus hombros.
Ella no quería ni imaginarse cuántas veces sus órdenes fueron exageradas, ni la cantidad de personas en el país que sufrieron las consecuencias.
Si hubiese sido valiente, hubiera seguido el camino Capitana, entorpeciendo el actuar de los Caudillos, rompiendo sus hilos y armando planes de libertad a sus espaldas. Pero ella decidió ser una oveja más en ese juego horrendo del que el país intentaba salir.
Esperó drama, pararía con su pecho todas las cuchillas de desprecio que la Piel de Hierro le lanzara, oiría insultos y luego la vería marcharse para nunca hablarle jamás.
―No fue tu culpa, cariño ―dijo su compañera sin mayor sorpresa o rencor―. Leryda, eres Teniente y estuviste encargada de la seguridad de los caudillos. Pero, hay que ser sinceros, no tenías voz de mando allí...
―Erlín... —intentó excusarse, no porque su compañera le reprochara, sino porque jamás la había escuchado en ese tono, serio y cálido, negociador.
―No he terminado de hablar. Eres una mujer, no un ejército. Estarías muerta si hubieras intentado debatir con esa gente fea que no desea oír. Quizás otra te odiaría por eso..., pero yo no. Eras su subordinada, muy poco podías hacer.
»Leryda, cariño, entiéndelo de una vez..., no eres una Federal, tu corazón es bueno, sino no estarías aquí conmigo. Como tú, hay millones de personas que desearían huir, pero no lo hacen por miedo de lo que les pudiera pasarles.
»Sus propios soldados no creen en ellos, esa llama que tenían se apagó hace tiempo. Cuando te vean llegar a esa ciudad intentarían seguirte hasta el Cañón de regreso, con esperanza de hacer cosas diferentes.
No quiso debatirle, no podría, estaba sin palabras. Leryda pensaba que algunas cosas eran optimistas, pero que su compañera pensara de esa forma, era como empezar a conocerla otra vez.
―¿Por qué nunca me dijiste que pensabas así? —preguntó Leryda, todavía sintiéndose confundida.
―Nunca me diste razones. Por algún motivo, a las personas no les gusta hablar conmigo sobre esto. Supongo que..., una piel de hierro que anda diciendo tonterías por ahí no es... ¿Cómo lo dicen ustedes?
―¿No tiene madera de política?
―¡Exacto! No juzgues un libro por la portada ―declaró―, bueno, hora de ponerte el uniforme, la gran ciudad te espera. Solo intenta recordar a quién dejas en esta tierra, te estaré vigilando desde la lejanía.
Leryda, de sentimientos algo toscos y poco practicados, intentó abrazarla con todo el cariño que consiguió en su ser. El gesto se vio raro, acartonado y poco cálido, pero la piel de hierro se encargó de darle el toque que faltaba. Erlín la tomó como a ella le gustaba, tan cerca como fuese físicamente posible.
Benett, respirando sobre el cuello de Erlín, dijo:
―Te quiero tanto, Erlín... Gracias. —La piel de hierro se separó de la Teniente, mirándola con rostro incrédulo ante lo que había oído—. ¿Es raro que te lo diga? —murmuró, sintiéndose avergonzada.
―Sí, la verdad es que sí... —contestó su compañera en tono animado—. Tres meses esforzándome para un simple te quiero. Necesitaré un poco más para equilibrar la balanza.
Leryda acercó sus labios a los de su compañera.
Después de un par de minutos, Erlín, con risa nerviosa, se separó lo justo y necesario de ella para decirle:
—Excelente, me ibas a dejar sin aire. Sería buena idea que termináramos de arreglarte antes de que la señora Capitana entre preguntando por ti.
Leryda se había sacado varias cosas de lo más profundo de su pecho.
Pero ahora le tocaba enfrentar la realidad fuera de ese pequeño espacio bajo tierra.
Miró la silueta de su compañera hasta que se convirtió en un punto rojo que hondeaba en la lejanía.
Después de eso, no hubo más Erlín en su mente, solo la ciudad que la esperaba.
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