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Capítulo 10: Shock Térmico

(2 días antes de la República)

Dos días para ser libres, dos días para que una nueva nación marcara el final de una era.

Si bien su trabajo no podía parar —conociendo a quienes se enfrentaban—, el aire en la trinchera sur se sentía mucho más liviano, con las preocupaciones del día a día quedando relegadas a un segundo plano. Inclusive la temperatura durante el día era más soportable, así lo sintió Leryda, que llegaba con la comitiva de la ciudad capital.

Cruzar la frontera entre los bosques de coníferas y el paraje inhóspito color rojo fue una válvula de presión, la noción de que había podido salir sana y salva del lugar que le enseñó a tenerle miedo al poder era un bálsamo para su mente.

Esa corta aventura diplomática le refrescó la mente, sintiéndose aún más afortunada de haber tomado las decisiones que tomó y tener la oportunidad de reencontrase con las personas que la habían acogido en esa tierra llena de sufrimiento, no por quien era, sino por lo que podría aportar.

Y hablando de personas...

La primera con quien Leryda se topó en su regreso fue con su compañera Erlín, la primera formada en un pasillo de soldados recibiendo a los valientes que tuvieron que sacrificar su cordura y todo sentido de seguridad para entrar en la cueva del lobo.

Nunca había visto a su confidente uniformada: toda la ropa le quedaba inmensa, sería un total misterio descubrir a quien le había pertenecido —o si seguía vivo—; la pintura roja con la que trazaban una equis en el pecho se estaba desprendiendo, seguramente le había dado primero una lavada antes de ponérselo.

Pero allí estaba, orgullosa de darle sus respetos a esa figura poderosa que pensaba que no conocía el miedo, mientras Leryda por fin podía volver a respirar y ver de nuevo esos ojos diamantinos que se llamaban de lágrimas al verla.

Esa belleza no se encontraba en la capital, había muerto hace años.

La noticia del acuerdo se haría pública en 2 días, intentando que los soldados no se relajasen demasiado. De todas formas, los rumores se esparcieron rápido, alguien había soltado la lengua demás, pero nadie castigaría a esa persona si de casualidad la consiguieran.

El verdadero recibimiento de Leryda ocurrió esa noche, entre la algarabía contenida por los rumores, entre la alegría que se vivía por los pasillos de aquel lugar horrendo que por fin tomaba algo de color.

Como si las lámparas de queroseno se iluminasen con más fuerza o la luna brillara con más intensidad, el desierto de los rojos brillaba y la trinchera sur era la vela que acababa con la oscuridad inmensa de esa tierra indómita.

Erlín saltó a sus brazos, subiéndose a ella como un mono. Todavía llevaba el sombrero de soldado puesto, chocaba con su ropa diaria, pero el detalle no disgustó a Benett.

Leryda no pudo con el peso de su compañera, así que ambas cayeron sobre la arena tibia entre risas.

Lo primero que Erlín hizo fue confesarle que no había podido ser ella misma en esos 3 días.

—Imaginarte en esa ciudad horrenda, con tantos ojos sobre ti, tantas manos que quisieran hacerte daño... ¿Me llamarías loca si te confieso que dormí poco estos días?

«Estás más cuerda que yo, Erlín», pensó, mientras intentaba idear otra forma de comunicar lo que sentía.

Benett a veces olvidaba que esa mujer era su confidente, que podía desahogarse con ella como lo hizo el día antes de su partida, y que siempre encontraría consuelo entre sus brazos. La costumbre de no tener a nadie la convirtieron en lo que era: un cúmulo de sentimientos y sensaciones sin procesar.

—No dormí muy bien... —contestó, abrazándose a sí misma por el frio —. La ciudad es ruidosa incluso en la noche.

—¿Tuviste miedo? —preguntó su confidente, como si pudiera leer sus pensamientos—. Entiendo que a ustedes les enseñan a no tenerlo, pero, si me puedes dar algún consejo...

Erlín sonrió, Leryda no lo hizo, de hecho, no quería verla siquiera por un instante. Tenía tanto retenido dentro de sí que hasta la mínima mirada a esos ojos le harían reventar

La piel de hierro la tomó por la barbilla y la besó, el primer beso en tres días. Leryda sintió el amor y la tristeza mezclándose en ella. No pudo contener más sus lágrimas.

Ella era una Teniente y posible miembro alto de la futura República. En tiempos normales, sin nadie a su lado, solo hubiese mantenido su mente callada durante el viaje, separando el miedo de las responsabilidades. Nadie le podría tocar, era una diplomática, solo con eso toda gota de preocupación desaparecería; pero ahora tenía a alguien que colmaba gran parte de su mente y que, si ella muriese, dejaría sola en ese mundo de olvidados. No la volvería a ver si un arma le disparaba o si la apresaban de por vida.

Erlín era la única culpable de que ahora llorara. Si estuviese sola en ese desierto, quizás ella se hubiera postulado voluntariamente para ir a la capital, observar por última vez esa ciudad maldita antes de que se convirtiera en la capital de otro país.

—Sentí mucho miedo, Erlín, mucho más que el día que escapé. Los Comandantes..., están en todas partes, sus rostros, sus ojos pintados en cada pared, en los edificios, no estuve tranquila en ningún momento en la capital.

El primer día se dio cuenta que la Metrópolis seguía siendo la misma, en 4 meses nada se había movido de lugar, o quizás los engaños de los caudillos estaban funcionando muy bien. Los ciudadanos salían por las mañanas a hacer sus labores cotidianas, las avenidas estaban llenas y el bullicio de la ciudad era el mismo de siempre sin importar todo lo que pasara fuera de la cadena montañosa que aislaba la Capital del resto del territorio.

A las personas de a pie no les importaba, ellos debían seguir su vida normal si deseaban llegar a fin de mes. Era su estilo de vida, era su ciudad y una guerra no se las arrebataría, mucho menos a quienes durante toda su vida solo habían conocido ese lugar que ahora parecía irreal en los ojos de la Teniente.

Ella recordaba una ciudad casi fantasmal, con múltiples disturbios a lo largo del día, estelas de humo negro y olor a quemado por doquier. La brisa fría que entraba por la ventanilla de los vehículos oficiales, las calles silenciosas y el temor de que en la próxima esquina algo les saltara en frente, que algo se prendiera en llamas o que alguna detonación le dejara sorda. Ahora pensaba que, si algún rebelde le hubiera hecho algo, hubiera sido justo.

Ser castigada por su falta de sensatez y exceso de cobardía.

De principio a fin se preguntó qué habrían hecho los caudillos para que su centro de gobierno luciera como una ciudad común, cuánta gente tuvo que pagar por los errores cometidos por ellos mismos y cuántos sufrirían en los calabozos sin poder ver la luz del Sol. Los Comandantes seguían manteniendo una muy buena cantidad de seguidores, tal vez eran ellos quienes colmaban las calles y el resto que se oponían no les quedaba de otra que intentar volver a una normalidad tensa, intentando evitar que los tacharan de algo que les podría costar caro.

La noche del segundo día, la Capitana Armstrong —que compartía habitación con ella— le despertó sin querer mientras hablaba demasiado alto por el teléfono. Al oír el escándalo, Leryda se despertó alerta, pegándose del espaldar de la cama y tomando la lámpara de la mesita de noche para defenderse.

Al notar la figura familiar sentada en la cama de al lado, todo aire violento salió de golpe.

—Benett, lo siento, es solo que... bueno, estar cerca de casa saca lo peor de uno —fue lo que le dijo la mujer con su rostro pecoso enrojecido. Más tarde le comentó que había intentado arreglar una reunión con su hija, pero que ninguno de sus familiares se atrevió siquiera a hablar más de 10 segundos con ella por miedo de que los teléfonos estuvieran intervenidos.

La noche siguiente Leryda se volvió a despertar llena de miedo con un golpeteo en la pared. Era la capitana que había desatornillado el enchufe del teléfono de la pared con una pinza para el cabello. Había jalado tal vez un metro de cable.

—¿De casualidad sabes si hay algo malo aquí? —le preguntó con el montón de cables sobre las piernas. Ninguna de las dos pudo conciliar el sueño después de eso. Benett la ayudó a dejar todo como si nada hubiese pasado.

La mañana siguiente se llevó a cabo la reunión final en el parlamento. A los representantes de la República se los colocó en primera fila con un par de soldados a escasos 2 metros de ellos, no dándoles la espalda con el fin de cubrirlos, sino mirándolos fijamente, empuñando sus armas como si vigilaran prisioneros. Todos los diputados Federales se levantaron mientras el antiguo himno nacional se reproducía en una pantalla enorme.

Las notas de la canción patriótica estaban acompañadas con visuales hermosos de la nación: los llanos orientales, los picos nevados en el noroeste, las costas cristalinas de la Bahía Oscura, seguido de los rostros de sus habitantes, niños, niñas, hombres y mujeres de todas las edades sonriendo, caras de todas las formas y razas que habitaban esa tierra donde ahora todos era enemigos.

5 personas contra una sala repletas de miradas amenazantes. Con personas armadas vigilándolos como bestias.

El grupo se sorprendió cuando el veredicto de la sala —emanado de los mismísimos Caudillos— fue concederle la independencia al Estado del Cañón Rojo en un plazo de 96 horas con el fin de retirar todas sus fuerzas y equipo del lugar.

Más se sorprendieron cuando todo el parlamento, desde los diputados hasta los guardias de seguridad, se pusieron de pie para dar una ovación por un par de minutos que se sintieron eternos.

Caminando por los altos pasillos blanquecinos del recinto con su Capitana, Leryda deseaba marcharse cuanto antes; se sentía en una película.

—No entiendo nada, Capitana. Se burlaron de nosotros... ¿dándonos la razón?

—Estoy igual de confundida que tú. No veo la hora de irnos de este lugar.

A sus espaldas, uno de los representantes Republicanos demandaba la atención de Armstrong, quien le dio una palmada en el hombro a Benett antes de perderse en el inmenso recinto.

Leryda había caminado sin rumbo y, sin saberlo, se encontró frente a las puertas de 5 metros de caoba que llevaban al exterior. No era seguro ir afuera, había demasiadas personas apelotonadas, y quién podría saber si todos tendrían buenas intenciones.

Asomándose por la puerta entre abierta, logró ver el Palacio de la Omnipresencia, el centro de mando de sus antiguos jefes. Parecían dos cuernos enormes que salían de la tierra, con una estructura cóncava en el centro que emitía una enorme llamarada que brillaba día y noche.

Según los caudillos, jamás se apagaría mientras la Federación existiera.

La alimentaban con gas natural que manaba desde las profundidades, nunca se apagaría y esa era la moraleja.

Cuando Leryda se dio cuenta, tenía al menos una decena de miradas sobre ella. No eran iguales a la de la reunión, lucían más burlescas que otra cosa, ella se había quedado embelesada viendo el fuego salir de la tierra. Decidió que sería mejor idea volver a buscar a sus compañeros, regresando sobre sus pasos y tomando rumbo de nuevo hacía los largos pasillos.

Intentó verse centrada y lo más tranquila posible. Eso fue hasta que una tos incontrolable le hizo voltear, quizás él era una de esas miradas que se posaron sobre ella.

—Leryda, ¿tienes un momento? —Esa era la voz de su antiguo compañero, Marcano, el último que vio antes de marcharte.

«Está acompañado», pensó Leryda.

—Leryda, mi cielo, qué sorpresa toparme contigo hoy.

Esa voz grandilocuente, áspera y gutural, que parecía retumbar en cada pasillo, le hizo voltear de inmediato.

—Comandante Hugh... —dijo, e instintivamente miró hacia sus espaldas.

Eran solo ellos dos, él y Marcano que lo sujetaba del brazo, pero allí era fácil pensar que las paredes tenían ojos.

—¿Qué son esas formalidades, cariño? Ya tú no me debes respeto... —contestó, seguido de esa tos horrenda que no le dejaba continuar —. Yo todavía recuerdo, Esien y tú corriendo, haciendo los ejercicios con los demás cadetes; uno te miraba desde arriba y pensaba que serías buenísima.

El hombre, a diferencia de la ciudad, había desmejorado los últimos meses. Los tratamientos para esa tos que le comía vivo lo estaba dejando sin cabello y toda su forma parecía haber mutado, su cuerpo parecía derretirse: cachetes, papada, orejas, todo parecía a punto de caérsele.

—Yo también lo recuerdo —fue lo único que se le ocurrió responder.

Apretando sus puños, avanzó hasta ellos, permitiría que la vieran de cerca.

—No estuvimos en la reunión, pero... mi camarada Esien y mi persona la vimos de lejos. Pronto toda esta locura se terminará de una vez por todas —prosiguió, siempre con ese gesto de juntar sus manos como si estuviera rezando—. Vamos a tomarnos un cafecito, hablemos de la vida, del Cañón. Mi tierra querida que pronto dejará de ser mía.

Marcano no le podía sostener la mirada a la Teniente, cuando Leryda lo miraba sus ojos se dirigían al comandante a su izquierda, centrado en cuidarlo.

Los recuerdos de hace meses vivían frescos en Leryda y quizás por eso su ex compañero no la quería ni ver: tal vez él se sentía culpable por su fuga, cuando en realidad todo lo que la motivó estaba justo en frente de ella, tosiendo sin control

—¿Por qué lo hicieron? —preguntó Benett, intentando que su voz retumbara de la misma forma que la del Comandante—. ¿Atarme con culpa? Obligarme a estar con ustedes bajo amenaza..., yo nunca obré en su contra, mis ideas me las guardé para mí, sabiendo que estaban equivocados.

—Leryda, creo que no me di a entender aquella vez, pero, esto pasa en todas partes. Que allá donde tú estés pinten que somos los únicos que usamos la coacción como seguro..., te están mintiendo, Leryda, abre los ojos —dijo Esien, casi sonando conmovido.

Hugh apretó el brazo de Esien.

—Nosotros no lo llamamos así, Esien, sencillamente, todos tienen sus pecados y nuestro deber como compañeros es cubrirnos las espaldas. Ya esta nación no aguanta una traición más, linda, si te hicimos eso fue para que tú siguieras derechita por el carril.

—La Federación se forjó a base de traiciones —respondió Leryda, acercándose aún más.

Oldham, Ravindstill y de Ortega eran los caudillos originales. Solamente ellos 3, pero estaban parados sobre pilas de cadáveres de quienes los apoyaron para tomar el control 30 años en el pasado. ¿Cuántas personas que contribuyeron en su revolución estarían ahora debajo del Palacio de la Omnipresencia, muriéndose de frio mientras la llamarada infinita calentaba la superficie?

—Yo no quiero pelear contigo, chica. —Ravindstill la examinó de pies a cabeza—. Por lo que veo, no te sirven caviar donde vives.

—¿Qué es lo que quieren? ¿Quieren que tengamos miedo mientras estemos aquí? Porque eso es no tener palabra, comandante.

Leryda escuchó pasos al final del pasillo, sus sentidos se pusieron en alerta, la voz de su anterior jefe parecía resonar con más fuerza.

—Mi niña, te voy a dar un consejito..., mejor agarren su convenio y siéntanse orgullosos, picaron al país por la mitad por un bochinche mínimo.

»Oldham y Felicia fueron los que dieron esa orden... Ya tú sabes cómo pueden llegar a ser ellos...

—¿Qué es esto? —La voz de la capitana alivió la presión dentro de su mente.

—Yo saludaba a Benett, Armstrong, pero ustedes no conocen la amistad. Ni la lealtad.

—Eso lo aprendí de ustedes —replicó la Capitana, tomando del brazo a Leryda —. Soy tan leal como ustedes me enseñaron. Oldham, Felicia y tú son solo 3, pero me pregunto a cuántos se llevaron por delante para que así fuera. —Se atrevió a decir lo que ella solo pensó.

Armstrong sacó a la Teniente de allí, diciéndole que ya se iban y que no había más tiempo que perder en ese lugar donde no los querían.

Al llegar a su hotel para empacar consiguieron la habitación patas arriba, cada maleta, gaveta e inclusive las camas estaban esparcidas por el suelo. Todas sus pertenencias estaban tiradas por doquier, y lo peor es que habían tenido la voluntad de volver a cerrar la puerta con llave, tal y como ellas la habían dejado.

—Leryda... Leryda, ya pasó, estás aquí conmigo. —Su confidente logró sacarla de allí.

—Yo... Me sentí en un programa de televisión, Erlín —dijo después de un momento de silencio, mientras secaba las pocas lágrimas que le salieron—. Todo fue tan irreal. Nos sacaron de la ciudad en un autobús, con 8 soldados Federales dentro. La Capitana tomaba mi mano cada vez que nos desviábamos o el vehículo se detenía... Se bajaron en la frontera, pasaron cada segundo viéndonos.

Ahora Leryda descansaba sobre las piernas de Erlín, que sanaba sus penas con solo verle con sus ojos brillantes.

—No puedo sentirme así, Erlín, no con este cargo —negó Leryda, intentando sonar dura mientras su mente era un huracán—. La gente espera que los defendamos si los Comandantes los amenazan... Es imposible, confiar en ellos sería igual a confiar en un demente...

»Además, no puedo estar aquí llorando frente a ti. —Se levantó de las piernas cálidas y se sentó a su lado, aun limpiándose los lacrimales—. Es horrible, Erlín...

—Nadie te puede decir cómo te tienes que sentir, Leryda. Son lágrimas contenidas por años, suelta tantas como gustes, sanarás mejor después —le aseguró—. El miedo es natural, tan natural como lo que sentimos, algún día será distinto.

—Si a ti te llega a pasar algo...

—A mí no me pasará nada, no seas tonta. Tengo mis habilidades ¿recuerdas? —dijo la Piel de Hierro con una hermosa sonrisa.

—Estamos en guerra, ¿cómo puedes estar tan segura?

La respuesta tardó en llegar. A Leryda solo le provocó irse de allí furiosa con su compañera, que parecía incapaz de tomarse las situaciones en serio sin importar que se jugaran la vida cada segundo.

—Porque yo gobernaré el país... Yo llegaré un día a la Capital y gobernaré con los buenos de mi lado. Tú estarás allí, sujetando mi mano mientras saludo a las personas. Grupos felices, que se aman y que se aprenden a querer cada día con más fuerza.

Erlín miraba la arena roja mientras metía su mano en ella, dejándola caer después como si fuera un reloj de arena. Ya no sonreía; Leryda decidió quedarse junto a ella.

La Piel de Hierro pensaba y se comportaba de la misma forma. Cuando decía sus tonterías, ella dedicaba parte del acto a que al menos una persona se riera. Cuando estaba disgustada, trataba de ocultar la rabia tras su cara sonriente, mientras pensaba con cizaña.

Pero ahora, había dicho algo absurdo para Leryda, pero no había abrazos, cosquillas o puntadas repentinas en las costillas para que la Teniente se riera. Sonreía con amargura, como si supiera que nadie la tomaría en serio, cruzando los dedos mentalmente para que no se burlaran de ella.

—Ha habido personas de mi pueblo que han llegado a gobernar, pero siempre reniegan del amor que mi cultura difunde. Siempre con las tonterías de los "ideales políticos" —Erlín dejó escapar un gran ¡ja!, para acentuar su ironía—. Yo eliminaré las barreras, y tú estarás conmigo Leryda.

Muchas preguntas llenaron la mente de la Teniente, y ninguna de ellas fue si su confidente estaba bromeando. Esta Erlín, que se mostraba frente a ella, era aún más extraña. Leryda se preguntaba si era la misma persona.

—Leryda, eres valiente, inteligente y hermosa en cada sentido que puedo imaginarme... Juntas lo lograremos, yo sé que sí.

—¿Quieres ser... presidenta? —Leryda quería pensar que todo aquello era un juego que se prolongaba más de la cuenta, sin embargo, solo podía seguir tomándosela en serio—. El poder es difícil, Erlín, debes tener gente a tu alrededor, dinero, ideas que ofrecerle a las personas

—¿Qué más? —preguntó la piel de hierro con cizaña en sus palabras—. ¿Debo ser refinada y hablar con elegancia para que la gente me quiera? ¿Tengo que sentarme en las piernas de algún político o millonario para que me tomen en cuenta? ¡No, Leryda! No se cómo lo haré, pero llegaré allá arriba.

»No soy tonta, aunque lo parezca. Me puedes ayudar o puedes estar en mi contra. Estoy derribando uno por uno mis miedos a pasos agigantados: quise ir a la guerra, bum, lo hice. Un día me dije que te conquistaría..., bum, lo hice. Ahora quiero compartir lo que siempre he pensado con la gente y... tú eres la primera. No rompas mi corazón antes de escucharme.

Leryda le dio el beneficio de la duda, y así pasaron horas platicando de las ideas de la piel de hierro y... Benett no podía dejar de escuchar.

«Quiero recuperar todo este país, Leryda, esta tierra nos pertenece a todos: a los que la trabajan, a los que han amado a alguien aquí y los que hayan sido amados por alguien de esta tierra, los que la cuidan, los que no son mezquinos con ella y la tratan como el ser vivo que es... Llevamos años tratándola como si fuera nada, no 30, no 50, ¿quién sabrá cuanto tiempo llevamos clavándoles cuchillos a este lugar?».

Aunque demasiado emocionales, nada le sonó como una locura.

No quería Federación ni República, no deseaba un pedazo de tierra en concreto ni que un grupo en específico la siguiera.

Lo quería todo y, a la vez, deseaba dejar atrás las viejas prácticas.

Nada podía soñar descabellado, pues a su alrededor todo era locura.

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