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Capítulo 48: Reloj de Arena

-¡Clara! ¿Por qué disparan?, son de los nuestros, ¡son de los nuestros!

La pelirroja refugió a la Ministra escaleras abajo al escuchar las balas siseando hacia su dirección. Tampoco lo entendía, si tuviera radio estuviera gritando por explicaciones.

-Catlyn, dame tu arma, baja lo más rápido que... -la arena se levantó frente a ella, seguido de un pitido infernal en su oído derecho que le hizo posar sus manos sobre la compuerta para cerrarla.

Sus fuerzas no eran suficientes, la explosión tuvo que deformar el hierro, salvándola en el proceso.

Subió la vista hacía las dunas, como si el caos la llamase:

-¡Catlyn, el arma! -exclamó.

No supo cómo explicar el grupo de retroexcavadoras que descendían por la pendiente, el ruido que producían opacaba el de las balas. Cargaban las palas levantadas y dentro de ellas, se escondían personas armadas, como una especie de nido. Bajaron por la colina a toda velocidad, llevándose por el medio a 5 soldados que cayeron por la pendiente arenosa para ser aplastado por las máquinas poco después.

Detrás, un grupo de más de 100 personas, descalzas, muchas sin camisa o con uniformes viejos, bajaban deslizándose poco a poco por la arena.

Arrojaban paquetes con mechas encendidas por doquier, dinamita.

La gente corría hacia sus soldados en una estampida brutal acompañada de gritos de guerra y... ese humo tóxico que le robaba el aliento a Armstrong. Debía respirar por la boca y a bocanadas largas y forzadas.

Un hombre con el pecho descubierto le disparó con una escopeta antigua, un perdigón le rasgó la manga izquierda. Ella lo fulminó de un único disparo en la cabeza, viéndolo caer hacia delante como si quisiera seguir atacándola. Apenas pudo ver a un segundo sujeto que trató de cortarle el brazo de un machetazo. Esquivó, y con una fuerte patada en su pie de apoyo lo tiró al suelo, el hombre intentó dos cortes más antes de que lo ejecutara de dos tiros en el pecho.

―¡Ataquen! ―les ordenó a los soldados que quedaban, de los cuales muchos ya se habían retirado hacia dentro del bunker por entradas secundarias―. ¡Maldición...! ―masculló al ver cómo bajan camiones enormes repletos de gente.

La briza se hizo fuerte a su alrededor, ventiscas que desprendían arena por todos lados, helicópteros, las fuerzas del estado también estaban allí.

Disparó y disparó, emprendiendo su retirada, acertando cada disparo con perfección absoluta, una máquina de matar. Los gusanos en su cerebro chillaban mientras accionaba su arma, apretando el gatillo con cada vez menos fuerza.

Sobrevivir, su objetivo.

Otra explosión, ahora detrás de ella; podía sentir la brisa cálida en su espalda.

Una mujer y un hombre joven trataron de quitarle el arma por sorpresa, el segundo logró tomarla del brazo mientras la primera trataba de arrebatarle el fusil. Intentó patear a la mujer, pero a su ataque le faltó fuerza, sin embargo, la pudo separar lo suficiente para accionar el arma en una ráfaga de 10 u 11 disparos, la mujer de largo cabello oscuro contorsionándose mientras cada disparo la impactaba casi a quemarropa.

El hombre gritó al ver a su compañera muerta, más por rabia que por lamento. Sacó un cuchillo pequeño y ligero y lo clavó en la cintura de la pelirroja. Podía sentir cómo el cuchillo se ajustaba firmemente a su carne.

El rifle cayó al piso, mas eso no le impidió matarlo después de un giro rápido y un disparo certero de la pistola que descansaba junto a su muslo izquierdo.

Supervivencia, recordó.

Se metió tan rápido como pudo a las escaleras e intentó clausurar la entrada, no obstante, manos del otro lado le impedían cerrarla del todo. Catlyn la ayudó y después de un fuerte jalón, ambas cayeron hacía dentro con la compuerta por fin cerrada.

Los habían emboscado; gente con machetes, cuchillos y armas oxidadas habían hecho retroceder a soldados profesionales.

Sentada en las escaleras, jaló el cuchillo.

Este se resistió, Clara gimió de dolor mientras golpeaba con fuerza la pared junto a ella. Respiraba entre dientes mientras se quitaba el pasamontaña, lo enrollaba e introducía en su boca. Tiró de aquel puñal con determinación, sintiendo como la punta filosa rasgaba los músculos cerca de su pelvis. Ahogó el grito de dolor que rasguñaba su garganta a la vez que mordía la tela en su boca, intentando acallar el infierno que sentía.

Ignoró la mirada horrorizada de la Ministra para mantener su fuerza.

Cuando la hoja metálica por fin salió, la dejó caer por las escaleras, suspirando y recostándose de los escalones.

-¿Estás bien? -preguntó Catlyn al borde de un ataque de pánico.

-¿Tú qué crees?... -la Ministra sostuvo su mirada, un regaño silencioso -, ¿Qué tal se ve?

Levantando la mano ensangrentada de la herida, Catlyn vio con terror el resultado del ataque, una fuente de infinita de color rojo oscuro.

-Te ayudaré -le insistió, tomando su brazo y colocándolo en su espalda como apoyo. Clara le negó la ayuda de un manotazo; en cambio, se tomó con fuerza la zona de la herida y, con sus dientes presionados, fue caminando lo más rápido posible hasta el interior del búnker.

Catlyn la vio alejarse y corrió para alcanzarla, no quería estar cerca de esa puerta nunca jamás.

Clara, que no soportaba más el dolor, se dejó caer en el suelo rústico jadeando con los brazos abiertos, el ruido no le dejaba escuchar nada. Con resignación, decidió tomar la ayuda de Catlyn. La Ministra la sujetó con fuerza, diciéndole una y otra vez que estaría bien mientras lloraba.

En otro momento de su vida eso hubiese resultado en un fuerte reproche acompañado de un castigo a la altura.

La estática volvía a su mente, lo entendió como algo natural. Si algo sabía, mientras apretaba los dientes, era que mucha más gente debería caer; ella era el enemigo, por más que los gusanos se estuviesen alimentando de esa antigua faceta suya.

El que se opusiera a su supervivencia caería a sus pies.

...

Los refuerzos llegaron mientras Moraes y la Ministras observaban cómo intentaban destruir la compuerta con las excavadoras.

El oficial veía como gente del cañón atendía a sus heridos y levantaba a los que habían fallecido, notando que ninguno lloraba o mostraba algún rasgo de tristeza, sus rostros parecían hechos de piedra, inexpresivos. Llorarían a sus muertos después, mientras tanto, era el momento de combatir en una batalla que iba más allá de salvar al país, lejos de ideales políticos.

Una guerra santa contra la mismísima muerte.

Moraes subestimó sus capacidades ―cualquiera ajeno al desierto rojo lo haría―, pues esas personas eran pura garra y coraje, peleando con machetes, cuchillos y armas de fuego antiguas, oxidadas y descoloridas. Arrojaban lo que tuvieran encima, desde piedras hasta explosivos caseros. Colocaban el pecho a las balas si era necesario ya que luchar por aquella causa ancestral guardaba un significado profundo para ellos.

Vio a varios con barriles en la espalda cargándolos como mochilas, de los cuales salía humo espeso y de olor fuerte. Moraes creyó ver cómo el humo cubría a los pieles de hierro, protegiendolos, siempre junto a ellos.

«Debía ser el estrés», pensaba. El cansancio mental de ese día le hacía ver esas «Cosas», además de que el humo dulce le molestaba en la nariz y lo mareaba.

4 Helicópteros camuflajeados provenientes del noreste aterrizaron detrás de ellos, eran del ejército, de ellos bajaron 20 soldados. Luego, 30 más llegaron en vehículos militares.

Detrás de estos aparecieron las camionetas pérdidas durante la retirada de las Brujas.

Pidieron a los nativos furiosos y a su maquinaria que se apartaran.

En ese momento, la compuerta voló por los aires, al igual que otras dos escondidas en la cima de la montaña a la derecha. Las personas rojas vitorearon su pequeño logro.

El oficial miró a la ministra y emitió un leve silbido, asombrado. «Yo que usted no desaprovecharía a los come humo», fueron sus palabras hacia Meredith, mientras estornudaba. Ella estaba igual de sorprendida, pensando que quizás deberían dejar de buscar reclutas en el Oriente o en la capital y montar un campo de entrenamiento entre las arenas del desierto.

―¡Señora, Ministra! ―un soldado del ejército con la cara cubierta corrió hacía ellos ―. ¿Se encuentra bien?

Ella solo se abrió de brazos y sonrió. Su antiguo uniforme tenía pedazos quemados y estaba teñido de rojo Cañón.

Varios soldados fueron hacia ellos y le explicaron el caos en las ciudades: los túneles de la capital estaban destruidos, Bahía y el Oriente eran un campo de batalla y únicamente habían logrado forzar la retirada de las Brujas en Saint Joseph por una fuerte ventisca que hizo descender las temperaturas a bajo 0.

―¿Qué hay del Cañón?

―No hace falta analizarlo mucho, Ministra -señaló a los pieles de hierro, detonando paquetes de dinamita y arrojando gasolina sobre la arena limpia.

―Sé que en Bahía contamos con comandos armados, milicias formadas durante la guerra civil, mi gente sabe defenderse ―añadió Moraes.

―También hay milicias en el Oriente están dando pelea, nuestros contactos están informando desde las antenas en la sima de Cudela ―complementó otro soldado.

―¡A mí no me hablen de fuerzas aliadas!, esas personas trabajan por sus propios intereses y yo no quiero negociar con nadie. ¿Qué pasó con el ejército?, la junta de gobierno.

―La capital es demasiado grande, señora Ministra. Aparte, habían infiltrados en ejército, muchos cuarteles de la academia terminaron en una carnicería, los que se mantuvieron firmes con nosotros tratan de tomar el control del sur y el oeste de la ciudad. Y con respecto a la junta... los hemos movido al menos 10 veces, dondequiera que los llevamos parece haber topos, casi no salen del primer escondite, imagínese a los miembros del gobierno escondidos en un sótano pequeño con un mercenario entre ellos, no sabemos cómo salieron, experiencia militar, suponemos.

―Bien, ¿Qué procede ahora?, ¡ordenes!, ¡rápido!, no sabemos qué tan grande es ese hervidero de ratas.

―Ministra... ―el soldado se acercó a la señora ―, primero le tenemos que enseñar algo...

Seamann y su subordinado se miraron el uno al otro al ver la pantalla de aquel teléfono y al escuchar lo que este emitía. Marcano le había hablado al país, con el cohete arrojando fuego y humo a sus espaldas y luego mostrando tomas del mismo en la superficie. Dudaron por un segundo de si tuvieron que haber comunicado la existencia de aquel horrible invento a sus superiores, pensando en ese momento que el ex Federal no sería capaz de atreverse a tanto. Una decisión con tintes egoístas que ambos sostenían, pues, si hubieran detallado esa información en las oficina de Capitol Hills, sin duda se hubiese esparcido como fuego en la sabana; la Junta hubiera centrado la lucha solo en el Cañón y en contrarrestar la gran amenaza en el, regalandole el resto del territorio a Las Brujas, conquistadores de pocos escrúpulos.

Marcano hubiese ganado sin tener que moverse de su silla, esperando a que sus incontables soldados izaran la bandera blanca y roja.

―¿Qué más?, él puede llenarse la boca con lo que quiera, ya estamos aquí.

―Señora Ministra... nos dieron la orden de darle el mando de la operación si se encontraba en capacidad de hacerlo.

Los lentes oscuros volvieron al rostro de Seamann.

―Entonces... ¡un mapa!, ¡rápido! ―abrieron un plano grande sobre el capó destrozado de la camioneta ―. Esta gente está jugando como niños con la luz, la prenden y la apagan a su favor. Manden gente a inspeccionar las hidroeléctricas y si de casualidad consiguen el circuito que surte a esa barbaridad, lo cortan.

―Ya están en camino, Ministra ―Seamann asintió.

―Segundo... si les sobra algo de equipo, dénselo a esa pobre gente, a uno se le desarmo el revólver mientras disparaba.

―Señora, son civiles.

―¿A cuánto tiempo están los refuerzos?... si es que hay, claro. Esto es la guerra, hijo. O usamos los recursos a nuestro favor o dentro de una semana nos estarán desangrando colgados del Palacio de Gobierno, ¿entendido? ―la mirada desafiante de la Ministra, suficiente para hacer sucumbir a cualquiera.

―¿Y qué pasó con lo de que nada de fuerza aliadas? ―cuestionó Moraes, llevándose una mirada fría por parte de su jefa.

»―Lo que ustedes llaman fuerza aliadas son grupos armados que aspiran tener alguna clase de favor de parte de Seguridad Nacional, como si se tratasen de cuerpos de policía privados ―Seamann señaló a la gente a sus espaldas ―. Estas personas no buscan eso, ellos solamente quieren vengar a la su gente que murió mientras los Federales mandaban, ¡así que está justificado!, pues no estaría enviando a mercenarios pagos a luchar, sino a una etnia que quiere hacer cumplir sus leyes; ve a hablar con ellos, soldado. A lo mejor no entiende ni una palabra de lo que dicen, pero ofréceles un chaleco o un rifle y ellos te sacaran a Marcano ¡y si eso todavía no le convence al estado!, yo me comprometo a darles una medalla y lo que sea que me pidan por el tiempo que me lo pidan... ¡conforme!

El cabello rubio de la Ministra caía hacia adelante y se pagaba su frente con el sudor. Parecía una mujer desquiciada, pero lo cortés no le quitaba ni una pizca de valentía.

»―No tenemos a muchos... y allí dentro puede haber 200 hombres, todos ellos locos por la basura que les metieron en la mente desde chiquitos. Es ahora o nunca... sino millones de personas morirán fritas, gente que debe estar asustada porque están jugando con sus vidas... háganles estatuas después, ahora los quiero de nuestro lado.

Moraes la observaba de una forma que ella jamás había visto, ¿era admiración en su rostro?

―Ya escucharon, señores. La ministra habló.

―Será una batalla muy fuerte ―contestó el soldado.

―¿Para qué te enlistaste, para no luchar?

...

En la enfermería, lejos del bullicio, Catlyn ayudaba a Clara a vendarse. Sus dientes sonaban a dos piedras friccionándose entre sí, estaba pasando por un calvario.

La ministra trataba de apoyar lo más que podía a la pelirroja, pero esta parecía mucho más entendida lo que hacía.

Llenó la herida con gasas y rodeó su cintura con un vendaje apretado de tela gruesa y los restos de su camisa azul amarrada en sus caderas, escondiendo las manchas de sangre y su piel hinchada.

Se cubrió nuevamente con el chaleco, parecía hecho a la medida.

Luego, rebuscó entre los cajones y gavetas, sacando cuanto frasco de pastillas hubiese. Al toparse con una que su maestro recomendaba para estos casos, se tragó dos de golpe.

Catlyn era solo miedo, empapada de sudor y las manos entumecidas por el pánico, en ese mismo lugar habían operado a la Capitana, todavía había manchas de su sangre en el piso.

La figura de la coleta colorada le transmitía algo de seguridad, pero no era suficiente para contrarrestar sus nervios, no podía cambiar toda una vida en cuestión de horas.

La joven tomó el rifle y lo empuñó con fuerza en una mano. Ofreciéndole su pistola, le dijo:

―Quédate cerca; el arma siempre arriba y dispara... ―la tomó del hombro y los ojos verdes se posaron con lástima sobre ella ―, solo cuando te diga... Y corre cuando te diga ―le indicó.

»―No dudes, solo huye, ¡no mires atrás, McIntyre!

Catlyn asintió, llevando sus lentes hacia el puente de su nariz. No podía creer que alguien así la pudiese proteger. ¡20 años! ¡Ella con esa edad solo estudiaba! y vivía encerrada en su mundo universitario.

6 años después, allí estaba frente a ella.

La pelirroja era una niña, una adulta joven como mucho y no aparentaba más que inocencia. En cambio, ella era alta... pero eso no le daba agallas.

Era inevitable pensar en cómo hubiera sido la vida de esa joven si la persona correcta la hubiese llevado de la mano, su madre quizás, mujer dura y de valores, pero poco presente. Quizás en ese mundo alternativo e ideal, ellas pudieron ser amigas, tomar café en una plaza y conocerla a profundidad si se lo permitía.

Clara solo sería una tierna pelirroja con sueños y ella su amiga.

No le sobraban los motivos para apoyarla, pues la pelirroja siempre la había tratado como a un humano sin valor. Pero mostrarle esa parte de las personas que Armstrong no conoció por estar sepultada bajo el concreto, fue un buen comienzo en su lucha por cambiar paradigmas, al menos ya se sentía cómoda cerca de ella y los ojos verdes respondían distinto al verla.

Ojalá pudiera seguir con esa lucha, se dedicaría a ella si pudiera gobernar.

Y si sobrevivía un día más.

Ambición, se mordió el labio inferior al recordar. La palabra que la sepultó en el concreto junto a ella.

Marcano, ese hombre con el que podía conversar por horas de lo que fuese, que le apartaba la silla para que pudiera sentarse y parecía tener un plan para cualquier cosa, desde compartir un café en un local apartado en la costa o tomar el poder y darle la oportunidad de generar un cambio real.

Se había ido, como el humo de tantos cigarrillos que compartieron.

Ella creía haber conocido a alguien incomprendido con ideas de cambio, su igual, más que un maestro a seguir. A todas esas promesas y sueños, Catlyn las comparaba al opio, la hicieron sentir ligera de mente y segura que todo era posible, hasta que el efecto pasó.

Sería culpable por ser tan inocente y creerse todo lo que le ponían delante, como si la maldad no existiera cuando estaba cerca de Esien.

La sangre correría por sus manos también y no haría falta disparar ni una bala. No supo las verdaderas consecuencias de su lealtad hasta que las muertes empezaron a aumentar sin control. Su mente llena de planes y fe no pensaron en las repercusiones y eso la estaba llevando al filo de la locura. Por eso sentía curiosidad por Leryda, la forma como manejaba esa mente tan problemática le hacía querer pedirle consejos.

El resultado de estar a merced de esa gente tan perversa, gente a la cual ella ahora pertenecía.

Todo por creer que Esien era diferente, el supuesto «rostro del cambio», el final progresivo de los viejos estatutos y las creencias podridas que ella tanto sufrió cuando debió luchar contra las miradas escrutadoras y los sobrenombres que le sacaban las lágrimas... muchos usados por esa pelirroja en su contra no mucho tiempo atrás; lo que le hicieron a su cerebro cuando era aún maleable no tenía nombre, le hacía un nudo en la garganta.

Recordaba las revistas, las tapas de los diarios y los portales de internet, su rostro de campo, pero ciertamente apuesto le transmitía esa sensación de frescura, no el aroma rancio que desprendían los caudillos, con lo acabado que se veían en sus últimos días y todo lo que mostraba sus caras añejas.

Marcano nunca quiso dejar ir a sus mentores, así que se transformó en ellos.

Exceso; piel enrojecida. Malicia; facciones demacradas. Eran un poema en sí, leer en su físico lo que el poder desmedido le hace a una persona.

Así se veía Marcano, como si hubiese envejecido 10 años en un par de meses; el hombre más maravilloso del mundo se diluyó como una pastilla efervescente. ¡Ya no existía! Tanto que hablaron, todo lo que le confesó... era horrible pensar que había dejado su reputación en manos de alguien que creía conocer -si es que lo llegó a conocer de verdad alguna vez-

Todo a cambio de comprensión, aceptación y una ocasional pizca de ternura, acompañada de esa sensación de no saber a ciencia cierta hacia dónde iban o si siquiera llegarían allí, al borde de la cornisa.

Pudo separar la ambición de sus sentimientos agudos a tiempo, la inexperiencia le dio embates fuertes, pero ella solo subía sus lentes y se secaba el sudor cuando su mente divagaba demasiado.

Se le hizo más fácil al verlo con los nudillos hinchados y al escuchar las súplicas por piedad, dejándolo pasar debajo de la mesa creyendo que eso jamás le tocaría. Podría tener decenas de títulos, pero era igual de ignorante que el resto de Brujas, atraída por las sensaciones y la ambición, más que por la lógica y sus propias costumbres.

De la noche a la mañana, mientras el cabello de Esien se volvía canoso y su rostro parecía derretirse, ella empezaba a sentirse nerviosa con su presencia, trabándose al hablar, temblorosa, patética y sin valor.

Ella no podía hacer nada, arrepentirse era inútil.

Ahora estaba allí abajo y desde las profundidades esperaba poder sentir la brisa en el nacimiento de un nuevo día. Junto a la pelirroja, quien parecía contar con un plan.

Y ella... correría.

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