
Capítulo 5: Persona de Interés
Otro lunes en el Ministerio, el mismo caos.
El cielo capitalino se pintaba poco a poco de un tono sucio, mientras a un lado todavía seguía brillando el sol con la intensidad nociva de siempre.
Una llamada llegó a eso de las 10:30 am, mientras una oficinista que apenas llevaba dos semanas trabajando en los cubículos cercanos al despacho de la Ministra de Defensa preparaba la segunda tanda de café de ese día. Tomo la llamada y de inmediato se sintió confusa: una mujer desquiciada se había intentado suicidar saltando de un muelle. Una vecina preocupada llamó a la policía para que la ayudaran, luego la mujer se negó a recibir a los oficiales, cerró la puerta de su decrépito rancho con seguro y no se supo más.
—La vieja que nos llamó le decía a la muchacha que la íbamos a ayudar, que por favor abriera, pero nada. El tema es que a uno de los oficiales se le hizo familiar y... quizás estén buscando a alguien como ella: alta, unos 25, quizás 30 años. No sé quién sea, puede ser una criminal huyendo, los pueblitos de la costa son como imanes para los fugitivos.
Era una situación rara, pues la mayoría de los habitantes del pueblo ni siquiera sabían quién vivía allí y otro grupo todavía pensaba que la casa estaba abandonada.
El Oficial Moraes iba pasando por el pasillo, buscando una taza de café que le calmara la jaqueca que había llegado temprano el lunes.
―Déjeme preguntar, le informaré si encontramos algo, señor. ―Colgó.
―¿De qué se trata, agente? ―preguntó Moraes, esperando el café.
―Algo de una mujer en Bahía, supuestamente está medio loca... ―le relató lo que el otro oficial le comunicó, en un tono como si se tratase de un chime de pasillo.
Felipe abrió mucho los ojos, entró en un éxtasis que tenía años que no sentía en su trabajo.
Moraes casi tiró al suelo la cafetera cuando se abalanzo sobre el teléfono, si la muchacha no se hubiese apartado quizás la hubiera tirado al suelo también.
Nunca le había dado tan fuerte a un botón de remarcar.
―¡Cuénteme todo lo que sepa! ―espetó sin siquiera identificarse. Al hombre del otro lado le quedó pitando el oído un buen rato después.
Minutos después, la Comitiva del Ministerio se embarcaba hacia Bahía. Moraes sonreía por varias razones. En primer lugar, porque estaría de paso por su tierra, le serviría para recargarse de energía al dejar de ver por un rato la tumultuosa ciudad y dejar de tratar con sus habitantes. La segunda razón iba enganchada a la primera, pero era muchísimo más importante, la tranquilidad que significaba no seguir siendo presionado por esa señora rabiosa, mejor conocida como la ministra.
Cuando entró a su despacho no podía con su felicidad, era un "te lo dije" al pie de la letra. Seamann le pregunto lo lógico, si estaba seguro de que era ella, con su típico tono criticón, como si se quisiese tragar a las personas. Moraes prometió que sí lo era. Y más vale y lo fuese.
Él no lo sabía, pero esa llamada repentina les había dado su primera victoria en contra de los enemigos del país.
No sabía muy bien qué le diría a esa mujer, y mejor no pensarlo con demasiado hincapié. Él creía que una buena improvisación era mil veces más efectiva que leer tarjetas o planificar un discurso con antelación. Sentía tener cierta habilidad en eso, algunos lo llamarían irresponsable o flojo, pero no había de qué preocuparse si sus palabras estaban bien afinadas.
Eso le hizo sentirse relajado. El aire acondicionado del carro le hizo quedarse dormido.
...
Escuchó otra vez la puerta sonar, los trozos de hierro traqueteaban entre sí creando un sonido horrendo. Maldijo a la anciana tantas veces como su voz mental pudo. ¿Acaso la gente no podía dejarla en paz mientras su vida se descomponía? Era fiel creyente que su mente se iría reparando con el tiempo y olvidaría los tragos amargos, ¿cuál era la necesidad?
El día anterior cuando cayó al mar y sintió como el agua fría y la oscuridad la envolvían, pensó que era lo correcto, que sus recuerdos la habían llevado allí para terminar de buena forma: enfrentando sus miedos antes de morir.
Tristemente la negrura y el temor que le guardaba le superaron, además que la marea estaba algo baja y ser alta no le ayudaba a querer ahogarse.
La anciana chismosa intentó ayudarle mientras salía del agua tosiendo y ella le espetó:
—¡Métase en sus asuntos! —Una frase que llevaba meses queriendo escupirle en la cara.
Minutos después llegaron un par de policías, uno más famélico que el otro, con otros dos hombres que decían ser doctores. Estuvieron a punto de derribar su puerta, mientras la anciana al otro lado repetía una y otra vez que la ayudaran o que pronto sería demasiado tarde.
«Ella es la que necesita ayuda, ¿porque se mete tanto en los asuntos ajenos?», pensaba Leryda, desentendiéndose de los llamados en su puerta.
Después de un rato se cansaron y se fueron, a la vez que la vieja Soares les insistía que se quedaran, sujetándolos de sus uniformes desteñidos.
Hoy al parecer sería igual.
―¡Hija! ¡Abre! Es urgente.
«Maldita vieja chismosa. ¿Urgencia? ¿Cuál urgencia? ¿Más pan?»
No sabía siquiera por qué se molestaba en levantarse, pero lo hizo, al ritmo de los golpes en su puerta. Sin embargo, entre toque y toque, se escuchaba algo más: ¿Murmullos? ¿Acaso había más gente con la vieja insufrible?
Se tumbó a unos pasos de la puerta y observó a través del espacio entre el suelo y el borde metálico.
Y a parte de los pies callosos de la anciana y sus chanclas gastadas, vio al menos 4 pares de zapatos del otro lado. No había tiempo que perder, así que puso en marcha un plan a medias que pensó en sus primeros días en el rancho.
...
―¿Seguro que está aquí, señora Soares? ―Moraes con los brazos en jarra veía el rancho oxidado, le daba asco el olor de los restos de pescado en la esquina.
―Claro que sí, ¿cómo van a dudar de mí? Es mi vecina desde el año pasado... Por cierto ¿Cómo se llama la mujer?
Moraes se rascaba su cabello duro mientras pensaba qué hacer. No le quedó de otra que pararse frente a la puerta y presentarse.
―¡Buenos días, señorita Benett!.... Soy el oficial Felipe Moraes, secretario en jefe del Ministerio de Defensa, vengo en nombre de la ministra Meredith Seamann. ―Nadie respondía. La señora Soares se tapó la boca con las manos, no se creía nada de lo que pasaba―. Teniente Leryda Benett, venimos por usted.
―¿Es una delincuente fugitiva o algo así? Hace años varios hombres que robaron un banco en Bahía llegaron hasta acá y...
―No, señora. No es ninguna delincuente ―Moraes necesitaba una excusa para sacarse a esa abuelita de encima―. ¿No tiene café? A nosotros nos gustaría algo de café, ¿verdad, Oswald? ―Oswald lo miró confundido, Moraes sabía que a él no le gustaba el café.
―En mi casa tengo, ya regreso ―Se fue. La palabra "perfecto" se repetía en la mente del oficial.
—Moraes, ve esto. —Oswald le enseño al oficial una imagen que guardaba en su teléfono, era la foto que la Tenienta tenía en su casa, era el mismo Rancho—. Me acabo de acordar, por fuerza debe ser aquí...
De la esquina salieron los llantos de un niño, el cual apareció frente a los agentes arrastrando un triciclo de colores que se enterraba en la arena.
Moraes se agacho para estar más cerca de él.
―¿Qué pasó, pequeño? ¿Te lastimaste? ―El niño balbuceaba mucho, ¡un fantasma! Se le entendía―. Tranquilo, los fantasmas no existen ―dijo para tranquilizarlo.
―¡Allá va! ¡Se está escapando! ―gritó la señora Soares asomada desde el porche de su casa.
...
En una de las esquinas traseras había un hueco tapado con una lámina de aluminio, medio enterrada en el suelo para que estuviera firme. Un plan de escape a medias, porque todo lo que seguía después de salir era una total incógnita. No era sensato y era ofensivamente cobarde, pero solo viviría a su manera, era eso o nada.
Se levantó y se acercó al pedazo de aluminio oscurecido y empezó a tirar de él, de lado a lado para sacarlo de la tierra.
Avanzó con una combinación de pasos rápidos y saltos pequeños que se traducían como "correr". Un niño se cayó de su triciclo al verla, gritaba como si hubiera visto una cosa horrorosa. ¿Cuántas pesadillas tendría después de ese momento?
Cruzó la carretera de arenisca detrás de su rancho; ahogó un grito, se había hecho un corte en el pie con una botella reventada junto a la vía; se mordió la lengua y siguió, metiéndose entre dos casas. Quienes la vieron reaccionaron de formas distintas: un hombre asomó su cabeza por la ventana intentando ver si se trataba de algún ratero y una señora casi se cae hacía atrás del susto mientras barría el patio de su casa.
―Pensé que nos conoceríamos de otra manera, señora Benett. Si es tan amable de quedarse quieta donde está ―Se topó de frente con una camioneta negra.
...
Intentó seguir corriendo, pero Moraes, ágil cuando su cuerpo se lo permitía, ya la tomaba con fuerza.
―¿Por qué se pone así? Somos mismo bando.
―Déjeme ir... ¡Suélteme! ―Qué dientes tan amarillos, pensó Moraes. Los mostraba con rabia, y su voz gruesa era como un rugido.
―Tranquila, tranquila, Benett. ―Le pidió ayuda a Oswald, que conducía el carro. No aguantaba el aroma que desprendía la mujer, era una combinación entre sudor, sal y pescado.
La subieron en la camioneta como pudieron, pero la rabia que desprendía esa mujer era incalculable, sin importar que la esposaran y que trataran de convencerla de que se calmara, ella seguía azotando sus pies contra las puertas. Había que llevarla a un sitio donde pudieran convencerla y rogarle a cualquier entidad benévola que los ayudase a calmar esa fuerza producto de la locura.
...
Se detuvieron junto al camino solitario, el mar batía sus olas contra la arena. Las nubes grises daban un aspecto lúgubre a la escena, dos hombres trajeados llevando a rastras a una mujer maltrecha. La sentaron cerca de la orilla, frente a un grupo de botes que subían y bajaban con las olas.
Leryda veía el escape cada vez menos probable, pero igual se levantó rápido e intento huir otra vez. Moraes no recordaba cuántas veces había maldecido ese día, sentía que ya no hablaba ni pensaba sin insultar a todo mundo.
Oswald logró agarrarla de nuevo, más bien levantarla, porque cayó a los pocos metros. Su cabeza chocó contra la arena. En una situación así el Oficial simplemente se reiría ante tal torpeza, pero esta vez solo sentía pena por Leryda, era una persona desecha que no buscaba ayuda, solo quería huir.
Sujetaron las esposas a un tronco viejo que servía como amarre para los barcos. El oficial tomó agua del mar con sus manos y ayudó a la Teniente a limpiar su rostro. Detrás de la arena y la piel sucia descansaba un rostro agraciado, frío y distante. La mandíbula marcada y las mejillas hundidas transmitía dureza, mientras su labio superior prominente mostraba feminidad. Los ojos de iris negro lo observaron por un instante y no eran los mismos de las fotos, ya no amenazaban, solo llamaban a sumergirse en la oscuridad que albergaban.
La mujer elegante que vestía de traje y uniforme seguía allí, en alguna parte.
―¿Necesitas algo? ¿Agua para beber, comida, algún medicamento? ―preguntó en modo paternalista. Ella negó con la cabeza, pero el oficial no le creyó y le trajo una botella de agua del carro. La observó y pareció ignorarla, tiempo después pidió que la ayudaran a beber; estaban dando pequeños pasos.
»Necesito que nos acompañe... Son órdenes de mi superior, la ministra Seamann, ¿la recuerda?
― ¿Para qué me quieren? ―Su voz, aunque algo difusa por el poco uso, seguía siendo imponente, como un regaño constante ―. Nadie me buscó en tanto tiempo, ¿por qué ahora?
―Si supiera todo lo que trabajamos para encontrarla.... Siéndole 200% sincero, nadie en ningún departamento sabía a dónde había ido, tuvimos suerte de que... bueno, hay gente que se preocupan por sus vecinos, hay que darle algo a esa abuelita por será tan atenta.
Benett puso los ojos en blanco.
―Si tanto trabajaron... —La mujer se quedó en blanco por un segundo—, solo dígame qué quiere.
Moraes no estaba preparado para improvisar en ese momento.
―Verá, Teniente, nuestro gobierno... necesita de su ayuda ―Sentía que le hablaba a un maniquí.
―No estoy en condiciones... Ni me interesa ayudarles...
―Dejé que el oficial Moraes le explique, señorita Benett ―Oswald interrumpió. El Oficial con un gesto rápido le pidió a su asistente que se callase, podía poner nerviosa a la mujer.
―La junta no tiene tanta popularidad como cuando usted se marchó. Hay elecciones el año que viene y mucha gente les dio la espalda... En la capital hay gente que piensa que ni siquiera ocurrirán y que nos transformaremos en una nueva especie de Federación, pero sin dinero... ni gente...
―¿Nos transformaremos? —contestó, excluyéndose.
―No pretendemos que sea una de nosotros. Yo, personalmente, no quisiera que a alguien como usted la viesen con los mismos ojos que a nosotros. Todos la hemos cagado alguna vez, pero nosotros en el Ministerio queremos darle vuelta a la tortilla y hacer las cosas bien. ―Moraes esperaba que no tuviese idea del caos de los últimos meses, esperaba que ojalá no hubiese visto un periódico u oído una radio lejana en todo ese tiempo.
»Le explicaré ―continuó―. Queremos... más bien, la Junta de Gobierno le quiere indultar. Olvidaran su huida o deserción, como ustedes los militares lo llaman. Ellos van a lanzar unas nuevas campañas como parte de las celebraciones del aniversario de la victoria, para que la gente como nosotros que cree en ellos, estén más cerca. Y para los que están dudosos vuelvan a nuestro lado. Ya sabe, patriotismo, banderas y, lo más importante, darle a la gente lo que quiere.
―Y... ¿la gente quiere patriotismo y banderas?
Moraes se secó el sudor de la frente. Ojalá hubiese preparado tarjetas.
―Una cosa que tenían los federales era que mucha gente se identificaba con ellos, su himno súper heroico y ruidoso, sus palabras fuertes... Eso no se ha podido conseguir.
Leryda solo se encogió de hombros, como preguntando: ¿qué quieres que haga?
El oficial utilizó una de sus últimas cartas.
―¿Te suena un tal Marcano? Yo no lo conozco, ni quisiera topármelo, pero la ministra lo ODIA.
―Murió cuando bombardeamos el Oriente... No quedo nada del ayuntamiento.
―Vamos, Teniente, usted sabe lo astuta que era esa gente, son como una serpiente, por cualquier hueco se escapan. Removiendo los escombros para la reconstrucción, encontraron varios kilómetros de túneles, después nos preguntamos dónde quedó el dinero.
Leryda se quedó en silencio, su mirada apuntando al suelo.
―Marcano no era como ellos... Lo corrompieron... o quizás el poder le hizo mostrar su verdadero rostro... En la academia era un soldado sobresaliente.
¿Acaso eso era empatía? ¿Una pizca de humanidad?, Moraes no lo sabía del todo.
―No le tenga lástima a ese animal, Teniente, supuestamente anda reuniendo gente, equipos, armas a montón, no sabemos para qué; unos dicen que se esconde en las montañas cerca de la capital y otros que huyó a alguna isla en el sur.
―No es lástima... lo di por muerto hace mucho.
―Usted podría ser importante para que esos problemas no lleguen.
―Solo míreme... no sea ingenuo, ¡búsquense a alguien más! ―le contestó de manera tan severa que hasta el más fuerte se hubiera sentido regañado―. Ustedes son... los que deben buscar soluciones... y gente que le importe... ―Se había quedado sin aliento con tan pocas palabras.
La luz atravesó las nubes grises, Leryda bajó la vista, le molestaba la luz en los ojos.
La creatividad estaba agonizando en la mente del oficial, por un instante se quedó observando la arena, como si sus ideas estuvieran enterradas allí. Oswald se apartó para contestar una llamada y allí recordó su carta bajo la manga.
―Sabía que sería una mujer difícil de convencer, quiero decir, 6 meses detrás de una persona es bastante, y mi trabajo dependía de eso. ―Saco su celular y puso un vídeo―. Y eso me dio tiempo de aprender sobre usted y las cosas que hizo, dígame, ¿quién es esa mujer?
Era ella, la misma Leryda, pero tan distinta a la vez. En el video enterraban la bandera de la República con sus 6 estrellas frente al Palacio de la Omnipresencia con la ayuda de otros soldados, entre ellos la que más le llamaba la atención Moraes era una mujer pelirroja y robusta que ayudaba a la Tenienta a mantenerse en pie entre los escombros y el fuego que consumía los cimientos de la difunta Federación.
―Muchos recuerdan este video, yo incluido; allí me di cuenta que tanta guerra había servido para algo. ―Moraes no podía creer que la mujer que tenía en frente era la protagonista de esa escena, ese momento olvidado, el cual también empezaba a perder fuerza en el recuerdo colectivo de la gente―. Pero las personas no la conocen, ni sus compañeros... ―Observó cómo la teniente, un tempano de hielo inmutable ahora sollozaba con dolor bastante sincero.
Había tocado una tecla sensible, una fibra escondida por tanto tiempo, un sentimiento que había estado creciendo por meses y meses alimentándose de su propia impotencia.
Moraes se hincó frente a ella y la tomó de los hombros, como diciendo: llora todo lo que quieres.
Nunca entendería su dolor.
Lo que si estaba claro era que la Federación los había roto a todos de una manera diferente, a ella, condenándola a sufrir por sus recuerdos.
Sabiendo como concluía el video, Moraes guardo su celular.
―A lo mejor no tenga ganas de trabajar para nosotros, pero, piense que lo hace por ellos, por los que no están aquí con nosotros, deles el trato que se merecen... Ellos se lo agradecerían ―le dijo Moraes.
Los segundos pasaron lento, pero al final Leryda accedió:
―Vamos... quíteme las esposas, iré con ustedes.
Otra victoria para la Republica.
...
Había aceptado, volvería, dejaría de huir.
Quizás nunca llegó a ser buena huyendo.
Tal vez nunca se lo tomó en serio.
Pero ahora iban de camino al lugar que había abandonado hace 6 meses, a intentar darle forma a todo lo que dejó atrás en un primer momento. Encontrar motivos para que no le dieran ganas de huir de nuevo.
Puede que fuese una idea horrible, quizás le pagarían de la misma forma, sin embargo, Leryda ya no podía cambiar de opinión, abrir la puerta y caer rodando a un lado de la carretera. Huir no era una opción, daría la cara, mostraría su limitado ser, obedecería ordenes pretenciosas y complacería las fantasías patrióticas de los gobernantes, quizás de esa forma le permitirían cambiar algunas cosas y mejorar el panorama para quienes pasaron por lo mismo que ella.
Y así cumpliría la promesa que algún día hizo. Ese juramento que era más fuerte que el que hizo cuando se convirtió en soldado, era algo que pensó sería incapaz de cumplir y que deseó poder borrar de sus pensamientos.
Pidió que no se llevaran nada de su casa, todo lo que valía algo para ella lo tenía puesto.
El brazalete en su muñeca era la única cosa que le importaba.
Pronto se volverían a encontrar, estaba segura.
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