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1. Armiño de metal

«Las grandes historias tienen comienzos pequeños»


La oscuridad aparece en las esquinas y en los pasillos como si se los comiera. En algunos sitios se hace tan gruesa que parece un colchón negro, así que me pone muy nervioso saber que en realidad ahí hay un espacio y yo no puedo ver dentro.

No seas estúpido, Pember. ¿Qué es lo peor que puede esconderse en ese lugar? ¿Un ciempiés negro con miles de ojos en su espalda? ¿Un monstruo con muchos dientes? ¿Un lobo?

Son seres que por el día duermen con el polvo de las esquinas, o en el picaporte de las ventanas. Son imposibles de ver, pero al ponerse el sol abandonan sus casas y se pasean por los pasillos del College haciendo crujir las maderas y caminando detrás de ti cuando no miras.

Los adultos no se dan cuenta de ellos, así que no necesitan sacar las linternas y ponerse a vigilar por las noches. Aquí nadie vigila nada. Los de tercer grado nos han dicho que las cámaras de seguridad no funcionan porque se les gastó la pila hace años, o algo así. Los niños nos vamos a dormir a las doce, pero los monstruos no.

Alguno de ellos se deja ver de vez en cuando y aparece en mi habitación en forma de mujer; una chica pelirroja muy guapa que me habla con palabras agradables y a veces me hace reír. Me dice que soy un lagarto en un nido de pájaros, que qué hago en un sitio lleno de niños tristes sin papás ni mamás. Yo no sé qué hago aquí tampoco, pero me han dicho que en algún sitio tengo que estar.

Papá era un hombre muy listo y bueno; echo de menos cuando me llevaba a patinar a los lagos helados de Canadá. Aquí nos dan de comer judías asquerosas y jamás nos llevan a patinar. Mi papá también me decía que no debo ir con desconocidos, pero cuando me trajeron al College tampoco conocía a los guardias y a nadie le importó. Creo que todavía sigo sin conocerles, porque Mrs. Roggenwell nos grita y nos llama "mocosos" pero una vez la vi llorando en el despacho. Me fui muy confuso de allí. No sabía que los malvados lloraban.

Ahora papá no está conmigo, pero esos monstruos siguen ahí y aúllan por las noches para ayudarme a dormir, aunque la gente de aquí les tenga miedo. Creen que son peligrosos y que se comen los niños que saltan la valla, así que no nos dejan salir después de que suene el timbre. Mi hermana dice que de vez en cuando van con los guardabosques en batidas de caza con escopetas recortadas, pero nunca han logrado atrapar a ninguno.

Sé que esta mujer pelirroja viene con ellos aunque no aúlle ni dé miedo. Dice que me llevará a patinar todas las semanas, que solo puedo ser feliz con los de mi especie. Que ellos son mi papá.

No entiendo muy bien a qué se refiere porque mi papá está muerto, pero la verdad es que si está en alguna parte, me gustaría volver a verle. Y volver a patinar también.


Atravesé un pasillo y después otro. Cuando los gamberros de quince años se dormían, apagaban las luces del edificio y nadie más podía recorrerlos. Se me hacían un poco raros, pero verlos de día durante cuatro años me había ayudado a aprendérmelos como la palma de mi mano. Las baldosas hacían eco bajo las suelas de mis zapatos, así que decidí abandonarlos en el piso para correr más libremente. Al principio me delató el crujido de los pies y me enfadé mucho con ellos, huesos traidores, pero después todo quedó en un silencio absoluto. Incluso mi carrera.

Siempre había sido muy bueno moviéndome con sigilo; el profesor de Educación Física decía que lo llevaba en la sangre. Mis amigos decían que de mayor tenía que ser cazador y que si por favor podía robar los exámenes de los despachos, así que después de cuatro años me había convertido en el mayor ladrón del College.

Al no llevar calcetines, mis pies se adormecían con el suelo frío, aunque descalzo me sentía bastante más a gusto. Pasé junto a las habitaciones de mis compañeros y profesores, percibiendo el silencio de unos y el ronquido de otros. Doscientos trece, doscientos catorce, doscientos quince... Los números de las habitaciones se hacían visibles y se marchaban para dejar paso a los siguientes. Sabía que en alguna de esas interminables habitaciones dormía mi hermana.

«Voy a encontrar a papá, Aneth. Patinaremos un rato y luego volveremos a buscarte».

Quería ir a abrazarla y despedirme de ella como se merecía, pero si entraba a contarle mis planes probablemente me pegaría una torta y no me dejaría marchar. Así que me deslicé como una sombra para pasar de largo, silencioso y fantasmal como los monstruos que se escondían en los pasillos negros. Éramos los únicos que estábamos despiertos en aquel momento, así que yo también era el dueño de todo y podía decidir qué hacer con ello. Y como este edificio lleno de judías y vigilantes gritones era mío, había decidido que ya no significaba nada para mí.

Una ráfaga de aire recorrió mi cuerpo y bailó entre mi camisón blanco, haciéndole hincharse y ondear hasta decaer, pero bastó ese simple momento para ponerme la piel de gallina en el vientre. Mi vista tanteó por los alrededores, acostumbrada ya a la oscuridad. Ahora podía ver el fondo de los pasillos que antes me parecían negros, pero los monstruos se habían escondido mejor y no vi ninguno.

Papá decía que la oscuridad sirve para dar vida a cualquier temor de la imaginación, sea donde sea, pero yo creo que es la imaginación la que sirve para dar vida al temor, sea cual sea, dentro de la oscuridad.

Salir por la entrada principal era imposible porque estaba cerrada con llave y puesta la alarma, además de que Mr. Slorrance estaría amodorrado en la cabina de conserjería y podría escucharme salir. Era un señor viejo, con un uniforme más viejo todavía, que se paseaba por el patio diciendo que se le habían olvidado las gafas y sin poder distinguir a los profesores de los alumnos mayores. Mr. Slorrance llevaba más de veinte años siendo el bedel del College, así que para los internos más antiguos era tan familiar como las paredes decoloradas del edificio.

Pero había un sitio por el que sí podía salir. Encontré las grandes escaleras de piedra que conducían al piso inferior y última planta, que estaba bajo el nivel del suelo como los sótanos de las películas donde los papás ponen las lavadoras y construyen cachivaches. Bajé los escalones sin miedo a tropezar y comencé a notar la respiración agitada.

Me dirigí al baño que había al final del pasillo, cuyas tuberías no se usaban y tenían todo el suelo lleno de papel higiénico. Algunos retretes estaban atrancados de caca y faltaban algunos azulejos. La gente había pintado en las paredes con rotulador diciendo que se querían y que el College era una mierda. Muchos decían se querían morir, aunque nadie se había muerto hasta ahora.

Entré en uno de los compartimentos con el suelo lleno de colillas, donde los mayores solían venir a fumar esos cigarros que huelen a bosque, y en lo alto divisé una pequeña ventana entreabierta. La madera crujía sobre sus bisagras por efecto del viento y dejaba ver la noche estrellada del exterior.

En ese momento sonó un aullido lento y enérgico, no demasiado lejos de aquí. Me impacienté un poco. No había entendido el sonido, pero sabía que iba dirigido a mí. También algo allá afuera estaba impaciente.

—Ya voooy... —farfullé.

Me subí al retrete y salté para agarrarme a la ventana. Después de un par de intentos, conseguí hacer fuerza para apoyar el pecho y salir gateando al exterior.

Envuelto en el viento helado, pude ver por fin el cielo nocturno sobre los tejados del College, donde la luna brillaba en lo alto casi completa y acompañada de miles de estrellas. Su luz teñía la hierba oscura y arrancaba reflejos sobre las ventanas y el lago. La noche me pareció emocionante y silenciosa, a excepción del rumor de alguna persiana al subirse.

Corrí hacia la puerta metálica. Me sentía tan cómodo moviéndome descalzo sobre la hierba que un pensamiento alocado me empujó a llevar las manos al suelo y ayudarme de las cuatro extremidades para avanzar. Era casi como si hubiera nacido para ello. No sé por qué los humanos somos tan altos, pudiendo ir con la cabeza más cerca del suelo para oler la hierba y escuchar nuestros propios pasos.

Llegué al portón que unía ambas partes del cercado con dolor de espalda, y cerré mis manos en torno a los barrotes de metal. En el bosque sonaron los aullidos con energía, nada comparables a lo lastimeros y desesperantes que sonaban otras veces. Yo sabía que me estaban esperando. Tiré varias veces con toda la fuerza que pude y gemí con un tono más parecido al de un animal que al de una persona. Me moví de un lado a otro con ansiedad, como un perro encarcelado oliendo a otros a través de una alambrada.

—Pemberton... —susurró la cantarina voz de una mujer. Me resultaba familiar, pero aun así me sonaba extraño escuchar mi apellido completo.

Entorné los ojos y distinguí una figura femenina al otro lado de la puerta. La reconocí inmediatamente. Su pelo cobrizo y llameante conseguía resaltar en el negro de la noche, con las manos en los bolsillos de los pantalones cortos, adoptando una postura calmada. Sus labios estaban pintados de malva, pero era aquella mirada salvaje la que le daba el verdadero encanto. Era la mujer que entró en mi cuarto la otra noche.

—Es la hora. Solo un par de barras de metal te separan de tu padre.

Miré hacia lo alto de la puerta, donde estaba la figura oxidada de un armiño de metal. Los ojillos avispados y huecos del animal parecían reprocharme mis intenciones, inmóvil y vigilante. Tragué saliva.

Intenté escalar, pero no era tan sencillo. Excepto la chapa inferior, la puerta tenía únicamente barras transversales, y yo necesitaba las horizontales para apoyarme. Salté sobre la chapa y me puse de puntillas, resbalando en el metal sin poder llegar a tocar el armiño.

—No puedo... —mascullé con frustración. La miré esperanzado—. ¿Me ayudas?

—No. Pedir algo que puedes hacer por ti mismo es estúpido. Y aquí no somos estúpidos. —Se quedó mirándome expectante—. Prueba de otra manera. Solo concéntrate, lo has hecho ya varias veces.

Me quedé desconcertado, observando los barrotes moteados allá donde el metal había envejecido. «¿Qué es lo que he hecho varias veces?». Sabía concentrarme al leer, al escribir o al pensar, pero no sabía en qué concentrarme ahora. Me revolví nervioso. No sabía hasta qué punto tenía paciencia la mujer.

—Es más fácil que con las paredes y con los armarios, hay menos material que traspasar... —añadió al verme algo perdido. Alcé una ceja, intentando comprender algo de lo que me decía para no parecer idiota.

Mi mente repasó todo lo significativamente ocurrido con paredes y armarios. Recordaba cómo meses atrás había conseguido recuperar mis auriculares del armario del profesor aunque estuviera cerrado con llave. Había bastado inclinarme sobre la madera y tras un leve mareo, tenía el amasijo de cables en la mano, y el armario seguía cerrado. En otra ocasión intenté espiar a un amigo que hablaba sobre la niña que me gustaba al otro lado del pasillo. Me apoyé en la pared y, tras un momento de confusión, caí al suelo junto a él apareciendo en el pasillo de al lado. Mi amigo pensó que había estado ahí todo el rato y me echó una bronca enorme, pero yo estaba seguro de que hacía un minuto estaba en el pasillo anterior junto a los apestosos baños. No se me ocurría ninguna explicación para lo ocurrido, así que no servía de nada pensar en ello y se me olvidó a los pocos días.

Tampoco sabía cómo la pelirroja se había enterado de ello. Quizás me llevara observando desde hace tiempo, pero alguien habría tenido que verla antes en el College. Por muy ciego que estuviera Mr. Slorrance, probablemente se habría dado cuenta de la presencia de una mujer bonita incluso sin las gafas puestas.

—Si no lo consigues pensaré que me he equivocado de persona y me marcharé —añadió ella con dulzura, interrumpiendo mis pensamientos.

Me encogí sobre mí mismo con inquietud. No quería que se fuera, así que me incliné sobre la puerta e intenté concentrarme en mirar el metal desgastado. No sabía muy bien qué otra cosa podía hacer.

Apenas habían pasado diez angustiosos segundos cuando me atacó un leve mareo. Noté cómo mi cuerpo se fragmentaba gelatinosamente atravesando los huecos entre los barrotes, volviéndose a materializar al otro lado de la puerta como agua deslizándose por un sumidero.

Me encontré temblando mientras las burbujas rezagadas de mi cuerpo volvían a su lugar, lleno de náuseas en la garganta y confusión en la cabeza.

Tenía miedo de moverme; esperaba que se me cayera la piel a trozos de un momento a otro. La mujer me miraba sonriente.

—No está mal para ser un crío de siete años... Ni siquiera has vomitado. Enhorabuena porque no hay muchos que posean el Talento de la Materialización; ya aprenderás a controlarlo mejor y que no se te quede cara de estúpido al final. La mujer sonrió y me dejó un momento para que recuperara el aliento—. Bueno, yo me llamo Vika, y tengo el Talento de la Invisibilidad. Gracias a él he conseguido colarme hasta tu cuarto por las noches.

Escuché confundido cómo me hablaba de poderes y Talentos, pero no era capaz de asimilar lo que decía y me limité a quedarme en silencio, aún tembloroso. Me imaginé a la chica de pelo cobrizo recorrer los pasillos oscuros del College hasta mi habitación, en sentido inverso a como yo los había recorrido esta noche.

—También he tenido la oportunidad de espiarte durante largo tiempo sin que nadie me viera. Es un Talento bastante útil. Por eso me enviaron a mí a buscarte... —Pareció analizarme con la mirada—. Para nosotros es muy fácil distinguir si hay otro miembro de nuestra especie en el lugar gracias al olor, pero tenemos que asegurarnos de que sigue conectado con su naturaleza antes de darnos a conocer. La gente que olvida su identidad es un caso perdido. —La mujer bufó con la cabeza—. Y encima me confundía con el aroma de otro chico igual que tú por aquí cerca...

Aquello me sorprendió.

«Otro chico igual que tú». ¿En el College? ¿Estaba hablando de otro chico que podía traspasar barreras?

Las preguntas se arremolinaron en mi mente creando una fuente de dudas, buscando la manera de salir todas de mi boca de forma educada. Pero la tal Vika interrumpió mis intenciones al distraerse con algo que había sonado a sus espaldas, oculto por la vegetación.

—Nos esperan —susurró con lentitud.

Cuando la mujer se volvió sentí un escalofrío. Sus ojos se habían oscurecido con expresión salvaje y su media sonrisa dejaba ver dos colmillos en forma de pico.

—¿Qué...?

No pude seguir hablando.

Me asusté cuando su cuerpo convulsionó, mostrando la curva dentada de la columna vertebral que recorría su espalda, y sus ropas fueron sustituidas por una capa de pelo del mismo color que su cabello humano. Sus rasgos faciales cambiaron de lugar en su nuevo rostro, alzándose dos altas orejas en forma de pico y un hocico acabado en una nariz oscura. Sus manos, hundidas en la tierra con fuerza, habían aumentado de tamaño para formar unos dedos gruesos y cubiertos de pelo. Si antes había creído que sus uñas eran demasiado largas, las de su nueva apariencia habían alcanzado un tamaño desorbitante y se clavaban en el suelo como una hilera de flechas clavadas. A pesar de su apariencia lobuna, aún se apreciaba el marrón de sus ojos y su media sonrisa, como si quisiera recordarme que la mujer de hace apenas diez segundos seguía siendo ella. Para terminar el perfil, su cola enérgica y esponjosa se balanceaba suavemente y cortaba el aire de un lado a otro.

La loba alzó la cabeza y apretó sus costados para soltar un aullido largo. Fue inmediatamente coreado por voces similares, escondidas tras la negrura de los árboles.

Di un paso atrás. Mi primer impulso fue correr hacia la seguridad de lo conocido, pero se me enredaron las emociones y trastabillé hasta caer de espaldas. Me di cuenta que no había caído al suelo cuando noté el aliento cálido de la loba en mi espalda: estaba apoyado en la enorme cabeza del animal.

Su risa sonó gutural y forzada, aunque se distinguía claramente su timbre de voz.

—¿Qué te pasa en las piernas? Si ya te lías con dos no me quiero imaginar cuando tengas que controlar cuatro...

Me estremecí. Me había rodeado sin apenas darme cuenta; parecía casi fantasmal que alguien de su tamaño pudiera moverse con semejante sigilo. Me levantó de un impulso con el hocico y pasó por mi lado con su cuerpo interminable. Un pony podría competir con ella en altura fácilmente.

Entonces se sentó a mi lado como un perro domesticado y dirigió su mirada hacia la oscuridad. Tragué saliva al notar la vulnerable sensación de que me estaban observando.

—Cariño... —giró la cabeza lo justo como para poder mirarme por el rabillo del ojo, con una sonrisa de lado que dejaba ver sus dientes simétricos—. Bienvenido a Gau Begiak... El mayor y más importante clan de licántropos del mundo.

Se me encogió el corazón. Comencé a percibir en la oscuridad una larga hilera de ojos brillantes y exóticos, como un montón de luciérnagas flotantes. Según se iban acercando, se podía distinguir a su alrededor la mancha peluda de cada uno de los lobos de diferentes tonalidades. Intenté contarlos, pero eran decenas y me parecieron cientos. Cuando el ejército de licántropos nos rodeó a mí y a la loba de dos metros, comprobé aterrado que Vika era de las más pequeñas. Los rayos de luna reflejados en sus gotas de saliva me intimidaron. Costaba imaginar que tras aquellos ojos bravos y aquellas sonrisas dentadas se escondían personas.

A pesar el gran número de animales, habían conseguido mantener un silencio casi tranquilo, hasta que la voz de un lobo castaño oscuro de altura considerable rompió la estampa.

—Buen trabajo, Vika. Damos por finalizado el reclutamiento de Lewis Pemberton y procedemos a dar el parte a la Base. —Hablaba con torpeza y sin vocalizar correctamente a causa de la enorme lengua, trabándose entre los dientes—. Solo queda uno.

Los lobos giraron las cabezas hacia mí al unísono, dejándome paralizado en el sitio, pero al fijarme en sus ojos me di cuenta de que en realidad estaban mirando hacia el College situado a mis espaldas. El tejado oscuro y sobresaliente por encima de los árboles se distinguía gracias a que el cielo empezaba a clarear.

—Espero que no se nos complique demasiado. Aunque todos saben que los mayores hacen más preguntas.

No sabía de qué hablaban. Sorbí los mocos y me di cuenta de que estaba tiritando. El frío había comenzado a pasarme factura.

—¿Dónde está mi papá? —me atreví a preguntar.

Los lobos se quedaron callados un segundo, hasta que Vika me dedicó una sonrisa cálida y me rodeó con la cola para atraerme hacia su lomo.

—Tu papá somos nosotros, Pember. Nosotros somos tu familia.

Hundí mi cara en su pelaje suave y puse un puchero allí donde nadie me veía. Olía a hierba y a tierra mojada y me contagiaba una especie de paz. Quería echarme a llorar, pero no sabía si de alegría o de miedo. Tenía la sensación de que papá había vuelto a morirse, pero por alguna extraña razón sentí que por fin lo había hecho para siempre. Que ambos estábamos donde debíamos estar.

Noté movimiento y separé la cabeza del costado, observando cómo los licántropos daban la vuelta y comenzaban a alejarse. Los más pequeños galoparon hasta perderse con los de delante, mientras los grandes cerraban la jauría al trote. Vika emprendió el camino para no quedarse rezagada y acarició la palma de mi mano con la cola para invitarme a seguirla.

Me tomé unos segundos para dirigir una mirada a la puerta del que había sido mi hogar durante tanto tiempo. La puerta que cerraba a mis compañeros, a mi hermana, a Mr. Slorrance y a los baños que olían a bosque. El armiño oxidado la custodiaría para siempre, silencioso y quieto como los soldados rojos de Londres. Testigo de todos los que entran y de los que nunca salen.

No entendía absolutamente nada de lo que había pasado esta noche, pero sentí que podría esperar un poco más para averiguarlo. Mi nueva identidad me esperaba como un traje a punto de ser estrenado.

Entonces me volví y me inquieté al verme solo de repente. No lo pensé más y salí corriendo en la dirección de Vika para poder igualar sus zancadas.

—¡Eh, esperad! —grité a la oscuridad.

Las ramas me arañaban los pies, pero había dejado de sentirlos hace rato por el frío húmedo que anidaba en el suelo. El silencio era sepulcral y amplificaba el sonido de mis jadeos. No podía creerlo. ¿Me habían dejado solo?

Seguí corriendo.

Algo se agitó en mi interior, con ansias de libertad. Fue entonces cuando la fuerza de mis sentidos comenzó a triplicarse por momentos y se me nubló ligeramente la conciencia. Comencé a distinguir el olor de otros animales en el aire y la vista se volvió cada vez más colorida, mostrándome nuevas tonalidades en cada parpadeo. El bosque se apagaba y se encendía continuamente, confundiéndome. Mi mente se turbó y dio vueltas conmigo.

El jadeo dejó de existir y me pareció distinguir cómo las uñas de mis manos se habían alargado. Al bajar la vista me descubrí galopando con unas patas largas cubiertas de pelo. Mi respiración se hizo ronca y se duplicó el número de golpes de mis extremidades sobre el suelo.

Me sentía perdido y asustado, pero a la vez tan libre y cómodo que me encontré incapaz de quejarme. Solté un grito de felicidad que sonó como un aullido.

Fue entonces cuando el aire se condensó a mi lado y la loba cobriza se hizo visible uniéndose a mi dirección, con una sonrisa.

—Es ahora cuando empiezas a vivir, chiquillo. Las grandes historias tienen comienzos pequeños...

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