Capítulo 12: Non Fit
Forja de Libertad
Encarnación, (C.R)
(Tercer día de la República)
La fiesta colmaba las calles de la ciudad de Encarnación.
Un lugar construido en medio de una pequeña cadena de montañas al oeste del cañón, una gran fortaleza rodeada de casas rurales, lugares de culto y edificios centenarios de valor incalculable. Las calles subían, bajaban y giraban alrededor del escarpado terreno. Inclusive, las montañas ya le habían quedado pequeñas a sus habitantes, quienes habían seguido construyendo casas en el suelo plano de arcilla más allá.
La noticia se extendió como la pólvora por los pueblos del cañón rojo, los más golpeados por la guerra civil. La República había nacido y su representante sería juramentado esa noche en el nuevo Palacio de Gobierno de Encarnación: un edificio pequeño de apenas dos pisos que antes había funcionado como registro y que se mantenía en buenas condiciones.
Elegir un mandamás en una nación que apenas gateaba no fue sencillo, mucho menos en una tierra tan creyente como el cañón. Los sabios y chamanes de los pueblos rojos intercambiaron palabras por primera vez en muchos años con los uniformados del resto del país que apoyaron la causa. Benett y su grupo de capitalinos estuvieron en esa reunión con olor a incienso en el nuevo Palacio de Gobierno, que fue testigo de un día entero de deliberaciones y pensamientos opuestos; era un reflejo de la tierra que pisaban y de la tierra que ahora quedaba más allá de sus fronteras.
Los ojos diamantinos también estuvieron presentes, dando vueltas por los pisos superiores intentando distraer sus ansias de conocimiento.
Y ahora la estaba esperando en algún lugar.
Erlín se fue con sus amigos al caer la noche. Leryda, atareada con sus nuevas labores separada de la trinchera, no la vio partir.
La Capitana, Ingelhart y ella ahora trabajaban en un cuartel al oeste de Encarnación, y por ello, consiguieron una casa pequeña a las afueras de la ciudad. No era nada del otro mundo, pero era mucho mejor que estar en la trinchera todo el día.
Leryda tenía la noche libre y la invitación de su compañera todavía seguía dando vueltas en su mente mientras intentaba cepillarse el cabello: «Salgamos a tomar un poco la brisa y a ver las luces del desierto».
No tenía mucha ropa, así que le tocaría hacer una mezcla entre su ropa de día y el traje oficial que había usado para ir a la capital.
Por lo cual, ahora portaba pantalones deportivos holgados, camisa sin mangas y la chaqueta del uniforme por si sentía frio.
Ascendió las calles hasta el lugar, no podía avanzar por toda la gente que había, todos los que la llamaban y le invitaban a tomarse algo con ellos. Hace poco había dado la cara y su cordura por ellos yendo a la Capital, y ahora caminaba a su lado como una persona común. No lo hacía a propósito, Leryda se sentía cómoda andando así. Quizás le incomodaba el tacto y cariño de las personas, pero no podía hacer mucha cosa, debía aceptar el cariño de su pueblo, algo que sus anteriores jefes hacía años que habían perdido.
—Subir, bajar y volver a subir colinas; ahora me tendré que ejercitar, aunque no quiera. —La Capitana apareció a su lado con su vestimenta de soldado como el día que llegaron de la capital. También recibía mucho afecto del pueblo, solo que ella estrechaba y chocaba las manos con más alegría y no le tenía miedo a abrazar de vez en cuando.
»Voy a buscar a Ingelhart para ir a la toma de poder, el sujeto se encuentra en presumible mal estado. Conociéndolo desde antes, supongo que no podía dejar pasar una botella o dos.
—Mi capitana, todo esto se siente tan irreal. Hace unos días no podíamos dormir en la capital y ahora... ¿celebramos?
La capitana la tomó por los hombros y se acercó para hablarle al oído directamente:
—No creas que esto terminó, hay que darle una vuelta a la trinchera de vez en cuando, sobre todo estos próximos días que los soldados Federales vendrán a llevarse el equipo que les queda en las bases del cañón. —Armstrong tomó su mano y, de un momento para otro, su rostro preocupado cambió a uno alegre de dientes enormes algo amarillentos—. Disimula un poco, ¿quieres? Parece que siguieras en la capital —susurró, acercándose a su oreja.
Continuaron ascendiendo la pendiente de la mano. Un camino simple de quizás unos 5 minutos se prolongó por casi media hora por toda la gente que iba a recibirlos.
La Plaza Mayor al frente del Palacio estaba a reventar de personas. Era un espacio cuadrado abierto, rodeado de edificios antiguos y con arcos enormes en cada punto cardinal. Ellas accedieron por el arco sur, abriéndose paso por los suelos de adoquines, entre la multitud y los soldados armados que las reconocían y que le abrieron las puertas al nuevo centro de gobierno.
Dentro del lugar, los ojos de Leryda agradecieron la poca luz, aún no se acostumbraba a los sitios muy iluminados, aprendió a huir de ellos por culpa de las trincheras y el sol implacable.
Cada pared del nuevo palacio estaba cubierta de libros con fechas que se remontaban ha hace más de 100 años, que no hubiese prácticamente humedad ayudó a la conservación de los mismos. Eran los registros de los habitantes del cañón, cada persona que nació y murió en ese lugar debía estar en alguna parte por ahí.
Subieron hasta la oficina del antiguo jefe del registro, separada por una puerta metálica decorada con pintura de caucho. Una conversación parecía llevarse a cabo dentro, con alguna carcajada de por medio.
Al oírlo, la capitana alzo los hombros con rostro confuso y empujó la puerta.
La escena era rara: de todos los sitios donde Benett pensó toparse con Erlín esa noche, ninguno de ellos fue platicando con el que sería el representante de la nueva república, Javier Kratinuá, un viejo político de los años de los Padres Fundadores. Bajo la luz amarillenta la piel de Erlín lucia más rojiza, sus mejillas quemadas por el sol parecían más sonrojadas y la maraña de su cabello también parecía brillar de un rojo intenso con los pétalos de rosas que lo adornaban de forma perfecta.
Ella hablaba mientras el hombre mayor asentía hacia ella. Apoyada del escritorio, hacía gestos con sus manos mientras mantenía su mirada fija en su oyente que lucía inmerso en lo que sea que hablaban. Una jarra de agua por la mitad y dos vasos, el de Erlín estaba ya vacío.
—Emm... ¿Le está pidiendo un ascenso fácil, señor? —comentó la Capitana desde el marco de la puerta.
Kratinuá, sorprendido de la presencia de ambas, las invitó a pasar.
Una media sonrisa apareció en la cara de Erlín al ver a Leryda. No la abrazó ni fue a su encuentro, solamente se sentó en una esquina del escritorio mientras el futuro gobernador hacía lo mismo en la esquina contraria, ofreciéndoles un par de silla a las recién llegadas.
—La señorita me estaba platicando varias de sus ideas y..., solo les diré que valió el susto que me dio cuando la encontré frente a la puerta esperando —dijo el diplomático, sonriente. Era más rojo que Erlín, no cabía duda que era del Cañón.
—¿Ah, sí? Bueno, si no es molestia para ella, ¿qué plantea para que esta nación salga a flote? Digo, a todos nos tocará vivir aquí.
La piel de hierro tomó aire y empezó a relatar sus ideas: planteaba lo normal, establecer un comercio directo con la Federación, todo lo que se producía en el cañón por bienes que no se daban en ese estado, ir nutriendo de a poco las arcas de la república y no olvidar que, pese a que ahora eran independientes, la mayoría de las empresas y servicios seguían siendo ajenos o prestados.
Pero lo más atrevido sin duda fue:
—Si nos va bien, otros Estados querrán unirse a nuestro tren. Y, hablando de trenes, si consiguiéramos que el Oriente se nos uniera... tierras fértiles llenas de animales que aquí mueren en menos de un par de semanas... trenes para comerciar con lugares de nuestro país que no podemos alcanzar.
Armstrong, desparramada sobre su silla, aclaró su voz y dijo:
—Erlín, no sé si lo sabes, pero lo que queda más allá ya no es nuestro país. Y que el Oriente se nos una de forma diplomática sería el equivalente a un milagro, Marcano aprovecharía para matar a la oposición y meterse al cañón para quedar bien con sus camaradas.
—Tiene razón, se escucha como una utopía, pero usted bien sabe que para tener el poder en el Oriente hay que negociar con todo mundo, ese Estado es como el Cañón, está vivo, pero de una forma diferente. Asimismo, como tiene sus veedores del bien, hay quienes aplican justica por mano propia... Usted los conoce, señora Capitana, he escuchado sus historias. Usted se vería muy bien en esa oficina con vista al mar, en un Estado sano, lleno de anticuerpos que acabaran con esta maldición.
Armstrong no la vio, solo se quedó pensativa mordiéndose una uña, pensando demasiado lo que para Leryda sería una respuesta fácil.
—Ahora que lo pienso... la línea de defensa del palacio de Cudela no son lo mismo que antes. Seguramente mucho equipo fue transportado a la capital por miedo de que los atacáramos directamente, una tontería analizando la magnitud de los ejércitos.
Erlín se acercó a un palmo de la Capitana, Leryda no la reconocía.
—Nada de atacar, mi Capitana —puntualizó cada palabra con firmeza—. Abramos las puertas de nuestra república para los que no quieran seguir los pasos de esos señores de la capital. Después veremos quién se queda sin gente primero.
»Por supuesto, hay que barrer un poco por aquí, otro poco en Sacramento y también en los demás pueblos a lo largo del Cañón. Es el Estado más grande de nuestro país, ¡y es nuestro, es de todos!, no solo de los uniformados —declaró eufórica, finalizando su punto.
El hombre miró a la piel de hierro durante toda su explicación con una sonrisa.
Leryda no sabía qué pensar o cómo comportarse, la sensación de irrealidad continuaba invadiéndola. Se cuestionaba muchas cosas, demasiadas para su mente, incapaz de pensar en una única. Inclusive, dudaba si estaba sentada correctamente, si debía erguirse al mirar a su compañera o pedir la palabra como si estuviese en una reunión formal. ¿Quién era ella? ¿De verdad la había subestimado tanto? Y lo que peor sabor tenía para ella, era que le había insinuado que solamente estaba por ella por su uniforme y lo que le pudiera brindar en temas de poder.
Allí estaba, junto al próximo gobernador que lucía tan encantado de escucharla como ella de compartir lo que tenía en su mente.
La reunión terminó y la capitana y el gobernador salieron tras Erlín. Ambos le sugerían cosas y ella las debatía al momento con ellos.
Leryda quedó sola allí, con su mente todavía dando vueltas.
Uno o dos minutos después se marchó y anduvo por el corto pasillo que daba a la escalera.
Justo cuando una mano la jaló a una bodega oscura, le tapó la boca y la presionó contra la pared.
—Veo más allá de tus ojos y noto pesadez en mi imagen, ¿qué te sucede, cariño? —le dijo Erlín, encendiendo la única luz de la habitación.
—¿Estás locas? —Leryda la apartó de un empujón. Erlín, sin embargo, le empezó a seguir como su sombra.
—Se podría decir —contestó, pese a que no hacía falta responder a algo así—. Leryda, esto es bueno, estaba nerviosa, quizás algo ansiosa también por lo que ese señor me pudiese decir. Quiero decir, me le aparecí aquí vestida de esta forma... —Lo decía por su vestido negro y dorado que le hacía ver como una muñeca de trapo—. Pero, ese hombre me escuchó, todo fluyó de mi mente hacia mi boca y lo dije... excelente —concluyó después de un suspiro.
—Erlín, ¿qué fue todo eso? Tú...
—Te desvelaste conmigo hace unos días hablando de esto, pero ahora te haces la sorprendida. "Allí va Erlín con otra de sus locuras, qué bonita es, qué linda se ve con su vestido" —interrumpió, haciendo reír a Benett en el proceso—. Nací para esto, Leryda, nadie me lo puede quitar de la mente, ni siquiera una guerra sangrienta o 3 meses bajo tierra. Eso me dignifica y hace que tenga las cosas más claras, ¡debo hacerlo! Viví durante la guerra y viví en cuevas como mis ancestros para proteger mi tierra... Y conocí a alguien, ¿tienes idea de quién puede ser?
La Teniente intentó mantenerse firme, en el pozo de dudas e incredulidad donde estuvo hacía menos de 5 minutos. Pero la fuerza de la mujer que tenía en frente, tan magnética, era imposible alejarse de ella.
—¿Quién puede ser? —Cayó en su juego, volteándose para verla, topándosela a centímetros de su rostro. Los pétalos de rosas caían de su cabello.
—Te sorprenderá... Es una chica. Es de la capital, así que le gusta asumir que una cara bonita es solo eso, una cara bonita.
«O que una piel de hierro no sería tan lista», pensó, sintiéndose culpable; sabía que eso era lo que ella quería decirle. Pensar como capitalina todavía le pasaba factura, a su ánimo y humor, sobre todo.
¡Otra victoria para los Caudillos!
Erlín aclaró su voz y removió una lágrima invisible de su ojo. Cuando hacía esas cosas, Leryda de verdad pensaba que estaba triste o que se pondría a llorar.
—Pero yo la quiero... Y quizás algo más —musitó al final, antes de exclamar con recobrado ánimo—: ¡Sígueme!
Su compañera salió corriendo de la habitación apagando la luz tras y sujetando los bordes de su vestido.
Leryda intentó seguirle el paso, pero fue inútil, en el edificio no quedaba nadie. Se topó a la Capitana cuando salió a la calle, recibiendo un: «No te entiendo, Teniente, pero no hay nada que pueda hacer. Si buscas a esa... persona o... lo que sea... Siéndote franca, después de todo lo que dijo, me provoca llamarla señora. En fin, se fue por allá».
Le señaló una calle algo empinada.
...
Leryda quedó deslumbrada al entrar, había centenares de velas encendidas en las aceras de la calle, en los alfeizares de las ventanas y en los balcones.
De las lámparas colgaban aros metálicos que chocaban entre sí, muy similares al brazalete de Erlín, ese que tanto protegía. Que hubiera cientos colgados a la intemperie le generaba muchas dudas.
Vio en una de las casas cómo llegaba un hombre jóven con un saco sobre los hombros a modo de bolso. Al ver a una anciana en la entrada, soltó todo lo que cargaba y corrió a abrazarla.
Niños subían y bajaban la vereda acompañados de sus padres, muchos de ellos entrenados por Leryda durante los meses en las trincheras.
Benett no pudo sino permitir que un par de lágrimas salieran de sus ojos.
Pero eran lagrimas distintas, pues le hacían sonreír.
En ese momento supo que no quería pisar nunca más la capital ni nada que tuviese la imagen de sus antiguos jefes cerca.
—Guárdate las lágrimas de alegría para cuando estés más feliz —le dijo Erlín, reunida con lo parecía ser una familia en la puerta de su casa. Una señora la tomaba de su muñeca y acariciaba su brazalete.
Se despidió del grupo y fue directamente a tomar de la mano a Leryda.
—¿Quieres un recorrido?
Leryda no podía decirle que no.
...
Erlín la llevó con los ojos tapados —como acostumbraba— a un lugar que Benett supo que era en medio de la nada, los pies se le enterraba en la arena y el bullicio de la ciudad había parado.
Al abrir los ojos descubrió una sencilla tienda de campaña con una sábana y dos cojines dentro, al borde de una colina de piedra un poco alta. Desde allí era fácil ver la ciudad a su izquierda y el inmenso desierto más allá. Si se concentraba, inclusive podía llegar a ver los edificios lejanos de Sacramento.
No había nadie cerca y Leryda se preguntó si ese era el motivo de su confidente. Solo eran ellas dos, la brisa nocturna, montañas rocosas y montones de arenas hasta donde alcanzaba la vista.
De un árbol seco había colgado una linterna de queroseno que iba de un lado al otro por el fuerte viento.
Erlín la dejó sola un momento. Benett se quedó mirando lo que a ojo eran millones de velas encendidas sobre las rocas del desierto, era un nuevo amanecer, un nuevo hogar para ambas lleno de esperanza.
—No creas que eso lo hice yo —comentó su compañera con una canasta en su brazo—. Es típico de estas fechas, queda perfecto para celebrar a la Republica.
De la canasta sacó galletas saladas y algunos aderezos de diferentes sabores. La piel de hierro terminó comiéndose la mayoría de las cosas, sobre todo la mermelada de uvas que Leryda apenas llegó a probar. Tenía meses que no comía algo remotamente disfrutable, así que su barriga y apetito apático se lo agradecieron.
Se acostaron dentro de la tienda, platicaron un poco, rieron, y cuando la brisa fresca amenazaba con hacerlas cabecear, Benett abrazó a su confidente por la espalda.
Lo que Leryda pensó que ocurriría no pasó. Erlín solo le besó un par de veces esa noche, parecía más interesada en estar cerca de ella en silencio que en cualquier idea de intimidad o roce.
Benett era la humana en ese par y decir que la parte carnal de su confidente no le interesaba era igual a sugerir que la arena roja estaba hecha de sal y especias. En una oportunidad Leryda empezó a acariciar la piel expuesta de las piernas de Erlín, igual de rojas y bronceadas que el resto de su cuerpo, Erlín solo la vio por un segundo, sonriendo, para después continuar admirando al cañón, su mayor amor, aparentemente.
Se forzó a no continuar, perderse era demasiado fácil, el vestido hermoso que la adornaba no era ninguna limitante.
—¿Crees que estoy loca, Leryda? —cuestionó su compañera, sacándola de su ensoñación.
—Hace poco me dijiste que lo eras —El ánimo de la Teniente era extrañamente alegre.
A la piel de hierro le hizo gracias, pero por un tiempo extrañamente corto.
—Lo sé..., pero no de esa forma. Sino que, seguir este camino es algo extraño —Hizo una pausa—. Que tus ojos no te engañen, no le caigo bien a todo mundo. Hay gente que me llama loca, pero no de la forma en la que yo me lo digo a mí misma. —Ella continuaba viendo las luces, lo que sea que estuviera más allá que entendiese cómo se sentía.
—Solía pensar que millones me odiaban... Hasta que me enteré que había un mundo más allá. Este mundo, Erlín, la locura esta allá afuera, los que la apoyan son los verdaderos locos —Leryda la acercó más hacia ella—. Todos llegamos a dudar de nuestra cordura, pero... míranos ahora, no estábamos locos.
Erlín, luego de inhalar y exhalar con fuerza, dijo:
—Las cosas deberían ser más sencillas, como esto que forjamos tú y yo. Si tú no tuvieras este cargo y yo no tuviera mis ideas, todo fuese igual, lo creo con mi alma. Si necesitáramos dinero, yo trabajaría en alguna empresa minera y tú..., suponiendo que no quisiera tomar mi consejo de ser modelo... —Leryda pinchó el costado de la piel de hierro, sin poder disimular que le hizo gracia—. Te pudiera imaginar quizás como maestra, o vendiendo pescado, o quizás me acompañarías a ser minera.
—Tal vez, algo se nos ocurriría —contempló—. Pero, ¿qué tiene que ver eso con que estés loca?
—Pienso que, si todos nos quisiéramos un poco más, todo llegaría lentamente. No quisiera luchar más, pero deberé hacerlo si quiero que algunas de mis ideas se tomen en cuenta.
—Tienes mi apoyo Erlín, solo... Ten en cuenta que no todos valorarán lo que piensas. Hay personas que no están listas...
—Entonces me queda mucha palabrería por delante.
La piel de hierro se levantó, sacudió su vestido y empezó a recoger las cosas. Leryda cuestionó sus acciones, a ella inclusive le estaba empezado a gustar más ese lugar que su nueva casa.
—Vamos, señorita Teniente, deben ponerle su cinta de política del cañón, no llegará tarde su primer día... o noche, tú me entiendes.
...
Presente
Búnker de Las Brujas
Ubicación Desconocida, C.R
―Una pareja alojada en un complejo turístico cerca del lago Hepton llamó a la policía reportando que alguien rondaba la parte trasera de su cabaña ―informaba Jersey sentada junto a su líder―. Camisilla blanca, pantalones deportivos, descalza y algo desorientada.
―Ahí lo tienen. Pronto la información llegará a oídos del Ministerio y el plan entrará en marcha. ¿Preguntas? ―Nadie en la sala de mando habló, solo una mano pálida se alzó al final de la mesa. Marcano le hizo señas para que hablara, retirando sus lentes y apartando los documentos frente a él.
―¿Qué tiene de especial esa mujer? La estuve viendo el otro día, parece que se estuviera pudriendo, es casi un cadáver.
―Clara, ya hablamos de eso... ―Las venas en la frente de Marcano empezaron a brotar.
―Sí, pero es que no lo entiendo todavía. Vi cómo la arrastraban como si fuera una sábana, comparada con cualquiera de nosotros es un simple desperdicio. Creo que hasta Catlyn es más fuerte que ella. ―Al igual que con Marcano, mientras ella hablaba, todos hacían silencio―. ¿Cierto, Catlyn? ―La observó frente a ella, del otro lado de la mesa, intentando ignorar sus palabras, evitando mirarle el rostro, temerosa como siempre. Marcano le hizo señas para que se tranquilizara.
―Se trata de tener memoria, Clara. Imagínate que yo hubiese traicionado a mis compatriotas para irme con una causa bastarda supuestamente apoyada en los padres fundadores, la mayor mentira de la última década. Te pregunto, ¿cómo reaccionarías si de repente todo hubiera sido teatro y siempre me hubiese mantenido fiel a mis creencias?
Su mente había encontrado lógica a esas palabras, como siempre lo hacía.
―¿Ves? La impresión, la sorpresa en las masas sería tal que la fe puesta sobre cualquier causa malintencionada moriría en ese momento, un golpe de efecto para que todo el mundo se enterase de lo adelantados que estamos a todo. ―La mirada de todos los presentes estaban sobre él en señal de admiración.
―Eso me queda claro, pero, ella no está con nosotros. Entiendo tus conflictos con esa mujer, pero nunca se ha comprometido con una causa. Quiero decir, ni siquiera pareciera ser leal a los perros republicanos. Es una traidora, no puedo verla de otra manera.
―Eso no importa, cuando la gente la vea junto a esa bandera sucia pensarán que es leal a ellos. Todo será un teatro y allí es donde entramos nosotros.
Desde que la vio por primera vez, una semilla en su interior fue creciendo, alimentándose del odio que sentía al ver su rostro, los comentarios de su líder sobre ella y lo positivo que se sentía sobre sus supuestas habilidades, todo esto durante la corta estadía que tuvo en el bunker. Era complicado para su mente detectar las causas de su aversión, sobre todo porque no solía justificar el odio que sentía por las personas, era un proceso natural, siempre lo había hecho y siempre lo haría.
Pese a todo, confiaba en su líder y no dudaría de sus ideales, sin importar lo chocante que se sintiese oír sobre la excelencia de la tal Leryda.
En su mente, repetía lo que Marcano alguna vez le dijo: «Te has ganado a pulso tu lugar, nadie te lo quitará».
...
Llegaron casi al anochecer. El oficial era solo preocupación cuando llegaron. No podía justificar lo intranquilo que se sentía por culpa de Leryda, una persona que apenas conocía pero que le había agarrado cierta admiración después de investigarla tan a fondo. Se imaginaba lo peor, ver a Leryda en mal estado, quizás golpeada, más desecha de lo que ya estaba, era un ejercicio mental que practicaba con frecuencia, sobre todo por gajes del oficio.
Se bajó junto a la Ministra cerca de la administración de las cabañas. Hacía mucho frío, para un Bahiano como él, climas como esos le hacían desear estar en la cálida costa.
Caminaron bajo la lluvia hasta la cabaña, y allí estaba, la habían cubierto con unas sábanas. Una mujer de cabello oscuro estaba sentada junto a ella bajo la luz de la entrada, rodeaba a Leryda con su brazo, mientras un hombre rubio en pijamas y con fuerte acento de la costa hablaba con la policía, las luces de la patrulla lo pintaban de azul y rojo.
Seamann apartó a los policías y encaró al hombre con Moraes. Cuando se presentaron con sus altos cargos ministeriales, el sujeto pareció sorprenderse, ojos muy abiertos.
―Oficiales, la encontramos detrás de la cabaña, pensamos que nos estaba espiando, pero después vimos quién era y fue que llamamos.
―Espera, ¿supieron quién era? ―preguntó Moraes con incredulidad.
―Mi esposa estuvo en el ejército, se unió a ustedes, ella recordó a la Teniente Benett, casi le da algo al verla.
―¿Estaba con alguien? ¿Vieron a alguien más por ahí? ―La Ministra observaba de forma intermitente al hombre, su atención estaba puesta en los alrededores, en el bosque de pinos más allá.
―No sabemos, no salimos en todo el día por la lluvia. Pero cuando la vimos, estaba sola, pálida y se abrazaba a sí misma.
Seamann le dio una palmada en el hombro al sujeto a forma de agradecimiento para luego dirigir su rumbo hacia Leryda.
―No sabía que los ministros salieran a resolver casos así.
―No lo hacen ―respondió el oficial, agradeciendo de la misma forma al tipo rubio―. La señora no se da cuenta que es Ministra, en su mente todavía utiliza el uniforme. ―Después de una sonrisa carismática, fue hacia la teniente para despejar su preocupación.
Le dijeron a la mujer que la acompañaba que se retirara, que ellos tomarían su cuidado a partir de ahora. Estrechó la mano de Leryda con admiración y se fue con su esposo.
...
En un motel cercano, se reunieron los tres. Luego de que Leryda contara lo ocurrido, optaron por alquilar también las habitaciones cercanas donde se encontraban y armar un perímetro en la zona. La Ministra Seamann ya surgían recuerdos e ideas de tiempos anteriores, experiencias pasadas le decían que la situación no mejoraría.
―Marcano me secuestró, es líder de un grupo insurgente, "las brujas". Quieren vengarse, generar caos, y, según él, tienen los números para hacerlo. ―Leryda aún titiritaba pese a estar cubierta por el saco del oficial, el cabello todavía húmedo caía sobre su rostro.
―Lo que nos faltaba, terrorismo. La junta va a estar muy contenta sabiendo que tenemos al enemigo entre nosotros.
―Calma, Ministra. Solamente hay que intensificar la seguridad en tierra, en los peajes, y poner puntos de control en las principales ciudades. La gente pensará que es por los preparativos del día de la victoria.
―Quiero unirme a ustedes, no importa lo que cueste ―Las palabras de la teniente enmudecieron la habitación, solo volaban miradas de incredulidad entre los uniformados. La Ministra se sentó a su lado.
―¿Cree que es tan fácil, Teniente? ¿Se ha visto en un espejo? Felipe me aseguró miles de veces que estarías en buenas condiciones y... bueno ―Si le era demasiado sincera, terminaría ofendiéndola. Pero, en realidad, su físico no era lo que le preocupara, era su estado mental que le hacía saltar las alarmas.
―Si tenían tanta urgencia por encontrarme, aquí estoy. No importa lo que tenga que hacer.
―Vamos, Seamann, ¿a quién más le daremos eso? No hay ni un sustituto apto. Además, siempre ha sido el capricho de la junta.
Leryda volteó a ver al oficial, parecía querer agradecer su insistencia. En su silencio, les encontraba sentido a las palabras del oficial. Sonaba convencido de que sería la indicada, desde el primer momento.
Eso era la que necesitaba, si lograba entrar en el plan del gobierno, más tiempo estaría escondido ese cohete.
Seamann se le acercó a Moraes con paso lento.
―Será tu responsabilidad. Dos meses, ¿oíste? Dos meses hasta que sea el aniversario ―declaró a la vez que le apuntaba con sus largas uñas―. Te recomiendo que descanses mientras puedas, muchacha. Verás el infierno de cerca cuando conozcas el país que dejaste antes de convertirte en una ermitaña sin cerebro.
Sin más, salió de la habitación azotando la puerta. Para ambos era difícil entender por qué la Ministra se comportaba de esa forma.
―Ya la escuchaste. Mañana temprano volveremos a la capital. Póngase cómoda y descanse un poco.
No podría descansar, antes no lo hacía y mucho menos ahora.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro