2. Manzana picada
«La vida detenida en un punto de su muerte»
El tiempo no mejora. Este clima infernal apaga los colores del campo y nos condena a vivir en una especie de foto de los años setenta. El otoño ha secado todo lo que antes brilló escarlata y ahora solo quedan las hojas; crujidos en el suelo y vuelos en el aire. Venga, voy a caminar con las manos en los bolsillos, así, con decadencia para estar acorde con el entorno.
Cada día es una réplica del anterior, largo y pesado como un periodo de espera hacia esa cosa alucinante que dará un giro de nosecuantos grados a nuestras vidas. Pero no hay nada. Llega el final del día, despejas tu mente en la cama y comienza igual la mañana siguiente. Uno nunca sabe cómo acabó entrando en el bucle, porque por eso los bucles se llaman así.
Debería ser un crimen que a alguien de dieciocho años la vida le resulte jodidamente aburrida. Hemos alcanzado la mayoría de edad y podemos irnos cuando queramos.
¿Pero a dónde? ¿Sin ahorros, ni padres que nos avalen un piso para abrir una cuenta de banco? ¿A acabar vendiendo hachís en alguna esquina para poder pagarnos el abono transportes? Suena irónico, pero estamos encerrados aquí voluntariamente. No hay ningún lugar al que pueda largarme con Silver.
Suspiro. Acabo de empezar a vivir y ya se me está haciendo eterno.
Desvié la vista hacia el gran edificio antiguo que se alzaba a mis espaldas, rayado por las hojas que cruzaban el aire de vez en cuando. El College tenía un aspecto lúgubre y mustio, pero parecía que el cielo podía serlo todavía más. Ya no quedaba ni rastro del sol blandito de verano y el otoño había traído el frío y los airones. Mi pelo rubio se removió por el viento y cerré los ojos, expulsando el aliento cálido como un caballo de carga.
Cuando estaba concentrado en mi respiración, una voz me distrajo y me hizo abrirlos de nuevo.
—¡Hey, Leaks!
Distinguí a Silver en la lejanía, sentado en la gran piedra alargada que había junto al lago. Saqué las manos de los bolsillos del uniforme y caminé hacia él sin prisas.
—Hola, Silv —respondí. Entonces le miré con humor—. Vaya, ¿qué haces aquí como todos los días? Pensaba que estabas en el Disneyland de Florida, subiéndote a las montañas rusas y haciéndote fotos con un pobre latioamericano disfrazado de Stitch.
Silver captó a la perfección el sarcasmo; no todos teníamos padres que nos llevaran de vacaciones. Se unió a él y contestó, con retintín:
—Estuvo bien, pero es un poco para críos. Además, Lana del Rey canceló su concierto en Coney Island, así que tuve que quedarme dieeeeeez insoportables días haciendo turismo en Brooklyn. No tenía ni ganas de salir del hotel de la rabia. ¿Y tú qué tal el verano, Leaks?
—Yo un aburrimiento, la verdad. Estuve en la casa que tiene mi abuela en Liverpool, alquilamos unas barquitas e hicimos vivac en un pinar —respondí fingiendo un hastío exagerado—. Así, todo muy plan de viejos retirados y hippies encontrándose a sí mismos.
—¿Ah, sí, Leaks? Uy, pues estás muy pálido. ¿Has visto lo moreno que vengo yo? —dijo imitando a nuestra amiga Maddie—. Pero tampoco te pierdes nada por quedarte aquí encerrado; yo he acabado hasta los cojones ya de dar paseos por la playa, ir de compras y meterme helados en el estómago.
Nos echamos a reír a carcajada limpia. Al menos podíamos reírnos juntos de nuestras desgracias.
—Ahora en serio, ¿qué hacías? No me digas que estás estudiando... —dije señalando el libro que tenía en las manos—. ¿O te has puesto intenso y estás tomando apuntes de la naturaleza, como Thoureau?
Negó con la cabeza e inclinó el libro hacia mí. Era un cuaderno, y en él estaba dibujada la figura de un lobo a lápiz. Le había salido bastante bien.
Sonreí. Él y sus lobos.
—Las niñas de hoy en día andan por ahí fantaseando con Harry Styles y tú aquí, fantaseando con esos bichos —me reí—. ¿Qué problema tienes con este siglo? Deberías vestir botas de cuero y salir por ahí a cazar brujas.
—Les he oído esta noche, Leaks. Han vuelto y están rondando por el bosque —respondió Silver muy serio—. Nunca se habían acercado tanto...
—Pues yo creo que no he oído nada —murmuré, dudoso.
Lo cierto es que había dormido como un lirón, pero tenía entendido que la jauría había desaparecido tras su primera aparición nocturna, o al menos se había alejado. Que hubieran vuelto era una mala noticia, pero Silver sonrió malicioso.
—¿Crees que querrán cargarse a alguien otra vez? Puede que tengan hambre. Seguro que son una manada enorme.
—No pienses en esas cosas. No sabemos si fueron los lobos los que mataron a Pember.
Recordé al niño desaparecido hace varios días mientras tomaba asiento a su lado de la piedra, con un leve suspiro. Me sentí reumático como una vieja.
—Lo que no se sabe es si lo mataron, porque te recuerdo que no se encontró su cuerpo —puntualizó Silver—, pero seguro que fue cosa de los lobos. Dudo que un niño llegue muy lejos en mitad de la noche con una jauría entera rondando detrás.
—He oído que su hermana está desesperada.
—Sí, pobre Aneth... Dice que debió contarle lo de su padre desde el principio y que es culpa suya que se marchara a buscarle en medio de la noche.
Le miré y arrugué el ceño.
—¿Tú crees que Pember no sabía que su padre no iba a volver a por él? Quiero decir... No es idiota. Probablemente se enteró hace mucho. No sé por qué la gente piensa que los niños pequeños son idiotas.
Silver se encogió de hombros.
—¿Pero no te parece extraño que saliera a buscarle en medio de la noche sabiendo que había lobos? —añadí—. Lo que son los niños es muy miedosos... ¿No son los niños muy miedosos? Coño, hasta yo me habría cagado en los pantalones si me dejan solo en el bosque.
—Yo que sé. Cuando era pequeño vi una serie de dibujos animados en la que un niño italiano y su mono cruzaron medio mundo en busca de la madre... ¿Cómo se llamaba? —Yo me encogí de hombros—. Bueno. El caso es que lo habrá aprendido de la televisión. ¿De qué van a aprender los niños que no tienen padres, si no? Pues la televisión. Y ahora de Internet.
Me recosté mirando al cielo, para después bufar:
—Mira. Yo solo sé que Pember no llegó a salir del perímetro por culpa de ese atajo de ratas aullantes.
Silver me miró perplejo, quizá algo ofendido por mis palabras. Habíamos perdido a uno de los nuestros y él seguía tratando a nuestros nuevos vecinos como bellos ejemplares del National Geographic. Debía de ser el único del College que no los maldecía por las noches antes de acostarse.
—No les llames ratas. Ellos también tienen que comer —gesticuló—. A ti te ponen las judías putrefactas en el plato todos los días y no tienes que buscarte la vida, pero los animales solo tienen la opción de recorrer decenas de millas para buscar algo que cazar. No les culpo, claro. Yo también preferiría comerme a un huerfanito cada fin de semana en vez de enfrentarme a nuestra perola de judías.
Me molestó su humor negro, pero no dije nada más. Ya no éramos niños como para discutir por tonterías. Me quedé callado y contribuí a formar un pequeño silencio.
—Yo... A veces creo que los entiendo —añadió—. Sus sonidos. A veces creo que sé lo que quieren.
—¿Y qué es lo que quieren?
Silver pareció pensarse un poco sus palabras antes de contestar.
—Creo que están buscando algo... o a alguien. —Entonces se arrepintió de sus palabras y se echó a reír—. Da igual, es una tontería, no me hagas caso.
Alcé las cejas y me puse serio al oírle.
—No, no. Yo no creo que sea una tontería —bajé la voz—. Yo siento lo mismo. Los perros no son mi fuerte, pero creo que me entiendo bastante bien con los pájaros, por ejemplo. Tú lo has visto, que los cuervos deberían huir cuando te acercas y a mí se me posan en los brazos...
Desvié la vista y noté los ojos de Silver sobre mí. Ambos sabíamos de lo que estábamos hablando. No se podían utilizar, ni hacían falta palabras para describirlo.
—Nos falta una tuerca, colega —susurró con sorna, y alzó la mano para enmarcar un eslogan—. Silver y Leaks, los Animalistas. Ahora siento la imperiosa necesidad de encadenarnos a un árbol, dejar de ducharnos y hacernos trencitas en los pelos de los sobacos.
Me arrancó una sonrisa.
Éramos tan distintos y a la vez tan parecidos... Aunque los dieciocho años eran iguales para ambos, Silver Harris era alto y esbelto. Su pelo lacio y pajizo casi tiraba para gris y le caía entre las orejas, haciendo remolinos en la coronilla y desordenándole el flequillo. Tenía las facciones pequeñas y la piel pálida como de banquero, aunque se contrarrestaba cuando sonreía de esa manera tan peculiar y tan salvaje.
Pero lo que más destacaba en él eran sus ojos grandes e insolentes. El marrón se había aclarado tanto que se había teñido de dorado, brillante como la miel. Las nebulosas que tenía grabadas alrededor de la pupila eran capaces de hacerte perder el hilo de las conversaciones. Le dije que con esos ojos podía conseguir cualquier tía, pero él me contestó que enamorarse le daba una pereza terrible.
Era uno de esos chicos populares que todo el mundo conocía por nada en específico, de esos de los que te hablan nada más llegar nuevo al primer recreo. Pero cualquiera que esté ahora adentrándose en los campos de la envidia debería pensárselo dos veces, porque su historia era igual o más triste que la del resto. Entre huérfanos no existe la envidia porque generalmente nadie quiere estar en el lugar de nadie.
Yo, por el contrario, era más bien de baja estatura. Y muy, muy delgado. No voy a enumerar las veces que me han preguntado si vomitaba después de comer o si mi metabolismo era retrasado. Mi pelo era rubio oscuro y espinado, pero no usaba gomina ni ningún producto parecido porque mi especie de cresta era cosa de nacimiento. Con seis años solían decirme que llevaba un erizo abrazado a la cabeza. Con dieciséis ya me decían que esta moda quedó muy en el 2009.
Realmente a mí nadie me conocía como persona, pero en el College mi pelo era tan popular como Silver. Y aunque mis ojos eran dos mierdas secas en comparación con los suyos, me daba igual porque las mujeres a mí también me importaban un carajo. Y cuando se acercaban era solamente para tocarme el pelo.
No sabría que más decir de mí. Yo creo que la mejor manera de definirse es averiguando la opinión de los demás, pero supongo que si me llevaba tan bien con Harris era porque ambos teníamos cosas en común. Éramos de esas personas que podían estar juntas sin decir palabra durante dos horas, que no por ello iba a resultar incómodo. Estábamos tan acostumbrados a convivir que podíamos cagar con la puerta abierta o contarnos nuestros pensamientos sin decirnos nada.
Llevábamos juntos en el College desde hacía trece años, cuando Silver lo pisó por primera vez al quedarse sin tutor legal. Había perdido a su madre cuando era muy joven de una enfermedad y su padre lo trajo aquí a los cinco años por no poder ocuparse de él. Eso habría estado bien de no ser por el hecho de que el hombre no tuvo el detalle de venir a verle en la colección de años que le han seguido.
Para entonces, yo ya estaba aquí. Mis padres murieron en un accidente de avión cuando tenía dos años. Hubo un incendio en los motores, pero al parecer a las llamas se molestaron en engullir aquella sillita volcada en la cola de la aeronave. Curiosamente solo sobreviví yo y el equipaje, ambos intactos y limpios. Después a mi tía le dieron a elegir entre adoptarme y poder darme un futuro, o llevarme a un College en Inglaterra para el resto de mi infancia.
Eligió la segunda opción, y yo me quedé sin mi futuro. Así de simple.
Pero había otra cosa que nos unía bastante más que cualquier otra. Algo que nos igualaba y nos diferenciaba del resto. Algo que alcanzaba y superaba la línea de lo sobrenatural. Solo nosotros lo sabíamos, y eso reforzaba aún más los lazos de amistad que nos unían desde que nos conocimos.
—Eh, Silv. Llegué al medio metro —susurré tras algunos minutos sin que ninguno pronunciara palabra.
Mi orgullo era tan visible se podía partir con un cuchillo, así que mi amigo me invitó a mostrárselo con una sonrisa. Alcé una mano y la situé sobre la hierba sin tocarla. Concentrado, entreabrí la boca para respirar hondo y sentí una fuerza moverse por mi interior, notándola más fuerte en mi palma. El suelo se revolvió mínimamente para formar un agujerito por el que asomó un pequeño brote verde. A medida que fui separando mi mano del suelo fue creciendo el tallo, asomando dos tímidas hojas por los laterales. Sentí el decaimiento acecharme pasados los cuarenta centímetros, pero aun así acabé consiguiendo superar los cincuenta de alto y las cuatro hojas. Aparté la mano, dejando ver una planta que nos llegaba casi hasta las rodillas y coronada con una pequeña flor en lo alto.
Sonreí orgulloso de mi pequeña creación, que conseguía elevar un centímetro más cada día a base de entrenamiento.
—Es increíble, Leaks. Y ni siquiera se te ha marchitado como otras veces. —Silver examinó la plantita fascinado, pero después alzó la vista hacia mí con una sonrisa maliciosa—. Pero creo que te sigo superando.
Fruncí el ceño mientras la mano del chico se posaba en mi creación. Un destello azulado recorrió la planta con lentitud a partir de su palma, revistiéndola como una ola espumosa lamiendo la arena de la playa. No fue difícil percibir el frío repentino que se desprendía contra mis manos apoyadas en las rodillas. Extendiéndose como un camaleón cambiando de color, la ola terminó de envolver la superficie y congeló la punta de las hojas. Finalmente, la planta acabó por curvarse con un coro de crujidos interiores.
Silver apartó la mano y descansó devolviéndome la sonrisa.
—¿Cuándo conseguiste hacer eso? La última vez solo podías congelar el agua de un vaso. —Alcé las cejas, con evidente curiosidad.
—No eres el único que ha estado... practicando —reveló con una sonrisa—. Y no es solo una capa de hielo, también está congelada por dentro. Así, con la vida detenida en un punto de su muerte.
—Qué poeta. Al final sí que vas a ser un Thoureau de la vida...
El sol arrancaba reflejos dorados sobre la escultura de cristal. Su único defecto era la carrera que protagonizaban las gotas a lo largo del tallo, pero con aquel sol deficiente no podíamos confiar en que se derritiera por sí misma antes de que alguien la viera.
—Tenemos que irnos —afirmé tras mirar mi reloj—. Es hora de cenar.
Silver asintió y quebró la figura de una patada, haciéndola estallar en miles de brillantes trocitos verdes esparcidos por el suelo. Nuestros logros perdidos entre la hierba.
En efecto, la campana no tardó en graznar, chirriante y desagradable como una máquina mal engrasada. Varios estudiantes entraron al edificio con libros en la mano. El cielo había comenzado a perder su color y a oscurecerse por momentos. También percibimos un chirrido metálico inconfundible. No necesitábamos mirar para saber que se trataba de la gran puerta que cerraba la verja del College, dejando entrar el vehículo de algún trabajador con turno de noche. El sonido que supuestamente protegía a los niños pequeños de los animales del bosque, pero que en realidad era el que nos convertía a nosotros en animales estúpidos y encerrados.
Ahora que los lobos rondaban por el lugar tenían la excusa perfecta, sobre todo después de que surgiera el caos al descubrirse días atrás la falta de Pember, uno de los niños huérfanos del College. No fue difícil encontrar las huellas que se aventuraban fuera de la verja; al parecer el crío de ocho años había encontrado la manera de saltarla.
Nadie nos dio explicación de cómo lo había conseguido, y eso nos llevaba a valorar dos posibilidades: una, que nos lo hubieran ocultado para evitar que siguiéramos sus pasos. La desaparición de un solo niño no era mucho problema para el College porque no había nadie que demandase, pero si los padres vivos que tenían aquí a sus hijos se llegasen a enterar de que una jauría de lobos devora a los jóvenes según se van saltando la valla, las denuncias que le caerían al centro serían millonarias. Pero la verdad es que a ningún interno nos apetecía intentarlo después de haber descubierto que éramos un fantástico comedor social para los nuevos vecinos peludos.
La otra posibilidad era que los vigilantes no supieran cómo lo había conseguido. Era una opción intrigante si valoramos la fuerza o la habilidad que tiene un niño de su edad. No había podido apilar ningún objeto para subirse porque no habría habido manera de quitarlos una vez fuera, así que se pensó que quizás hubiera encontrado algún agujero en la valla para pasar. Pero los guardias seguidos de Aneth gritándoles por la espalda revisaron el perímetro y no encontraron ningún desperfecto en el cercado.
Suspiré mientras observaba el edificio aumentar de tamaño a medida que caminábamos, sumidos en un tranquilo silencio.
Era un edificio antiguo, quizás hablábamos de hace más de un siglo. Había perdido los colores brillantes que lo cubrieron en un principio, y las esculturas de piedra que adornaban sus paredes y tejados estaban rotas en varias partes. A pesar de ello, el edificio se conservaba bastante bien, con sus sobrios arcos y columnas victorianas marcando los pisos superiores y las hileras de ventanas de madera cerradas. Un claustro antiguo se colgaba de uno de los laterales del College, y las paredes eran de un blanco apagado y sucio por culpa de las tormentas que azotaban el lugar, aún más frecuentes en Lightwater que en el resto de Inglaterra. El tejado liso y gris oscuro se elevaba en las esquinas para formar pequeñas estructuras picudas.
Algunos cuervos solitarios se posaban en las repisas, en ocasiones por parejas, y seguían con mirada atenta a cada persona que entraba o salía del edificio. Tampoco es que fueran las aves más alegres del mundo, pero al menos no tenían la costumbre de graznar estridentemente como en esas típicas películas de terror de los años 90. Básicamente dedicaban su vida a manchar las paredes con sus cagadas y a crear un magnífico cuadro de Van Gogh en la fachada del edificio.
Y entre las cagadas de la fachada, estaba grabado el escudo descolorido del College con la imagen del armiño. Sobre él estaba tallado el nombre que le dio su fundador, Lightwater's Raudnigan, así que sabíamos que había más Raudnigans repartidos por Inglaterra y Gales.
Algunos estudiantes se asomaban al claustro, aunque la mayoría se apiñaban en la puerta de los jardines. Al llegar a las escaleras nos unimos al resto de internos, que se dirigían al comedor para cenar antes de volver a las habitaciones donde nos confinaban hasta las ocho de la mañana del día siguiente.
Recorrí los pasillos levemente iluminados acompañado de la mirada ausente de Silver. Solo los nuevos alumnos se empujaban por entrar los primeros al comedor, pero no me molestó que me pisaran porque casi agradecía la alegría que traían los niños nuevos desde el exterior. Se notaba mucho los que tenían padres vivos.
Noté una mano rozar la mía con la esquina de un papel doblado. Agarré la nota y me fijé en el chico que tenía al lado. Finneck me miraba a los ojos con cara de complicidad, aunque no tardó en desviar la mirada y caminar más rápido. Entramos al comedor y Silver y yo nos dirigimos a la mesa del fondo para tomar asiento. Di la vuelta a la nota entre mis dedos y la abrí.
—¿De quién es? —Harrow y Fill llegaron a nuestra mesa seguidos por Thomas y Cole. Los dos últimos estaban hablando de algo que se les había caído al lago, pero se callaron al tomar asiento y atendieron con curiosidad a lo que hablábamos.
—Finneck —respondí.
—¿Qué pone? —insistió Fill con impaciencia. Leí en voz alta:
—«Aneth no va a esperar. Dice que la probabilidad de encontrarlo disminuye a cada día que pasa, y que a ella le bastan dos noches sin aullidos para atreverse a salir. Contestad si seguís queriendo colaborar. En nuestra mesa y en la de las chicas estamos todos de acuerdo».
Alcé la mirada y mis cinco compañeros de habitación se quedaron callados. Thomas fue el primero en hablar.
—No es una buena idea.
—Pues yo pienso como Aneth. Si no hay lobos hay que hacerlo cuanto antes. Si somos más de quince personas podemos peinar el bosque en una noche, encontrar a Pember y estar de vuelta para las ocho. —Harrow se encogió de hombros.
—¿Quién te ha dicho que no hay lobos? Yo sí les he oído esta noche.
La intervención de Silver dibujó una mueca de duda en los chicos.
—No puede ser, Silv, dormimos todos en la misma habitación. Deberíamos haberlos oído nosotros también. Bueno, menos Leaks, que parece que cuando duerme entra en coma... —replicó Cole con sorna.
—Tu cerebro sí que está en coma.
—Todo el mundo sabe que los lobos aúllan de noche. Dudo que tantos bichos estén en silencio diez horas, y todos los que dormimos en la pared sur habríamos oído cualquier ruido —dijo Fill mirándome.
—Os digo que sí han aullado esta noche —replicó Silver con dureza—. Están ahí.
—Si están ahí fuera yo no salgo —intervino Thomas con cara de susto.
—Venga ya... Eso ha sido cosa de Silver, que sueña con lobos en vez de soñar con el culo de Kim Kardashian como todo el mundo. Estar obsesionado con esos bichos le puede jugar malas pasadas... —dijo Harrow, haciendo a mi amigo fruncir el ceño molesto—. Puede ser nuestra única oportunidad. ¿Vais a dejar que Pember vague solo por ahí hasta que se muera de hambre o le den caza otros más hambrientos que él? No puedo creer que le dejéis en la estacada. Él os habría ido a buscar, y lo sabéis. Yo sí que saldré esta noche.
Nos quedamos mirando los unos a los otros. Aunque por distintas razones, yo también creía que los lobos seguían ahí fuera. Salir era un suicidio.
Suspiré y cerré los ojos.
—Yo también iré. —Al parecer Fill seguía empecinado en su teoría de que una manada de lobos no podía estarse callada durante diez horas.
—¡Y yo, por supuesto! —Cole mostró una gran sonrisa orgullosa.
El silencio duró apenas unos segundos antes de que otra intervención cortara el aire.
—Yo también —dijo Silver, haciéndome alzar una ceja con estupefacción—. Tenéis razón, ha debido ser un sueño mío.
Fruncí el ceño y el chico me miró de reojo. Hace un minuto el puto trolero había justificado precisamente lo contrario. No entendía nada.
«¿Qué pasa contigo? ¿Que lo has soñado? ¿Qué clase de excusa es esa? Si insistieras un poco conseguirías que ninguno arriesgásemos nuestra vida esta noche».
—Bueno... si vais todos entonces tendré que ir... —masculló Thomas con timidez, colocándose las gafas con el dedo índice.
—Es que si no vas, te haremos bullying hasta el fin de los tiempos —bromeó Cole.
Entonces miré a Silver y lo entendí.
«Espera... Tú quieres salir ahí afuera. Quieres estar cerca de esos animales. Por eso has rectificado, para ocultar la verdad y que no se echen atrás...».
Entrecerré los ojos, mirándole.
«...porque sabes que sería raro que solo fueras tú a buscarlo».
Me parecía bastante egoísta por su parte y me extrañaba, pero yo no iba a ponerme en peligro por nadie.
—Pues yo paso. Me abro —contesté finalmente—. ¿No habéis visto las películas de tiburones donde la gente se queda sin una pierna? Nosotros no tenemos tiburones en Inglaterra, pero tenemos lobos en el bosque, que para el caso es lo mismo. Me largo a valorar mis piernas.
Miré a Silver hostilmente mientras me levantaba a por la bandeja de comida.
—Buena suerte cuando os metáis en la boca del lobo. Ojalá fuera ironía.
Les di la espalda y me acerqué a la columna de bandejas de metal tras soltar un resoplido.
Serio, fui moviéndome en lateral mientras la cocinera me echaba un puré blanquecino que olía a una especie de proyecto de patata. La cocinera de al lado fue más benévola y me echó un par de espárragos verdes esmirriados. Solté un "gracias" a las dos gorilas con cara de huevo caído desde un séptimo piso. Cogí una manzana de postre y volví a la mesa mirando la pequeña fruta roja, picada en un lateral como una pequeña fuente de maldad. El círculo podrido me trajo el recuerdo de series oscuras como Stranger Things o Dark, así que no pude evitar pensar en que quizás fuera una especie de predicción de que se avecinaba un mal día. De que la podredumbre iba a envolver aquel rojo sano y brillante que todos tenían dibujado en la cara. De que el destino flotaba sobre nuestra mesa como un nubarrón de tragedia. ¿Era esto lo que llamaban ser fatalista?
La cena tuvo un ambiente inquieto, nula de comentarios por mi parte y llena de complicidad con la mesa de las chicas. Otro trocito de papel cayó a nuestra mesa como un granizo solitario. Harrow fue quien lo abrió esta vez y lo leyó en voz baja, mientras el sonido de las sillas al ser arrastradas le significó el permiso para abandonar la sala.
—«Esta noche comienza la búsqueda a las 02:00. La habitación trescientos doce llamará a la puerta de la diecisiete y bajaremos al piso de abajo para llamar a las chicas de la habitación cuatro. Llevad linternas y la boca cerrada».
Todo el comedor se levantó e hizo fila para salir en dirección a los pisos de arriba. Subimos las escaleras y los pasillos fueron invadidos por los internos, mientras el número de personas iba decayendo a medida que se iban metiendo en las habitaciones.
Fui el primero en entrar a la habitación trescientos doce. Tiramos la mochila al suelo mientras Cole seguía hablando de lo que iban a hacer por la noche, imaginando cosas que harían mojar los pantalones al más valiente y que todos sabíamos que no pasarían. Incluso él lo sabía.
Me limité a subir a mi litera y a tumbarme en la cama deshecha. Paseé la mirada por la habitación vagamente, observando cómo Harrow y Fill se sentaban en el suelo y se ponían a jugar a unas damas fabricadas por ellos mismos. Thomas se puso a estudiar Biología tumbado en el lecho de debajo de Cole, que seguía parloteando mientras buscaba la pasta de dientes. Evité mirar a Silver, pero percibía sus ojos dorados clavados en mí y sobresaliendo por un lado de la cama. Mi fino oído escuchaba el rayar de un lápiz sobre el papel, e imaginé que estaba dibujando otro de sus lobos. El lápiz se detuvo.
—Oye, Leaks... —le recogió el silencio—. ¿No vas a hablarme más?
La única respuesta que obtuvo fue la de los muelles al gemir porque yo me había colocado de lado.
—¿Leaks?
—Teniendo en cuenta que en cinco minutos te has convertido en la persona más egoísta del planeta después de Hitler —comencé a decir—, y que vas a enviar a todos tus amigos directos hacia unas bestias llenas de dientes, sí, no voy a hablarte más. Que no defiendas tu idea de que les oíste aullar significa que les oíste de verdad, pero estás tan jodidamente enfermo por saber cómo son esos bichos que vas a obligar a los demás a verlos también. Ojalá no fuéramos tan idiotas. La gente siempre hace caso a las personas populares, pero vosotros seguís viviendo en vuestra burbuja de egoísmo sin sentir ni un ápice de responsabilidad —fusilé a Cole con la mirada—. Y este tío hablando todo el tiempo de héroes me está poniendo enfermo; no tenéis ni idea de lo que es ser un héroe. A veces ser un héroe es quedarse sin hacer nada y joderse, para evitar que la gente haga cosas estúpidas. Y no, no te voy a hablar más.
Tiré de la manta para sacarla de debajo de mi cuerpo y poder arroparme con ella. La tela viejuna olía a cerrado y a fiesta de polillas, así que arrugué la nariz separándola un poco de mi cara.
—Vale —respondió finalmente.
De fondo escuché el grito victorioso de Harrow y el chirriar de la puerta cuando Cole salió al baño. Suspiré y me quedé mirando la sucia pared, fingiendo dormir. Obviamente Silver sabía que no me iba a quedar dormido a las diez de la noche, pero agradecí que captara el mensaje y no preguntara más.
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