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"Todos ven lo que aparentas; pocos advierten lo que eres" - Maquiavelo.

  

Durante mi estadía en Nueva Delhi lograría hacer buenas migas con Yamil Korfaa, un médico pediatra de origen armenio que incursionaba en la espiritualidad, de un modo similar al mío.

Él había perdido a su familia dos años antes, en un cruel accidente de automóvil, dejando diezmados sus sentimientos y su voluntad de seguir adelante. Su hermana Pría, psicóloga al igual que yo, lo habría instigado en escoger a la India como un lugar para refugiarse de sus penurias.

Ambos hombres nos veríamos en ese sitio, inmersos en la ayuda al prójimo, algo que estaba en nuestra naturaleza.

Colaboraríamos codo a codo con el Hospital infantil "Chacha Nehru Bal Chikitsalaya" involucrándonos con casos realmente desgarradores que iban desde la poliomielitis hasta la desnutrición, distando de los conflictos y patologías que me rodeaban en el CAMH.

Por las noches nos encontraríamos hablando de nuestro pasado, de nuestro futuro y sin embargo, siempre me hallaba en el mismo punto: mi desafortunado matrimonio y mi incapacidad para reconocer que, en algún momento, una mujer podría cautivarme otra vez.

Cada persona que intentaba acercárseme, inevitablemente sería juzgada como si Sophie fuera el parámetro a perseguir. Lógicamente, nadie sería como ella. Inteligente, sagaz, con un humor pícaro y medido. Buena persona, hermosa, atractiva y llena de proyectos.

Nunca encontraría a otra igual.

En Nueva Delhi retomaría mis prácticas de Hockey, una destreza muy explotada en ese país y una de mis preferidas, encontrando en esa disciplina una actividad sumamente interesante y agotadora. Tanto, como para permitirme caer rendido por las noches y olvidarme de mis inquietudes hasta el día siguiente, en el cual retomaría mi labor médica.

Conocí también a Pría Korfaa en uno de sus viajes de visita a su hermano, resultando ser una mujer encantadora; no sólo compartiríamos la elección de nuestra profesión, sino la afición a las series inglesas. Algo que, por ejemplo, no era del agrado de mi ex esposa.

De pelo azabache hasta la cintura, ojos oscurísimos pecaminosos y una sonrisa deliciosa y sincera, nuestros encuentros corporales eran platónicos. Saldríamos a tomar algún que otro café, a cenar o incluso al cine. Ella no exigía nada de mí...y yo mucho menos de ella.

Nos hicimos compañía durante los días de estadìa en Nueva Delhi; su vida también transcurría sobre aviones, ya que viajaba mucho dando congresos y asistiendo a convenciones relacionadas con la Psicología Forense, su rama de especialización.

Sin embargo, yo me sentía en deuda con Pría porque notaba su interés en mí; el modo en que me hablaba, la forma en que se vestía...pero yo no tenía ojos para fijarme en ella como algo más que una bella muchacha con la que podía pasar un buen momento que terminaba con cada uno de nosotros en su propia cama.

Y punto.

Distábamos de ser una pareja convencional; aunque asistiríamos a eventos organizados por la fundación que patrocinaba al Hospital donde trabajábamos Yamil y yo, la relación entre nosotros era confusa y sin rótulos.

Solo una noche, en la que me encontraría más bebido que lo habitual, me tendría aprisionándola contra la puerta del cuarto de su hotel. Pría lucía exquisita y el escote prominente que acompañaba a su largo vestido color púrpura, me provocaría durante toda la velada.

Pero no pasaríamos de un par de caricias fogosas y besos calientes; el rostro de Sophie, vendría a mi mente para quitarme del clímax y estrellar mi lívido contra el suelo. Lograría apartarla entonces no sólo de mi cuerpo sino también de mi vida. Pidiéndole disculpas de mil modos distintos, concluiría todo como un malentendido enorme.

Durante los tres meses que me separaron de esa última vez hasta mi regreso a Toronto, recibí llamadas, correos electrónicos y una serie de mensajes de su parte, que, cobardemente nunca respondí por vergüenza, por falta de valentía o poca hombría. Ella se merecía algo más que un despojo de persona como yo que no podía quitarse a su ex esposa de la cabeza y aunque Pría lo supiese, no era justo para ninguno de los dos.

Frente a mi notebook, en mi apartamento, me encontraría debatiendo si responder o no al reciente correo recibido: en dos semanas, ella formaría parte de una disertación en la sala de convenciones del Trump International Hotel & Tower Toronto y deseaba que nos reunamos simplemente a conversar.

No podía ser descortés con Pría, no lo merecía y también repensé que sería una excelente oportunidad para disculparme.

"Querida Pría: agradezco que aun habiéndote rechazado en numerosas ocasiones, intentes seguir teniendo contacto conmigo. He sido poco amable contigo y quiero que sepas que estoy sumamente acongojado por todo lo que te he hecho pasar. Me he comportado como un idiota. Eres una mujer extraordinaria y me agradaría volver a verte, para pedirte en persona, mis más sinceras disculpas. Manténme al tanto de tu arribo a Toronto, quisiera ir a recogerte al aeropuerto, si no te es molestia. Cariños. Francis"

Tras releer, escribir, borrar y volver a escribir mil veces más, presioné enviar, encomendándome a la buena predisposición de Pría por aceptar mis disculpas y comprender, en la medida de lo posible, mi comportamiento adolescente de meses atrás.

Dando fin de momento a esa etapa inconclusa y pendiente de mi vida, comencé con mi jornada. Una ducha rápida, mis jeans color caqui y una de mis clásicas camisas blancas con rayas labradas verticales, acompañaban mi rutina diaria.

Era miércoles y tras mucho evaluarlo, había citado al esposo de Madison Wells bajo resistencia de Tatiana quien lo describía como un hombre hostil, de poca habla y de mal genio, incapaz de colaborar.

Lo cierto es que cada palabra con la que lo habría detallado mi colega, le hacía justicia: cuando hube de ingresar a mi despacho en el centro médico, el Sr. Jean Bruce Mercier permanecía sentado en la silla de visita, quitándose una pelusa imaginaria de su chaleco de tweed azul marino.

Rozaba los 40 años; era alto, desgarbado y exudaba arrogancia con solo ponerse de pie al saludarme.

"¿Qué diablos habría encontrado Madison en él para elegirlo como esposo?"

— Buenos días Dr. Leroux, un gusto conocerlo —se presentó devolviéndome el apretón de manos. Yo me coloqué tras mi escritorio invitándolo a que tomase asiento, nuevamente, de frente a mi figura.

— Igualmente—respondí serio, sometiéndolo a mi escrutinio silencioso un poco más.

— Usted me dirá para que me ha citado, lo cierto es que no dispongo de mucho tiempo— comenzó a excusarse, arreglándose los gemelos de platino de su camisa. Unos gemelos de gran labrado y sumamente costosos a simple vista.

— Mi intención no es retenerlo tampoco, Sr. Mercier. —dije fingiendo preocupación — Pero digamos que me interesaba conocerlo. Suelo tener un vínculo bastante estrecho con los familiares de mis pacientes, saber que puedo contar con ellos, que me cuenten experiencias, cosas que contribuyan a la sanación del internado.

— Disculpe, pero no comprendo... ¿en que podría ayudarlo yo?—levantando la ceja, con rostro de asombro y displicencia, entrecruzó los dedos de sus manos tomándose la rodilla de su pierna izquierda, que permanecía sobre la derecha.

— Usted fue quien decidió internar aquí a su esposa Madison si mal no tengo entendido —desplegué con pausa —Desearía que me cuente en persona los motivos que lo han llevado a tomar tan complicada decisión.

— La Dra. Kruppova se ha encargado de realizar las averiguaciones pertinentes al momento de la internación. Usted no se encontraba aquí. No creo necesario repetir la incomodidad de aquel momento.

— Precisamente, es que debido a mi ausencia, quiero platicar con usted de forma privada. Mi colega ha realizado un diagnóstico del caso, pero soy yo quien asumirá la responsabilidad de tratarla y de firmar el informe de su esposa. Por lo tanto, soy quien decida qué datos serán de mi ayuda y cuales, no.—me adelanté sin siquiera consultarle a Tatiana mis intenciones.

— ¿No pueden hablarlo entre ustedes? ¿Acaso no estudiaron lo mismo?— su tono irritante e irónico pareció desestabilizarme por un momento. La gente no solía caerme mal desde un principio, manteniendo firme el beneficio de la duda como estandarte. Sin embargo, éste no era uno de esos casos.

— Las opiniones y evaluaciones son meramente personales, Sr. Mercier y si bien confío plenamente en el juicio de la Dra. Tatiana Kruppova, también existen detalles con los que no me siento cómodos.

— ¿Qué pretende saber? — comenzó diciendo, algo alterado — Madison enloqueció tras la muerte de su padre. Comenzó a alucinar, a decir incoherencias y a pensar que todos complotábamos en su contra. Incluso ha intentado suicidarse. — tragando fuerte, algo nervioso pero sin perder la potencia de su voz, aseguraba. – Me ha agredido ¡A mí! ¡A quien siempre la ha acompañado! Y no solo eso, lo mismo ha intentado hacerle a su madrastra.

— ¿A la esposa actual de su padre?

— Sí, a Suzanne.

— ¿Bajo qué circunstancias ha ocurrido el agravio? — sin dejar de escribir, inquiría.

— ¿Ella no lo ha dicho?

— No. No ha emitido sonido desde que ha ingresado aquí.

— ¿No lo ve? ¡Se victimiza constantemente!...Siempre ha actuado igual...es una maldita manipuladora — respirando hondo, bajaría la cabeza, meneándola con aire resignado y sobreactuado a mi modo de pensar — De seguro lo ha cautivado con su aspecto de pequeña mujer dulce y frágil, incapaz de hacer daño a una mosca — reflexionando en voz alta arrojaba el mismo pensamiento que mi mente tenía guardado para sí.— Madison es un lobo con piel de cordero - aseveró afligido, peinando su espumoso cabello con ambas manos. — No ha sido una decisión fácil, doctor. ¿Se imagina el dolor que ha sido verla marcharse de mi lado? ¿Ver su carita de ángel alejarse de mí? Ha resultado devastador, pero no me arrepiento. Podría haberme asesinado.

En esta oportunidad el asombrado fui yo.

Los casos de bipolaridad, al mejor estilo Dr. Jeckill and Mr. Hide, estaban a la orden del día en mi profesión; y a juzgar por las palabras de este hombre, su esposa transitaba por esos carriles. Sin embargo, algo en sus formas no me daban la seguridad absoluta de que su relato era cierto. Quizás la exacerbación de su sentimentalismo, la poca quietud con la que se manejaba, el tartamudeo en algunos pasajes de sus dichos y el modo ingrato de describir la actitud de su esposa (¿habría dicho realmente "maldita manipuladora"?) no me convencían.

Mi tarea era observar, detalladamente. Y Madison Wells no cuadraba en el prototipo de mujer agresiva de la que su esposo me hablaba porque aunque ella no hubiese articulado gesto a mi favor, su cuerpo, la parsimonia de sus pasos y la sumisión de sus movimientos, me indicaban lo contrario.

— ¿Por qué supone que ella querría haberlo asesinado? —quise profundizar, pero el muro al que me enfrentaba, me devolvería el disparo.

— Discúlpeme Dr. Leroux pero no creo que sea yo el que tenga que ser analizado en una sesión. —presionando nerviosamente los extremos del cuello de su camisa gris hielo, dijo enérgico — ¡Ella es la peligrosa, la que me ha amenazado de muerte a mí y a su madrastra de una manera impensada!

— No deseo psicoanalizarlo, simplemente, necesito conocer más sobre su esposa y su entorno. Toda información que pueda brindarnos nos será de ayuda.

— Doctor, precisamente no estoy pagando una fortuna para ser yo quien haga este trabajo. Si supiese solucionar los problemas mentales de mi esposa, no la hubiese traído hasta aquí desde la ciudad de Alberta.

Ofuscado, se pondría de pie como un resorte, para quedar detrás de la silla de visitas.

— Lamento haber perdido este valioso tiempo en responder absurdos.

— No creo que hablar de la salud mental de su esposa sea un asunto absurdo— repliqué con malestar pero compuesto.

— ¡Pues lo es! Son ustedes los entendidos, quienes tienen que tener las cosas en claro, no yo que soy un simple escribano que solo sabe de leyes y firmas.

Por primera vez en muchos años de carrera, tuve ganas de romperle la nariz a alguien y este tipejo era el candidato ideal. Pero debía comportarme como un profesional centrado y cabal. No podía prestarme a sus provocaciones sin sentido.

— Sr. Mercier, es una pena que no coincidamos en los conceptos, pero haremos lo posible para que Madison salga adelante y supere sus problemas de comportamiento.

— Yo también espero eso de parte suya. Me han recomendado este lugar como uno de los mejores centros de atención mental de Canadá y no deseo que me defrauden.

Tomando aire con autosuficiencia, arregló su sweater y fue eyectado hacia la puerta.

— ¿No desea ver a su esposa? Tan sólo un instante quizás lo reconforte del malestar de estar alejado de ella —pregunté con poco aliento, creyendo que tal vez era la única oportunidad que tendría para exponerlo ante Madison. Y a ella, ante él. Era un riesgo, sinceramente, pero yo estaría controlándolo todo.

— ¿Para qué? ¿Para que intente asesinarme nuevamente?

— Eso resultaría imposible aquí, Jean Bruce — sonreí de costado viendo la incertidumbre en sus ojos – Yo personalmente, le garantizo que no correrá ningún peligro. Ella, además, está medicada. —mentí, ya que Madison ingería una mínima cantidad de sedante preventivo.

— ¿No me lastimará? — preguntó bufando, como si yo lo presionase a hacer algo que no deseaba.

— De ningún modo.

Dudó por un segundo; rascaba su barbilla, observó su Rolex de platino y aceptó mi propuesta no muy entusiastamente.

— Estoy con prisa, pero me haré un minuto.

Muchas veces me habría topado con gente extraña, aunque nunca como él. Comprendía el miedo ante la posible agresión de su esposa, pero no que se rehusara a verla si es que tanto la amaba y notaba su ausencia.

Preferí simplemente dejar que la acción transcurriera sin prejuicios, después de todo, mi paciente aun ni siquiera me había mirado a los ojos.

— Aguárdeme aquí, si está despierta, regresaré a buscarlo.

Jean Bruce asentiría con un ligero movimiento de cabeza, en tanto que yo me dispuse a ir a la habitación de Madison.

— ¿Y? Has podido sacarle información — Tatiana susurraba tras de mí, metros antes de ver a mi nueva paciente.

— Se ha mostrado bastante reticente a brindar información. Sostiene que ella lo ha querido atacar y que su carácter se ha visto influenciado por la muerte de su padre.

— Mantiene los motivos con los que la ha internado.

— De todos modos no me convence el argumento que invoca. La trata de loca y violenta.

— No te fíes de la apariencia de esta joven. Nadie interna a alguien sin una intervención psicológica previa, Francis. Ella ha venido hasta aquí con una derivación de un profesional en Alberta un especialista bastante conocido allí, por cierto.

— Sí, he visto la firma de Paulson en los papeles.

— ¿Lo conoces?

— Ha concurrido en varios congresos a los asistí, pero nunca lo he tratado en persona.

— Obviamente hay algo en esa muchacha sumamente desconcertante.

— Su esposo insistió en que es un lobo con piel de cordero.

Tatiana frunció la boca, poniéndola de costado.

— ¿Qué estás por hacer? — averigó.

— Confrontarlos.

— ¿Te volviste loco? — preguntó histéricamente jalándome del codo, pero en un volumen apenas perceptible. Ambos discutíamos en el corredor.

— Necesito obtener reacciones de su parte. Para bien o para mal.

— ¿Exponiendo a su esposo?

— Está levemente medicada, Tatiana. No podría hacerle daño.

— La medicación la seda pero está plenamente consciente de sus actos. Podrías ocasionarle un brote psicótico indeseable.

— Pues al menos vería que corre sangre por sus venas — lejos de mi forma de abordar los tratamientos me encontraba obsesionado con al menos, una mueca de parte de mi (nueva) paciente.

— Ay Francis... —mi colega meneó la cabeza de un lado al otro y con un gracioso ademán, miró hacia el techo pidiendo ayuda al cielo. —Roguemos que esto no traiga consecuencias deplorables. Si este tipo quisiera nos puede demandar e incluso, cerrar la clínica.

— Tranquila Tatiana — dije acunando sus manos —todo estará bien.

Guiñándole mi ojo, me asomé finalmente al cuarto de Madison y tal como la encontraría la primera vez en que la vi, estaba acurrucada frente al amplio ventanal de su cuarto.

— Tatiana, trae al esposo por favor. — asintiendo de mala gana, caminó la distancia que nos separaba de mi despacho para buscar a Jean Bruce Mercier, quien apuraba el paso al mismo tiempo que restregaba sus manos una con otra. — Mírela. Está calma, en una actitud pasiva. Ingresaremos despacio, para no perturbar su espacio. Y yo le diré qué hacer.

— ¿Debo confiar en usted? — enarcando una ceja, se mofó de mi tranquilidad.

— Por supuesto.— respondí ignorando su provocación.

Desmagneticé la entrada, giré el picaporte y dos pasos por detrás, Jean Bruce ingresaba conmigo.

— Hola Madison... ¿puedes escucharme? — dije, pero como era de esperar, ella mantenía su postura de extrema sumisión y quietud.

Con el brazo extendido y la palma de la mano abierta, detuve la marcha de su esposo, para ser yo quien se acercase en primer lugar a su sitio.

— Madison...hola...hoy no hemos tenido la oportunidad de vernos— expresé con dulzura a su perfil inerte, acercándome a su cuerpo, poniéndome en cuclillas a su lado. — Hay alguien que quiere verte, que te ha venido a visitar.

El aire a su alrededor era sumamente denso. Pero eso no le impediría bajar la mirada por primera vez desde que intentaba tener contacto con ella. Parpadeó mirando hacia el suelo y sus manos ya no cobijarían sus huesudas y pequeñas rodillas. Respiró profundo, tomando coraje y quizás, procesando lo que acababa de decirle.

Que su esposo estuviese allí, era una bomba de tiempo...y una inconciencia. Pero necesitaba provocar ese encuentro. Aunque me costase la matrícula y un par de huesos rotos.

Lo cierto, es que su silencio me nublaba el juicio. Nadie, jamás, se habría comportado de ese modo conmigo. Generalmente, muchos pacientes se refugiaban en su propio ausentismo, pero tarde o temprano cedían ante la necesidad de hablar.

Ella llevaba un mes en el CAMH, exactamente 33 días de hermetismo absoluto y mi irritación, subía de modo exponencial.

— Mírame...hazlo...por favor —sumergido en un extraño halo de emotividad, susurré cerca de su mejilla, sedosa y perfecta. —Confía en mí — rematé obteniendo mi tan ansiado resultado.

Madison giró su cuello sin despegar la vista de sus pies, hasta que finalmente, elevó su mirada encontrando la mía.

Entrecortando mi respiración, conseguí mi cometido.

Y algo más.

Logré ver a través de sus ojos, a través de ese brillo opacado por la tristeza. Sus iris eran del color de la hojarasca otoñal; pero su semblante, ocultaba al mismísimo polo.

Y no...de ningún modo reflejaba la violencia que suscitaba su esposo. No podía ser cierto que hubiera querido asesinarlo.

— Gracias por mirarme, Madison, porque gracias a ello, se me ha iluminado el día.— un parpadeo tenue e inocente, sumado al leve rubor de sus mejillas, generó un cosquilleo desmedido e infantil por mi espalda. — Levántate...— extendí mi mano, esperando que la tomase.

Con miedo, regresando sus ojos al suelo, sus dedos se extendieron de a poco, accediendo a mi pedido.

— Lo sabía Madison...eres una buena chica...— dije sonriendo cuando, lentamente, ambos nos pusimos de pie. Pero mi dicha no sería completa, porque inesperadamente, su vista se dirigió hacia la posición en la que se encontraba su esposo.

Transfigurando su rostro, las aletas de su nariz se abrieron y el ahogo anudó su garganta. Su ceño fruncido y unas lágrimas al borde del suicidio, se acumulaban en sus ojos, aquellos que destilarían temor y paz segundos atrás.

Un gemido gutural silbaba desde su pecho y sus puños, aquellos que tanto me costaría articular, comenzaban a cerrarse con fuerza.

— Tranquila Madison— diría entrometiéndose Jean Bruce — No me ataques— al borde del grito, retrocedía exagerando su postura de hombre indefenso.

— No lo hará, no lo hará — intenté convencerlo, con la amenaza latente de que ese energúmeno tirara mi esfuerzo por la borda.

— Ya le he dicho que esta no era una buena idea. ¡Mire su rostro! Si tuviera un cuchillo me atacaría, sin dudas.

Madison avanzó un paso, pero yo la seguía de cerca.

— Madison... ¿qué cosas te genera estar cerca de él? — llevándola al borde, la presioné, pero sin que cayera al vacío.

— ¿No está claro, acaso?— replicó su esposo cerca de la puerta de salida, lógicamente, cuidada por Tatiana, que se mantenía alerta.

— ¡Déjala a ella que hable...!— elevé el tono para que su irritante voz no afecte el cuadro— Madison...Maddie...

Madison inspiró profundo, con la ira repiqueteando en las chispas doradas de su iris. Pergeñando una respuesta, su cerebro enredaba palabras. Podía leerlas a través de sus gestos corporales.

Finalmente, aquella erupción salvaría mi pellejo.

— ¡No me llames Maddie! — suplicante, con los ojos colapsados de dolor, Madison acababa de saltar de la cornisa al piso.

Y yo estaría allí abajo para salvarla.


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