Capítulo 6: Cautiverio
Una derrota para la Nueva Federación.
Algo inaceptable y alguien pagaría por lo ocurrido.
No existía comentario de aliento que aliviara la tensión dentro de ese hervidero de resentimiento. El líder no se tranquilizaría con un par de palmaditas en la espalda, no era esa clase de hombre.
La desgracia había ocurrido: los Republicanos y su Junta de Gobierno habían capturado a la teniente Benett y la frustración emanaba por cada poro de la piel de Esien Marcano.
Los difuntos Caudillos eran capaces de leer lo que ocurría el país y dar soluciones a la altura. Hacían lo que fuera con tal de que la palabra error no se juntara con alguno de sus nombres. Al menos el líder de las Brujas tenía la certeza de que la torpeza de sus hombres no saldría a ninguna parte porque la clandestinidad los resguardaba. Nadie lo llamaría un fracaso, un caudillo a medias o una mala representación de las glorias pasadas.
Pero la idea de ensuciar el nombre inmortal de sus camaradas lo colocaba en una situación límite: ¡estuvieron tan cerca de precisarla! Pero sus ingenieros y mercenarios no fueron lo suficientemente rápidos obteniendo su ubicación. Errores de novato en personas tan preparadas, criados bajo el ideal de los caudillos desde que se alimentaban del seno de sus madres.
En su Federación —así como en su casa— ser negligente o inútil se pagaba caro. Los que cometieron esos errores deberían ser castigados, la nueva nación sería perfecta y él se encargaría de enderezar a los que fallaron.
La contraofensiva se estaba armando, si eran rápidos sorteando los obstáculos del intrincado Cañón Rojo, tendrían su oportunidad de darle en el dorso de las manos a la República.
Pero Marcano debía solventar un par de asuntos por mano propia primero.
El castigo no podía esperar, sin importar que tuviesen que fundir los motores para llegar a tiempo.
Solamente regañar a sus soldados no era suficiente, debía darles una lección que marcara sus rostros y los dejara hechos trizas, que sintieran en carne propia lo que él sintió cuando el techo y varios pisos de su antiguo Palacio de Gobierno lo enterraron vivo, que comprendieran que una vida de lucha no valía para nada si no se era precavido.
Mientras todo esto pasaba, la favorita del líder, su «número dos», escuchaba el estruendo de los nudillos del líder mientras corregía las desatenciones de sus soldados, eran 4 sujetos, todos gritaban por piedad, un error más para su cuenta.
Esa era solo la primera parte del castigo, luego los encerraría en alguna habitación húmeda y oscura donde más pronto que tarde se quedarían sin voz para seguir gritando.
Después, empezarían a enloquecer poco a poco.
La «número dos» se encontraba en un estado similar: ver los mismos muros grises de hormigón, el mismo colchón sobre la losa que sobresalía de la pared, el escritorio desordenado, el espejo roto, todo amenazaba su cordura.
Debía entretenerse con lo que pudiera y en ese momento se hallaba entrenando un poco, estrellando sus nudillos contra la pared, una y otra vez hasta quedarse sin aliento. Antaño solía levantar el colchón y golpearlo, hasta que se dio cuenta que eso no le ayudaría cuando su momento llegara.
Había perdido la noción del tiempo. Sus brazos le dolían y tenía su camiseta blanca sin mangas empapada en sudor, dejando a la vista gran parte de los detalles de su cuerpo. No había motivos para sentir pudor o taparse si alguien pasaba junto a su puerta, principalmente porque muy pocos la visitaban en esa celda disfrazada de hogar, además de que quien la viese con malas intenciones terminaría en la misma celda oscura clamando por piedad.
Sin embargo, al notar que mucho quedaba a la vista, se cubrió con la camisa azul que había dejado extendida sobre la cama. Sus mejillas pecosas se enrojecieron rápido, odiaba muchos detalles de su ser, eran indecentes, contrarios a lo que dictaban ideales que seguía.
Ya había sido suficiente por ese día, inclusive los soldados habían parado de gritar. Revisó su reloj y fue incapaz de ignorar sus imperfecciones, eso que le hacía débil y le recordaba que muy en el fondo no era diferente a esas pobres personas: eran decenas de cicatrices, una maraña de heridas que aún le escocían si pensaba demasiado en ellas, un recordatorio de cuando era aún más joven, una época que intentaba olvidar.
Observó su cara en el espejo roto, multiplicada una decena de veces y en todas podía notar que aún no era capaz de olvidar.
Era el rostro de la libertad, de la mujer más valiente que la nación había conocido —o eso decían los Republicanos, para ella era todo lo contrario—
Deseaba olvidarla, que todos desconocieran la imagen de aquella Capitana, esa que portaba el uniforme blanco y rojo, bañada en honores y respetada por los caudillos mientras conspiraba en su contra. Ella apostó por la caída de la Federación y había pagado.
Para su joven hija, lo que le había ocurrido a la Capitana Armstrong había sido justicia, lo que merecía por intentar jugarle sucio a los Comandantes Federales.
Si su Madre fue el rostro de la República, ella sería la cara de la Generación Federal. Lo único que se asociaría a su imagen sería la Nueva Federación.
Necesitaba separarse de ella, algo irónico, pues su madre ya no se encontraba en ese mundo. Imploraba silenciosamente poder borrar su imagen cada vez que se miraba al espejo, eran idénticas, una misma cosa.
Las cicatrices se lo ponían aún más difícil, eran un recuerdo constante de su madre, aunque ella misma se las hubiese hecho.
«Tu provocaste esto», pensó Clara observando inconscientemente sus debilidades.
—Clara... —Pronunciaron su nombre desde la puerta —, no te tortures.
»Te dije que no las observaras, tú no eres eso ―le dijo Marcano asomándose por la puerta, observándola mientras miraba sus propias cicatrices―. Pronto se irán, conozco doctores, así no las verás nunca más.
―No las miraba. ―Se subió la manga―. ¿Ya terminaste de ablandar a esos inútiles? Deberías pedirme ayuda de vez en cuando, te podrías hacer daño en las manos ―sugirió mientras veía a Marcano limpiarse los nudillos enrojecidos con un pañuelo.
―No disfruto haciendo esto, así que no te meteré, aunque me lo pidas ―Clara se sentó al borde de la cama de brazos cruzados, en parte por disgusto, en parte cubriéndose el pecho con la camisa lo mejor posible.
Sin embargo, se acomodó en una esquina de la cama, invitando a su líder a acompañarla.
»El Comandante Oldham solía decir que las personas solo aprenden a la fuerza. No soy tan partidario de esa idea, pero... a veces es inevitable, si no encontramos a Leryda...
De inmediato notó como Clara ocultaba sus iris verdes poniendo los ojos en blanco, apretando más la camisa contra su ser. Pero no habló, no cayó en la discusión de siempre.
—No tomes esa actitud, no ahora. Además, que la quiera incluir a ella no significa que serás excluida.
Observó el rostro ovalado de la pelirroja llenarse de esperanza, las pecas sobre su nariz y mejillas que le daban un toque infantil parecían iluminarse. Para él era como su hermana menor, por más que su único parentesco fuesen sus creencias. Él la guio por ese camino, fue su mentor en tiempos tempestuosos y quizás gracias a él, ella ahora era la mujer hecha y derecha que tanto le enorgullecía.
Para ella el sentimiento era mutuo, era su hermano, la figura más imponente en su vida y el único que estuvo para ella en las buenas y en las no tan buenas.
Pese a las invitaciones, Marcano no se sentó junto a ella. Prefirió observar los alrededores, ignorando el desastre y la marca en la pared donde Clara solía entrenar.
Le dolieron los nudillos aún más.
Junto a la cama había un pequeño closet desmontable. Paso sus manos por las prendas, la mayoría sweaters de manga larga coloridos, algunos pantalones de jean y una que otra falda. No le interesaba mucho como se vistiera, era cosa de ella.
Y a Clara tampoco le molestaba vestirse así, le gustaba el color, aunque allí abajo apenas existiese.
Pero a sus líderes sí que les hubiese importado bastante.
―La misión se retrasará para nuevo aviso. —Había malas noticias y él prefería soltarlas de golpe.
―No me jodas, Esien, me estoy volviendo loca en esta mierda. —Se levantó de golpe —. A tus esbirros los mandas a hacer cosas por todas partes y a mí me dejas como una prisionera.
Ella no se consideraba un esbirro más.
―Clara, tu vocabulario, calma, no seas soez, no va contigo. A parte, sabes bien que siempre guardo lo mejor para ti.
―Lo siento... no quiero parecer corriente, pero... necesito hacer algo que no solo sea esperar. Algo de progreso sería increíble, aquí solo... —Las cicatrices le empezaban a escocer por el sudor. Sabía lo que quería insinuar, mas prefirió callar.
―Clara, recuerda que toda mi comprensión es para ti. Pero, solo necesito que extiendas tu paciencia unos días más, tú serás una de las protagonistas de este plan, no quiero que te distraigas en tareas... "corrientes" ―La tomo por los brazos y la invitó a tomar asiento otra vez. Luego acaricio su cabello con cariño, siempre tan lacio, como cables de cobre perfectamente alineados.
―¿Me adelantas algo? Aunque sea para imaginármelo mientras no hago nada. ―La complicidad en su mirada le resultaba tierna al ex federal, aunque estuviese impulsada por la impaciencia.
―Eso arruinaría la sorpresa, pequeña Clara. ―Se levantó y se acercó a la puerta―. Quédate con que serás importante, solo con eso puedes hacer volar tu imaginación. Se fue, mientras se colocaba un pasamontaña negro.
Clara se recostó con los brazos tan extendidos como su cama le permitía y cerró los ojos, se imaginó mundo perfecto y en él, ella observaba el horizonte desde un edificio alto. El cielo, la brisa y el chasquido del fuego susurraba su nombre, su rostro cubría las pantallas y portadas de cada medio.
Y borraría el de ella.
Ese mundo se haría realidad, él se lo había prometido.
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