I
Juraron NO recordar la noche de Abril.
Desconocido.
Un pitido arrollador resonó en mis oídos.
– ¡¿QUÉ HICISTE?! –me gritó desesperado–. ¡¿QUÉ MIERDA HICISTE, IMBÉCIL!?
Me miró a mí, y al cuerpo que yacía en el congelado pavimento de nuestro patio trasero, con la expresión más profunda y, propensa a la locura, que había visto en mi corta vida.
Oh, carajo...
Su pecho subía y bajaba. Subía y bajaba sin control. Las venas de su cuello estaban a punto de estallar. Jamás lo había visto así. Se supone que él es el sereno manipulador, y frío calculador del grupo, no el temeroso y, propenso a caer en un colapso nervioso por ver escenas como éstas.
Oh, carajo...
Mis manos están manchadas de sangre. Mi camisa está salpicada de sangre. Me toco el rostro, y está en peor estado que mi ropa o la manta roja que se esparce en el pavimento a causa del craneo destrozado de...
Oh... ¡¡¡CARAJO!!!
¿En serio lo hice?
¡¡¡UN MUERTO!!!
Asesiné a alguien.
– ¡¿POR QUÉ?! –me gritó, rojo de la ira y la conmoción, mientras apresurado fue a revisar las heridas de mi víctima–. Ay, Dios, no... No, no, no... Por favor, no te mueras –dijo en turbación e inestabilidad, al intentar revisar el pulso del occiso–. No te mueras... –le pide en un martirio de voz.
Lo miré. Está asustado, de verdad. Yo no. Hice justicia. Finalmente vengué la muerte de mi querida y preciada madre. Y... de paso, me cobré una que otra venganza personal cuando le tiré el ácido a la cara, y le disparé repetidas veces en el pecho y el abdomen. Ah, y cuando él solito retrocedió a causa de los disparos y, se dejó... Bueno, lo dejé caer de cincuenta pisos hasta que su cabeza azotó contra el congelado pavimento del patio trasero, provocándole así la dichosa muerte...
Así fue como ocurrió. Así fue como llegamos aquí.
Cuando se da cuenta, de que sus patéticos intentos por tratar de salvarlo, NO servirían de nada... gruesas y arrolladoras lágrimas brotan de sus ojos, así como el llanto ahogado y desolador que escapa de sus labios. Un hilo de saliva escapa de su boca, como un bucle de atropelladas palabras sin sentido que expresan culpa. Llora en silencio, por la muerte de este hombre. Patético. Su mano se apoya en el hielo teñido de rojo, y... puedo escuchar (atento), los latidos de su corazón... deteniéndose, cuando mira la palma de su mano cubierta de sesos y sangre.
Una sonrisa sincera pintó mi boca. Amenacé con echarme a reír, pero me contuve por obvias razones. Ya tendría tiempo para reír.
El maldito viento nos envolvía desde que él murió: nos azota con fuerza, a tal grado de despeinarnos y alejar el olor de la sangre.
Miró con horror el cadáver, una última vez, antes de levantarse y limpiar las pruebas de su supuesta humanidad, con fuerza y desespero... Por favor. Él y yo –como lo que fue de este tipo–, no poseemos ese sentimiento de empatía y humanismo que caracteriza al resto de la población. Así que, que no me haga reír con esas falsas penas y dolor en los ojos. No le creo nada su hipocresía.
– ¿Me vas a ayudar? –le pregunté cómo si nada.
La mirada que me lanzó..., de verdad, me dejó los pelos de punta, pero me esforcé por no mostrarlo. Yo no soy de asustarme por una simple mirada. Él único que consigue paralizarme es mi padre.
– Por favor... –añadí.
Acortó la distancia que nos separaba, de dos grandes zancadas, y... tomándome del cuello me obligó a quedarme sumiso frente a él. Ja. Claro que tiene que marcar su territorio después de la escenita demoledora que montó frente a mí. Además, sabía que no me iba a dejar ir sin el susto de mi vida por haber roto las reglas. Pero mereció la pena.
Apretó con la suficiente fuerza para detenerme, pero no para matarme. Ja. Él sabe que no puede matarme. No cuando tiene un cuerpo más importante del que preocuparse. Y... me necesita. Me aseguré de ello cuando empecé a planificar mi venganza/justicia.
– Entonces... ¿sí o no? –dije burlón, casi estrangulado. Va a dejarme marcas, y él lo sabe.
Me acercó a su rostro, nariz con nariz, y... pronunció las siguientes palabras con extrema calma.
– ¿Sabes qué voy a tener que hacer ahora?
– ¿Matarme? –No estaba asustado cuando la palabra abandonó mi boca.
– ¡NO, IMBÉCIL HIJO DE PERRA! –bramó furioso–. ¿Sabes qué voy a tener que hacer ahora?, ¿eh? ¿Lo sabes? –dijo estrangulándome más de lo necesario. Sentí mis ojos explotar–. ¡Ahora voy a tener que limpiar tu mierda! ¡Voy a tener que limpiar tu mierda, idiota! –repitió con igual severidad que la anterior.
Me soltó –y no de la forma amable, por cierto–. Tomó las piernas del cadáver, y lo puso en una posición cómoda para arrastrarlo en dirección al inmenso bosque que nos rodea.
– Eso es lo único que sabes hacer bien: dejar que otros limpien tus porquerías –agregó haciéndome menos como acostumbra.
Fue por una manta, lo suficientemente larga para ponerlo encima de ésta. Tiró de los tobillos de él, y yo, me quedé como un idiota viendo a la escena del crimen ser arrastrada lejos de mi vista.
Después de un momento: se detuvo fulminándome con la mirada.
– ¡¿Esperas una invitación?! –me llamó–. ¡Ayúdame a esconderlo!
Me moví.
La nieve caía sin compasión sobre nosotros. Arrastramos a este tipo por todo el páramo. Nuestras pisadas, así como él, se hundían entre el manto blanco y casi desolador. Era como si la tierra quisiera formar parte de él. Era como si la nieve hubiera endurecido a propósito sus caminos, para dificultarnos el trabajo.
Todo apuntó a que no íbamos a lograrlo, pero igual lo hicimos. Nos adentramos en el bosque, a las oscuras y densas profundidades, para poder enterrarlo. Decidimos enterrarlo porque quemarlo equivaldría a una fogata, y eso levantaría sospechas a mitad de la nada. No podíamos descuartizarlo, porque la sangre sería difícil de quitar e, igual, tendríamos que enterrar o desaparecer las partes.
Antes de irnos tomamos dos palas del cobertizo, así que la tumba sin nombre se hizo en un dos por tres y, más rápido de lo que pensé gracias a mi fiel cómplice homicida. Sí..., también planeé que este idiota manipulador estuviera en el momento y lugar correcto. Todo estuvo fríamente calculado desde el principio.
– Ahora... el cuerpo –dijo.
Los dos dejamos caer el cadáver en el agujero, en la fosa, en el nuevo y bonito lugar que tendrá este marginado maldito que mató a mi madre... por el resto de la eternidad. Así son las cosas cuando te metes con el psicópata equivocado. Debió imaginar que exigiría venganza. Fue un mal movimiento de su parte mudarse a la misma mansión que yo, sabiendo muy bien lo que me quitó.
No fue tan inteligente.
Tapamos el hoyo, y nos dirigimos a casa, en total y completo silencio. Para él fue penetrante, para mí fue cómodo. Me sentí feliz, por una maldita vez, desde que me enteré del asesinato de mi madre.
Al fin podía mirar su retrato y no sentirme culpable.
Al fin se hizo justicia.
Llegamos a casa/mansión. Cerró la puerta cuando entré, y... me detuvo al pie de la escalera, poniendo una mano sobre mi hombro manchado de sangre.
– No voy a preguntar si fue un accidente..., porque sé que no lo fue. Sé que lo querías ver muerto. Sé que te hizo mucho daño. Sé que tal vez se merecía ese final...
– ¿"Tal vez"? –pregunté incrédulo.
– Con un disparo en la sien hubiera bastado... –dijo mi nombre–. ¿Por qué lo hiciste sufrir así?
Una sonrisa burlona decoró mis labios.
– ¿Por eso lloraste?, ¿porque lo hice sufrir?
– Porque sabía lo que ibas a hacer... y, aun así, no te detuve –admitió con culpa y arrepentimiento en la mirada.
Oh, vaya... Siempre supe que le guardaba rencor, pero nunca pensé que a tal grado de dejarme completar mis planes.
– Tú y yo somos iguales –le dije–, así que no hablemos más de lo que pudo o no haberse evitado, y jamás se lo mencionemos a nadie. Será lo mejor –me quité su mano de encima, y una escalofriante sonrisa se dibujó en mis labios.
No podía evitarlo, estaba tan feliz que podía subir las escaleras bailando como un poseso.
– Nunca más –añadí, a lo que él asintió.
Y... cómo fue... nunca más hablaron de lo que pasó esa noche. Esa noche fría y tormentosa de Abril. Esa escalofriante y repentina noche, que causó sentimientos opuestos entre los involucrados. Siempre quisieron ver muerto a ese maldito marginado, pero... una vez que enterraron el cuerpo en las profundidades del bosque..., empezaron a ocurrir cosas extrañas dentro y fuera de la casa.
Las cosechas se pudrieron. La gente se enfermó. El agua se esfumó. Las aves fueron reemplazadas por cuervos. Morías de peste o insolación. La gente se suicidaba de golpe, sin ninguna explicación. Los bebés nacían muertos. Los ojos de los habitantes... adoptaron un color extraño, lejos del azul o el verde, ahora eran amarillos, naranjas, rosas, violetas...
Pero...
El color que perturbó y ensordeció a todos, fue... el rojo.
El color de la sangre, del Diablo, fue lo que causó que la gente perdiera la cabeza. Esta maldición se esparció como la peste negra o la fiebre tifoidea.
Nadie sabe por qué dicen que estar cerca de un "Ojos Rojos" te convierte en un asesino o en un psicópata despiadado. Así fue como decidieron vivir: en la ignorancia. Y así es como siguen viviendo.
Pero...
¿Y si una persona puede hacer la diferencia, aun cuando tiene todo en su contra?
¿Es posible cambiar?
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