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Capítulo 49: Da Mihi Potestatem

La sala de mando estaba sumergida en el más absoluto silencio.

Marcano observaba por las pantallas como los pieles de hierro intentaban desencajar la compuerta de entrada. Tenía sentimientos encontrados, una mezcla entre admiración y repudio; la gente roja combatía como bestias, impulsadas por algo más que su propia determinación y repudio hacia los Federales.

Poseían las agallas de arrojarse a la batalla inclusive sabiendo que estarían en desventaja, tanto en equipamiento como en preparación. Eran guerreros a la antigua, empuñando creencias aún más arcaicas.

Era la victoria o la muerte, no existían las medias tintas.

En la esquina superior derecha, una pantalla mostraba el misil y la arena detrás de este, enfocado desde una cámara en la cima de una colina. Allí el ex Federal observó cómo la gente del cañón trazaba un circulo con gasolina alrededor del silo del cohete. Dicho círculo se transformó de a poco en un símbolo antiguo, con una circunferencia más pequeño dentro y dos puntas rectas que apuntaban hacia el sur, ademas de otros detalles que no se lograban apreciar.

Encendieron el fuego y el símbolo brilló. Alrededor de esa figura colocaron recipientes de donde emanaba un humo espeso que parecía consumir la realidad a su paso.

Partes del cohete eran solo niebla gris.

-¡Salgan!, todos ustedes, necesito pensar ―solo quedaba Bertrand, observando el estupor de su líder ante los soldados rojos.

En su soledad, Marcano se volteó en su silla hacía la sala vacía con aires meditativos, respirando lenta y profundamente sabiendo lo que se le venía. Ese momento para el que tanto se preparó había llegado y el sentimiento era diferente a como se lo imaginó en un primer lugar.

Los últimos días su mente pasó por un proceso de ajuste. ¡El era la voz del cambio!, y como tal, no podía dejar ni una sola roca sin voltear en cuanto a cómo sería su forma de gobernar y sus más cercanos colaboradores lo habían notado de una u otra forma.

Debajo de la mesa, en unos cajones pequeños, había guardado su uniforme, el que lo identificaba como el Federal que antecedió a la desgracia. Se vistío a la vez que en las pantallas los pieles de hierro se reunían alrededor del misil, tomados de las manos para comenzar a recitar cánticos ceremoniales en su lenguaje ancestral.

Le rogaban al cielo sobre ellos, a algo invisible, pero que en sus mentes tomaba forma y sentido. Algunos podían estar más cuerdos que otros, pero en ese mundo que compartían, era bien visto acuñar esa clase de creencias sin importar lo más o menos loco que estuviera el individuo.

Y sopesando aquello, se llegó a preguntar: ¿Acaso era incorrecto desear esa clase de idolatría?

En su pensar, aquello era algo deseable y apasionante inclusive, ya que era algo que iba más allá del concepto de vida y muerte. La inmortalidad real, más allá de las estatuas y las baladas épicas.

-Si ellos tienen a sus santos, ya veremos a quién le hacen más caso.

De la misma gaveta sacó un encendedor, su culto personal le llevó a tener siempre uno a la mano. Remangó la manga de su traje y continuó con el ritual que su pupila había interrumpido. Debía calentarlo aún más, debía sentir ese calor, forzar a su amuleto a reaccionar, sin importar que su piel se cayera a pedazos ennegrecida.

¡Funcionaba!, la temperatura en ascenso lo llenaba de éxtasis, esa sensación que hacía hormiguear su brazo, que rozaba en la locura y le hacía imaginarse los usos prácticos de esas creencias para el futuro.

El cañón era un estado tan laico por un motivo. Países a lo largo del mundo centraban su política alrededor de eso, obedeciendo creencias iguales a las que el ahora portaba, centrando todo el gobierno en dogmas escritos hacía miles de años y acatados al pie de la letra por sus creyentes, en este caso, la gente roja que hoy tocaba a su puerta.

No importaba ser una persona horrenda, no tener valores o tratar mal a terceros si tenías la mano puesta sobre un libro antiguo. Si me defiendes a mí y haces lo que digo, la salvación será tuya, así lo interpretaba Marcano.

Era otro nivel de poder, más absoluto, como un culto a la personalidad, solo que, en vez de venerar a señores de la guerra y uniformados, se adoraban a entes que los comunes no podían ver.

El hecho simple de toparse con ellos era llamado «Milagro», como los relatos en los que entes divinos se le manifestaban a personas normales y luego esas fechas quedaban enmarcadas como experiencias de fe.

Mientras el calor lo colmaba, hizo un saludo militar hacia la sala vacía con su brazo libre, ahora los veía claramente, otro nivel de poder.

Poder ajeno a la muerte, como el deseado por las civilizaciones más antiguas.

Sus antiguos compañeros lo veían desde las 8 sillas de esa habitación vacía, con sus uniformes blancos teñidos de rojo, lo observaban fijamente, juzgándolo. Se le había hecho costumbre topárselos, le resultaba casi halagador que abandonasen su descanso eterno para guiarlo por las vías del poder, lo hacían sentir escrutado, le motivaban a dar pasos firmes, tal y como a ellos les gustaba.

-Cuando gane esta guerra... contaré lo que ustedes hicieron por mí, este apoyo brindado... -Marcano no pudo contener las lágrimas, el Comandante Oldham lo miró extrañado y negó con la cabeza, no era la forma de actuar de un hombre -, perdón.

Aspiró con fuerza y giró el timón de sus sentimientos, cambiando de tristeza a felicidad; recto, como le habían enseñado.

»-Pienso que quizás, los primeros creyentes también pasaron por una fase de incredulidad, se cuestionaron su sanidad e intentaron voltear hacia otro lado en vez de afrontar la realidad con la fe necesaria... uno de ustedes lo vio primero... -el Comandante Hugh O. Rabidsen, con su piel colorada como el caño, le sonreía con regocijo. Marcano recordaba con cariño esas pláticas donde su líder le exponía los secretos de la fe en el hierro, tomándolo como una especie de preámbulo a este momento.

El comandante del Cañón, como cualquier hombre terrenal el verse tan cerca de la desgracia, llenó su mente prodigiosa de desesperación pura y la sensación de perder las riendas lo llevó a practicar toda clase de creencias, locales y extranjeras, e inclusive, volver a las que corrían por su sangre. Allí se llevó otra decepción, los clarividentes que hablaban la misma lengua que su «creador» le aseguraron que este le había dado la espalda por todo el dolor que llevó a su tierra y que no lo perdonaría ni en un millón de años.

Marcano no metía las narices donde no lo llamaban, además de que los pieles de hierro históricamente siempre habían sido la etnia más vapuleada por los demás estados, era un hecho que ni él ni sus líderes podían erradicar. Si Rabidsen había obrado mal, él no fue el primero en hacerlo.

Quizás esas deidades le debían un favor por aplastar a los bastardos de traje que unieron esa nación solo para hundirla en el olvido. Ellos tampoco vieron por el bienestar de la etnia roja, dejando al cañón como una caja chica de la cual sacar provecho y saquear a manos llenas. A Esien le hervía la sangre al recordarlo, la historia era tan hipócrita y cruel con quienes la desconocen.

-No debo ser el único con estas experiencias... esto lo debe experimentar el país entero, entender que ustedes, mis Comandantes, trascienden toda clase de lógica, que pueden gobernar incluso desde su realidad. Con mi ayuda eso será posible, así como yo uso uno de estos amuletos sagrados, los iluminados que ustedes elijan también lo harán, mi persona llevará su voluntad hacia los elegidos... será una asamblea extraterrenal, inmortal, como ninguna en este mundo.

De las sillas del final una figura familiar y recorrida tantas veces por sus sentidos se levantaba y se dirigía hacia él. Embriagado por su presencia, el estupor de ver lo imposible lo llevó a erguirse, a la vez que su confidente le tomaba de la mano, la pareja con poder que el mundo no conoció.

Adoraba su tono de piel y esas facciones exóticas que la hacían ver como la reina de una civilización de fantasía entre las dunas. Esa mirada tranquila era irrepetible.

Le costaba admitirlo, pero detestaba cuando los caudillos la despreciaban y la hacían menos por las cosas que la hacían bella.

-¿Aprueban mis intenciones? -observó el rostro de Mila y luego entornó su mirada al público.

Todos se levantaron y mostraron sus respetos hacía el.

-Su voluntad sea hecha... -en un abrir y cerrar de ojos sus líderes se esfumaron, el brazalete se había enfriado.

Tomó su radió y le ordenó a Bertrand que dejara ingresar a los soldados que cupiesen en la sala. No dejó que ninguno tomara asiento, Jersey se llevó un fuerte regaño por intentarlo.

Sus subordinados le ofrecieron respeto al verlo vestido de Federal, aunque la mayoría se sintió extrañado por el gesto.

-Pronto los traidores entrarán en nuestras instalaciones... déjenlos entrar, crearemos un pequeño infierno para que se entretengan mientras nuestros camaradas en las ciudades ganan territorio... victoria o muerte hijos de la patria...

Sabía que lo veían, dondequiera que estuviesen. No podía titubear, el esfuerzo de su vida, el sacrificio de serle fiel a una causa no podía ser en vano.

Se quedó solo nuevamente... aprovecharía el tiempo para mantener su fe tibia.

El final había llegado y si el creador no lo ayudaba, que el destructor de mundos lo reclamase como su campeón.

-Se que están allí, nunca se fueron por completo. El cuerpo es una cáscara... denme su poder, cédanme algo de su gracia y fortaleza para sobrellevar el embate final... es muy probable que no llegue a ver el resultado de mi... de nuestra lucha. Pero en el tiempo que me quede, juro que nadie volverá a pisotear sus nombres.

El brazalete se enrojeció y siguió calentándolo.

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