Capítulo Especial: Las flechas de Cupido II
El primer beso del seductor
(Segundo año de James S. Potter)
Aquel día de junio, todos los alumnos de Hogwarts parecían haber tenido la misma idea y estaban repartidos por los jardines, disfrutando del primer sol del verano.
Faltaba solamente una semana para los exámenes finales, y aquello se notaba, ya que algunos, sobre todo los más mayores, habían sacado sus libros con ellos y estaban aprovechando para estudiar en grupo al aire libre. Unos alumnos de ÉXTASIS incluso estaban intentando hacer una poción en un improvisado soporte junto al lago.
Un alumno de segundo salía entonces del castillo, corriendo a todo correr para reunirse con sus amigos. Se trataba de James Sirius Potter, al que la directora McGonagall había castigado cuando se enteró de que él y su primo Fred habían cambiado la pasta de dientes del viejo Filch por una pasta extra picante que habían robado de las cocinas. Una broma clásica, pero siempre muy divertida.
Por supuesto, ni James ni Fred se arrepentían, pero el día era demasiado bueno como para desperdiciarlo haciendo copias en el aula de Transformaciones, así que le habían soltado a McGonagall un emotivo rollo sobre el arrepentimiento, el respeto a sus mayores y que nunca, jamás, volverían a hacer algo así ni aunque les apuntaran con una varita. La directora debía estar envejeciendo, o quizá el verano había ablandado su corazón, porque milagrosamente había colado, y les había dejado irse antes de terminar con el castigo. Sin embargo... ¿arrepentirse Fred Weasley y James Potter de una broma? Era como decir que a Hagrid no le gustaban los animales peligrosos.
Jaime y Andrew le habían dicho que irían a visitar, precisamente, al guardabosques, y hacia allí corría el joven Potter cuando Katia Chang -una bonita niña de su curso que había fascinado a todos los chicos con sus exóticos rasgos asiáticos- le vio. Se alejó entonces de su grupo de amigas, que estaban jugando a las cartas bajo un manzano, y corrió hacia él.
-¡James! ¡James! -Gritó, cuando vio que él iba demasiado rápido como para que pudiera alcanzarle y sorprenderle por la espalda, como hacían en las películas muggles que su madre y ella veían juntas.
Al oír su nombre, James paró bruscamente y se giró. Al ver a Katia esbozó una sonrisita ligeramente arrogante, un borrador de esa que llegaría a perfeccionar en los años siguientes y que acabaría trayendo de cabeza a todas las chicas de Hogwarts.
-Hola Chang -dijo, pasándose una mano por el pelo para desordenarlo aún más.
Y es que a pesar de su corta edad, James Potter ya era perfectamente de su atractivo: los expresivos y brillantes ojos color avellana que hablaban por sí solos, la sonrisa ya pícara aunque aún con restos de una cierta inocencia, la tez naturalmente tostada que le resaltaba aún más entre sus compañeros y el pelo negrísimo que, revuelto como siempre lo tenía, ayudaba a resaltar sus facciones, algo aniñadas aún pero que ya prometían lo que James iba a llegar a ser.
Katia se sonrojó exquisitamente y le dedicó una sonrisa tímida.
-¿Ya os ha dejado salir McGonagall? -Preguntó, con voz suave y encantadora.
-Obviamente -respondió James, controlando su impulso de poner los ojos en blanco porque, en el fondo, le gustaba Katia y no quería ser muy borde con ella.
La chica asintió, y se echó el pelo hacia atrás para que James pudiera ver mejor su rostro, consciente también de lo atractiva que era.
-¿Y si vienes conmigo a dar un paseo por la linde del bosque? -Sugirió, situándose a su lado.
James dudó, porque realmente le apetecía encontrarse con sus amigos y visitar a Hagrid. Pero Katia le gustaba mucho, y al final sus sentimientos hacia ella pudieron. Jaime y Andrew lo entenderían. Sin duda.
-Venga vamos -dijo, y la cogió de la mano, para deleite de ella.
Caminaron un rato así, cogidos de la mano y hablando de los exámenes y lo que habían planeado para las vacaciones, hasta que al fin llegaron a un punto alejado, casi en el borde de los terrenos, y donde ya no había nadie. Tenían plena intimidad, justo como los dos habían querido.
En un determinado momento, quedaron apoyados contra el tronco de un abeto, refugiados bajo su sombra.
Katia se acercó a él sonriendo, y James se inclinó ligeramente hasta que sus ojos quedaron a la misma altura.
-Yo iba a decirte una cosa, James... -susurró Katia, mordiéndose el interior de la mejilla.
James acarició su hombro y sonrió con confianza.
-Yo iba a decirte que me gustas -soltó James, con la sutileza habitual en él.
Katia sonrió, halagada, y pasó la mano tímidamente por su pelo, en un gesto que llevaba desde el año anterior deseando hacer.
Entonces, el chico la acercó y, lentamente, besó la comisura de sus labios. Instintivamente Katia giró su cabeza un poco hasta que sus labios se unieron dulcemente en el primer beso de los dos.
-Merlín -jadeó Katia cuando se separaron-, vamos a ser la pareja más popular de Hogwarts.
James sonrió dubitativo, teniendo por primera vez dudas de lo que Katia realmente quería. Esta se dio cuenta al instante de su error, y antes de que James hiciera o dijera nada lo agarró y volvió a besarle.
Ciertas cosas nunca cambian
(Cris Avery y Jaime Travers a los 5 años)
Todos los años el 23 de diciembre, Charlotte Greengrass, de soltera Nott, ofrecía una exclusiva fiesta por navidad en la gran mansión familiar del campo.
No había medio de comunicación que no se hiciera eco de aquella fiesta y, de hecho, estar en la lista de invitados era la mejor garantía de haber sido una persona influyente en la sociedad mágica durante el año.
Ni los Malfoy ni los Travers faltaban nunca a aquella fiesta, como figuras preeminentes de la sociedad mágica que eran, y aquel año no era una excepción, aunque sí que era diferente.
Era diferente porque, por primera vez, habían juzgado que sus respectivos hijos eran lo suficientemente mayores como para asistir, aunque fuera solamente a la primera parte de la velada.
Así, sus padres habían embutido al pequeño Jaime en un trajecito a medida con pajarita y todo, y que él no veía el momento de quitarse, y los Malfoy habían comprado a su ahijada -a la que consideraban una hija- un precioso vestido color champán a la altura de la rodilla. Sería aquella la última vez en muchos años que Cristina Avery llevara vestido sin protestar, pero eso no viene al caso.
Durante la cena, la pequeña Cris hizo que Astoria se enorgulleciera de ella, demostrando que, cuando quería, podía ser toda una señorita, tal y como la habían enseñado, así como una agudeza impropia de una niña de su edad que a Draco le recordaba en sobremanera a la madre de la niña, una de las brujas más inteligentes que nunca había conocido.
Jaime, por su parte, ya apuntaba maneras de merodeador, e impregnó todas las servilletas de su mesa con unos polvitos que eran lo último de Sortilegios Weasley y que provocaban incontinencia repentina. Aquella fue la primera broma seria del pequeño Travers, y sin duda fue un verdadero éxito a pesar de la enorme bronca que recibió de su madre... la cual perdió bastante efecto porque su padre estaba junto a ella, riéndose como si no hubiera mañana.
Posteriormente, todos se trasladaron al inmenso salón de baile, donde Charlotte había conseguido que una prestigiosa banda mágica armonizara la velada. Era relativamente pronto, y tratándose de una noche tan especial, todos los adultos estuvieron de acuerdo en que los más pequeños podrían quedarse un rato más siempre que no molestaran demasiado y se portaran bien -y nada de bromas, ni pesadas, ni pequeñitas ni de ningún tipo, añadió la señora Travers, mirando a su hijo de tal manera que el resto de los niños asintieron intimidados, pero él simplemente asintió, como si la cosa no fuera con él.
Y el baile dio comienzo. Una risueña Margot, ya con su flequillo un poco largo y un vestidito de gasa negro, prácticamente obligó a su mejor amiga a bailar con ella un par de piezas, hasta que Cris se plantó y las dos se retiraron a la parte posterior del salón.
Caminaban cogidas del brazo, hablando de los regalos que pensaban recibir aquel año, cuando vieron a Jaime Travers haciendo dibujitos en el vaho de la ventana.
-¡Venga vamos a ver qué hace! -Exclamó Cris, emocionada.
-¡Pero si ya lo ves! -Bufó Margot-. Está dibujando muy mal en los cristales.
Cris estudió el dibujo en la distancia, como si de verdad ella fuera una prestigiosa crítica valorando la última obra que había llegado a sus manos, en lugar de una niña de cinco años.
-Sí, la verdad es que lo hace muy mal -concluyó, mientras se apartaba un tirabuzón de los ojos-. Pero a mí ya me ha entrado curiosidad por saber si eso es un unicornio o un perro.
-No seas tonta Cris, eso es una patata. Y una patata de las feas que no están ricas.
-Bah, tú no tienes ojo para el arte -replicó Cris, levantando la cabeza muy orgullosa, como si ella sí que lo tuviera.
Y antes de que su amiga dijera nada, prácticamente la arrastró hacia donde estaba el niño.
-¡Hola! -Saludó Jaime en cuanto las vio, sociable como siempre.
Margot saludó bajito, porque en realidad no tenía ninguna gana de hacerlo, pero su madre le había explicado que aquella noche tenía que comportarse muy bien y ser amable con todos, puesto que ella era la anfitriona de la fiesta, y se estaba tomando muy en serio su papel.
Cris ni siquiera se molestó tanto.
-¿Eso es un unicornio o un perro? -Preguntó, directa al grano como siempre.
Jaime la miró con una media sonrisa muy ensayada para ser la de un niño de cinco años, sin sorprenderse en absoluto por una pregunta como aquella.
-¿Ves muy mal, no? Es una patata, boba. Se ve a las claras -dijo, como si estuviera anunciando que la tierra era redonda o el cielo azul.
Margot dejó escapar una risita y miró a su amiga con aire triunfal.
-¡Te lo dije Cris! -Exclamó con su aguda voz, y de no haber sido ya una chiquilla muy controlada se hubiera puesto a hacer el baile de la victoria.
-Bah -respondió esta, haciendo una mueca-, al final sí que ha sido una tontería venir aquí. Y ni siquiera tiene pinta de ser una patata, sois raritos.
Margot se echó a reír. Cris estaba ya en sus primeros recuerdos, y siempre ponía esa mueca que a ella le parecía imposible cuando sabía que no tenía razón, pero no estaba dispuesta a admitirlo.
Jaime se quedó un momento observando a Cris, y de pronto enarcó las cejas repetidamente como había visto hacer a uno de sus primos mayores.
-Estás insultando a tu futuro novio, que lo sepas -dijo, con total seguridad.
-¡¿Pero qué dices?! -Exclamó Cris, con su mejor cara de asco.
Jaime la agarró del brazo para acercarla a él y se puso a juguetear con los extremos colgantes del lazo dorado que la niña llevaba a la cintura.
-Ya verás. Algún día cuando vayamos a Hogwarts yo seré el chico más guapo y tú serás mi novia. Y te invitaré a cervezas de mantequilla y veremos juntos las películas de El señor de los anillos, como los mayores.
Cris frunció el ceño.
-Antes de eso me saldrá el cromo de diamante en las ranas de chocolate -replicó, muy altiva.
Y entonces, en un gesto propio de la casa, Cris le metió un pisotón a Jaime con todas sus fuerzas, y se fue sacándole la lengua, seguida por una Margot muerta de la risa.
La primera risa de verdad
(Once meses después de la Batalla de Hogwarts)
Había pasado casi un año desde el final de la Segunda Guerra Mágica, y Angelina Johnson, heroína de guerra y Orden de Merlín de segunda clase, volvía a casa.
Decían que era Gryffindor, que tenía el coraje en la sangre, pero lo cierto es que, después de la Batalla de Hogwarts, ella no se había sentido así ni mucho menos. Por supuesto, se había alegrado como la que más cuando el Señor Tenebroso al fin fue derrotado definitivamente, pero también se sintió vacía. Porque el amor de su vida había muerto en la batalla que puso fin a la guerra, y aunque Angelina sabía que, si pudiera hablar con Fred, él la diría que consideraba un honor haber muerto con una sonrisa en los labios y luchando por una causa que consideraba justa y a la que estaba plenamente entregado, eso no la servía de consuelo. Porque cada noche seguía soñando con su risa antes de la batalla, cuando trataba de animarla, y con el último beso que la dio, acompañado de la promesa de que todo aquello terminaría pronto y entonces la llevaría a cenar al mejor restaurante de Londres. Y aún no sabía si eran buenos sueños o pesadillas.
Acosada por los recuerdos de su novio, Angelina se había quedado durante los festejos y hasta recibir su Orden de Merlín de segunda clase por no hacer ningún feo a nadie, pero en cuanto todo había terminado, se había despedido discretamente de sus padres y de sus amigos y se había ido al lugar más lejano donde le habían ofrecido un trabajo: China.
Allí, Angelina se había reinventado. Aunque había necesitado su tiempo, había encontrado la paz interior perdida durante la guerra, era una persona más calmada y a gusto consigo misma. Y a pesar de que no había vuelto a reír, no de verdad, desde que supo que Fred había muerto, era todo lo feliz que imaginaba que podía serlo. Incluso se había reconciliado con su faceta Gryffindor, y apenas dos semanas antes había decidido que era hora de demostrar que era una mujer valiente y que debía recuperar su vida en Reino Unido. Así que había pedido el traslado a Londres, donde su empresa acababa de abrir una nueva sucursal, y estos habían aceptado rápidamente, llegando incluso a ofrecerle el puesto de directora general, que ella había aceptado, sorprendida y halagada al mismo tiempo.
Y ahora volvía a estar allí, en su Londres, contemplando el cielo plomizo desde la ventana de su habitación El Caldero Chorreante, donde se hospedaba provisionalmente hasta que encontrase un lugar donde realmente quisiera vivir.
El establecimiento corría ahora a cargo de Hannah Abbot, a la que Angelina recordaba vagamente de sus años en Hogwarts y de que estuvieron juntas en el Ejército de Dumbledore. Hannah, en cualquier caso, sí que la recordaba a la perfección, y durante el camino hacia su habitación le explicó que no aguantaba la soledad, así que había utilizado el dinero de su Orden de Merlín de tercera clase y la herencia de sus padres para comprar El Caldero Chorreante. Angelina no prestó mucha atención a lo que le decía, asintiendo solamente en los momentos que juzgaba oportunos, pero aún así agradecía los esfuerzos de Hannah por hacerla sentir bienvenida y bien.
Una parte de ella se moría por explorar el Callejón Diagon una vez más, como cuando era niña. Pero el gigantesco cartel de Sortilegios Weasley que se divisaba desde su ventana la disuadió, porque eran demasiadas cosas para un solo día. Tal vez mañana...
Entonces, alguien llamó a su puerta, unos golpes insistentes que no le cuadraban demasiado con Hannah. No esperaba la visita de nadie, porque sus padres, los únicos que sabían de su regreso a Inglaterra, estaban en Marruecos de vacaciones, así que no les vería hasta dentro de dos semanas. Así que, ¿quién podría ser?
Lentamente, Angelina cogió su varita de encima de la mesita y se la guardó en el bolsillo especial cosido en el interior de su manga, y avanzó hacia la puerta.
-¿Quién es? -Preguntó, sin abrir. Ciertas costumbres nunca se perdían.
Hubiera esperado oír la voz de cualquiera, incluso la de uno de sus nuevos empleados, y estaba preparada para cualquier cosa. Para cualquier cosa excepto para lo que oyó.
-Soy yo, Angelina -respondió una voz que ella nunca conseguiría olvidar, aunque tampoco quería hacerlo. O, más bien, el reflejo de esa voz.
Por un momento, Angelina estuvo a punto de romperse, con los recuerdos invadiéndola como hacía tiempo que no lo hacían. Abrió la puerta y lo vio allí, alto y extrañamente serio, con el cabello rojo revuelto y los ojos brillantes, seguramente también recordando como lo estaba haciendo ella. Podría haber sido Fred Weasley de vuelta entre los muertos, pero la falta de una oreja lo delataba. Era George. George Weasley.
Por un momento se quedó observándole, clavada en el sitio, hasta que al fin se hizo de nuevo con el dominio de sí misma y lo abrazó con todas las fuerzas que tenía.
Un rato después, ambos estaban sentados frente a la mesa de café, tomando ella una deliciosa infusión de frutas del bosque y él un café solo, como siempre le había gustado. Habían hablado de cómo George descubrió que había vuelto gracias a Neville, que se había hecho muy amigo de Hannah Abbot desde el final de la guerra, de las experiencias vividas en aquellos años, de los amigos comunes que tenían. Pero ahora hablaban de Fred, y lo hacían con total confianza, a sabiendas de que estaban con la mejor persona para comprenderse.
-Fred nos odiaría por estar recordándole así, Angelina -dijo, al cabo de un rato, George, dando un buen trago de su café.
-Lo sé -respondió ella, jugueteando con uno de sus rizos-. Trato de recordármelo cada día, George. Pero a veces no puedo.
Él asintió, pues sentía lo mismo, y continuó hablando.
-Fred querría que le recordásemos bailando en las fiestas, riendo con las bromas, discutiendo con Filch. Querría que recordásemos cómo fue el único capaz de animar a todos antes de la batalla. Cómo hacía divertidos los castigos de McGonagall. ¡Incluso preferiría que le recordásemos cantando tan mal Boulevard of broken dreams en aquel karaoke que organizamos!
Angelina recordó todas aquellas cosas, y entonces un sonido puro y cristalino escapó de su garganta. Ella se llevó la mano a los labios, sorprendida por el sonido de su propia risa, que hacía tanto que no la acompañara, y George también rió suavemente y la abrazó.
-Fred querría que rieras el resto de tu vida. Que te enamoraras y tuvieras muchos hijos, que cada día esbozaras una sonrisa con el recuerdo de los buenos tiempos -susurró en su oído.
Angelina sacudió la cabeza y le miró con sus ojos negros e inquietos.
-No es fácil George. Sólo hay una persona a la que he querido aparte de a Fred. Quizá porque si no hubiera querido a esa persona no hubiera podido querer a Fred de la manera en que lo hacía. Porque era imposible querer solamente a uno de vosotros, George.
Él la miró, aunque sus ojos iban mucho más allá de ella.
-Él era el mejor de los dos -respondió.
-Puede que Fred nos odiara a ambos por recordarle como lo hemos estado haciendo, no te lo niego. Pero a ti te mataría directamente si te oyera decir eso, George Weasley.
Él negó con la cabeza y Angelina se le acercó.
-George -dijo, mirándole fijamente-, tú tenías razón. Fred querría que fuéramos felices, que viviéramos la vida.
George la miró asintiendo.
-Él te amaba Angelina, tanto como tú a él. Y yo lo sabía, y siempre maldije que tuviéramos los mismos gustos, y me odiaba por quererte yo también.
-Es hora de que dejemos el pasado. Sólo piensa en el presente -pidió, y le besó.
Cuidados personalizados
(Fred Weasley a los 19 años, hace tan sólo unos meses)
Fred Weasley II odiaba los lunes. Los odiaba con todo su ser, y no le extrañaba en absoluto que, a pesar de llevar años experimentando con nuevas mezclas, tanto con la ayuda de su padre como él solo, la primera vez que le pasaba algo por esta causa fuera precisamente un lunes.
En aquel momento, el joven pelirrojo estaba tumbado en una cama en las urgencias de San Mungo, esperando a que hubiera un médico libre para atenderlo. En realidad, no tenía nada demasiado grave, pero una poción le había estallado provocándole quemaduras bastante serias en el brazo izquierdo, que al haber sido causadas por una poción como aquella, él no había sido capaz de curar.
Una enfermera de unos cuarenta años entró en la habitación, y le sonrió maternalmente.
-Ahora mismo no tenemos ningún médico disponible -explicó, mientras comprobaba los parches que le habían puesto temporalmente cuando llegó-, no sé que pasa los lunes que la gente se descalabra con una facilidad...
Fred sonrió, a pesar de lo mucho que le dolía el brazo.
-Siempre he dicho que los lunes tienen algo maligno.
-Créame que estoy de acuerdo, señor Weasley. De todos modos, venía a decirle, ¿le importaría que una doctora en prácticas le atendiera, aún sin supervisión? Le puedo garantizar que es una de las mejores de su promoción, y no tendrá ningún problema...
-Si consigue que deje de dolerme el brazo, por mí puede venir quién sea.
-Le diré a la señorita Watson que venga cuanto antes, en ese caso -dijo la enfermera con una gran sonrisa, antes de irse.
Unos minutos después, entró en el box una chica joven, más o menos de su edad, bajita, con la bata blanca inmaculada perfectamente atada, el pelo castaño claro recogido en una coleta alta y el rostro oculto tras un historial médico que debía ser el suyo.
-Con que sigues sin ser bueno en pociones, ¿no Weasley? -Comentó la médica, en un tono burlón, mientras cerraba la carpeta y lo miraba.
Fred tardó un segundo en ubicar aquel rostro redondeado, con brillantes ojos color café, pómulos altos, nariz respingona y labios en forma de corazón.
-¿Natalie Watson? -Inquirió, enarcando las cejas-. Casi prefiero esperar a que haya algún médico libre, no vaya a ser que tú me inyectes algún virus raro o algo...
Natalie Katia Watson era hija de dos magos mestizos que habían hecho fortuna con el comercio mágico en Liverpool, y había estado en Hogwarts al mismo que tiempo que Fred, y también en Gryffindor. ¿La diferencia? Ella fue prefecta y premio anual, y cuando se graduó, todos los profesores mencionaron su buen comportamiento durante aquellos siete años y sus esfuerzos académicos. Y Fred Weasley, junto a su primo James Potter, fue el mayor bromista de Hogwarts. Gamberro, en palabras de Natalie.
Consecuentemente, los dos habían tenido innumerables rifirrafes a lo largo de los años, y de hecho, el único castigo en la vida de Natalie -del que se avergonzaba profundamente- había sido por lanzarle una maldición a Fred. En su favor, hay que decir que no era una maldición demasiado grave y que el chico llevaba todo el día provocándola, cosa que McGonagall tuvo en cuenta, así que al final la chica sólo tuvo que ayudar a Madame Segara con un pedido de libros.
-Ojala pudiera hacer realidad tus deseos, pero me temo que esa no es mi especialidad, así que no es posible. Vuelve de aquí a un par de meses que se me habrá ocurrido algo.
Fred la miró con una sonrisa, pero no dijo nada mientras ella inspeccionaba sus heridas y le aplicaba diferentes ungüentos.
Natalie y él no se veían desde que abandonaron Hogwarts, cuando Fred había empezado a trabajar oficialmente con su padre, y ella, por lo visto, había empezado la carrera de medimagia. Debía de ser muy buena, pensó Fred, porque San Mungo ofrecía muy pocos puestos de prácticas, sólo a los mejores de entre los mejores. Por otra parte, la chica no había cambiado demasiado desde sus tiempos en el colegio. Incluso hablaba igual, aunque sí es cierto que sus rasgos se habían perfilado y a él le pareció más guapa.
En ese momento, Natalie le puso una gasa sobre las heridas y se sentó en el borde de la cama, a pesar de saber que no debería hacerlo. De todos modos, tenía confianza de sobra con ese chico, aunque solamente fuera por todo lo que habían discutido.
-Te he aplicado los mejores remedios para este tipo de heridas, pero aún así tardarán una semana o dos en curar y será doloroso. Cámbiate la gasa dos veces al día, pero aparte de eso no te la quites, y me da igual que te pique, duela o lo que sea. Vuelve aquí en dos semanas si aún no te ha dejado de molestar.
Fred asintió, muy serio, y extendió el brazo bueno para agarrarla por la nuca e inclinarla sobre él. Sin que Natalie pudiera reaccionar, la besó con la misma intensidad que él aplicaba a todos los aspectos de su vida.
-¿Qué se supone que haces? -Preguntó ella, estupefacta, cuando se apartaron.
-Me estoy asegurando de que no me envenenes si tengo que volver -respondió Fred, con una enorme sonrisa.
Natalie enarcó una ceja.
-A lo mejor sólo quiero que te confíes para tenerlo más fácil -dijo, antes de volver a besarle.
-Pienso correr ese riesgo encantado.
Del concurso de cartas de San Valentín de El Profeta
Sería bonito y quedaría muy poético decir que todo comenzó una soleada y cálida mañana de primavera, pero lo cierto es que empezó una fría mañana de otoño, de esas que tanto me gustan.
Te había visto antes. Entonces ¿por qué fue en ese preciso momento en el que empecé a fijarme en ti? Lo cierto es que no tengo ni idea; pero a estas alturas ya no me importa. Lo que si que me importa, y a veces llega al punto preocuparme, es que últimamente no dejo de pensar en ti. En ti, en tus ojos, en tu pelo negro, en tu voz grave y agradable... Pero sobre todo en tu sonrisa, una sonrisa que tiene la capacidad de despertar "algo" en mí.
En el fondo todo son sueños y esperanzas, ilusiones de una adolescente con cierta tendencia a perderse entre las nubes, pero no importa. Al fin y al cabo, ¿que sería el ser humano sin sus sueños? Como dijo una gran escritora, el amor es lo más bonito de nuestro mundo. Y así lo creo yo también, aunque no sea correspondido. No digo que no fuera bonito vivir una historia de amor como esas de las novelas que tanto disfruto leyendo, pero, una vez se ha asimilado, el amor no correspondido también tiene algo... hermoso. No sé como describirlo: suele doler, sí. Pero cuando lo aceptas, simplemente aprendes a disfrutar de su sola presencia y de cómo su sonrisa, aunque no vaya dirigida a ti ni mucho menos, te revoluciona.
Yo ya lo he aceptado, entre otras cosas porque creo que nunca conseguiré reunir el valor suficiente para confesarte lo que siento... Esta carta, que nunca enviaré pero que tal vez algún día leas, será lo más cercano a una confesión que probablemente haga jamás, pero supongo que las cosas están bien como están. Y ya que he comenzado con las confesiones, aprovecharé este ataque de sinceridad y lo llevaré un poco más adelante: te quiero. Lo que surgió aquella mañana de octubre fue un "me gustas" pero con el tiempo, en mi mente esa simple oración ha ido ampliándose y se ha transformado en un "te quiero".
Es muy posible que sea algo tonta por estar enamorándome de un imposible, pero nada puedo hacer ya. Nada salvo seguir soñando como hacía Rapunzel mientras esperaba a ser rescatada; soñando que en secreto me dedicas una de tus sonrisas, que tus ojos buscan los míos en algún momento y que, en el fondo, tú también querrías rodearme con tus brazos. Menos mal que soñar es gratis.
Y para terminar esta carta, quiero pedirte un favor: sigue sonriendo. No lo pido por tu felicidad ni por todas esas cosas bonitas que podría decir ahora mismo, si no por un motivo totalmente egoísta; y es que tu sonrisa me encanta. Me hace sentir bien y me hace recordar tantos buenos momentos... Como me gustaría revolverte el pelo con cariño y decirte cualquier tontería para que esa sonrisa no desapareciese de tus labios. Abrazarte y simplemente disfrutar de tu presencia a mi lado. Perderme en mis pensamientos mientras buceo en tus ojos y tú te pierdes en los míos.
Me despido con las dos palabras más importantes que probablemente se le puedan decir a nadie. Que plasman, por increíble que parezca, el sentimiento más fuerte del mundo en una simple hoja en blanco manchada de tinta.
Te quiero.
El reflejo de otra alma
***
¡Hola! Vale, sé que dije que aparecería un relato sobre el comienzo de la relación entre Lucy y Lorcan, pero creo que finalmente eso irá dentro de algunos capítulos, cuando Lorcan y Lysander hablen... Hablen. A cambio he puesto una escena sobre Fred II, que me gusta mucho pero lo tengo abandonado, así que a partir de ahora igual sale en alguna escena.
Un besazo, espero que os haya gustado ;)
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