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"Mi estrategia es que un día cualquiera, no sé cómo ni sé con qué pretexto, por fin me necesites" - Mario Benedetti

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Apellido: Wells Mercier.

Nombre completo: Madison Erika.

Fecha de nacimiento: 12 de septiembre de 1987.

Lugar de Nacimiento: Alberta- Canadá.

Estado Civil: Casada.

Nombre del esposo/a (si corresponde): Jean Bruce Mercier

Estudios Universitarios (si posee) : Bellas Artes, en el Instituto de Artes de Alberta

Religión: no profesa.

Orientación Política: desconocida.

Nombre del Padre: Jackson Charles Wells.

Vive: No.

Nombre de la madre: Andrea Razdan.

Vive: No.

Datos muy genéricos se desprendían de aquella planilla estándar y poco interesante que me permitiría leer mi colega Kruppova. Era conocido que Tatiana se especializaba en hacer hablar hasta las rocas, pero el énfasis con el cual hubo remarcado que el esposo de la muchacha recientemente ingresada poco colaboraría, me generaba dudas. No de ella, de su profesionalismo o de su tenacidad, sino de la persona que recurría a nuestros servicios como Centro de Medicina Psiquiátrica.

Caminé displicente, recordando el aroma de los pisos recién lustrados, el ruido de los pacientes a punto de comer y algún que otro grito que se mezclaba entre todos los internos.

"Bienvenido Doctor Francis", me repetí a mí mismo parafraseando a la morena de curvas exuberantes que acababa de cruzarme en el corredor, perpetuando una sonrisita bobalicona en mi rostro.

A pocos centímetros de la puerta que alguna vez habría limitado la libertad de acción de Solange, me di el momento para ver desde fuera los movimientos de Madison, la paciente que con su silencio, sacaba de las casillas a la mismísima Tatiana Kruppova.

"¿Le agradaría que le dijeran Maddie?"

Levantando los hombros por mi ocurrencia me acerqué al cristal espejado ubicado a metro treinta del piso, el cual impedía que ella pudiese verme desde dentro.

Frunciendo el ceño profundicé su búsqueda; no obstante, me tomaría más tiempo del habitual poder localizarla con facilidad. Pegué mi nariz contra el vidrio para encontrarla, finalmente hecha un ovillo, sentada sobre un almohadón en el piso detrás del respaldo de la cama mirando hacia el ventanal.

La túnica blanca se entremezclaba con el color de las sábanas que se espumaban sobre la cama. Desde mi posición, solo se distinguía a su cabellera. Una trenza fina color café y unos mechones desprolijos sobresalían de aquella levedad casi acromática. Madison parecía pequeña, lo que me hizo recordar el comentario de Tatiana; aparentaba quizás menos edad de la que realmente era dueña.

Debía ser cauto en mi modo de abordarla; después de todo yo era un completo desconocido. Para no asustarla, primero golpeé la puerta suavemente con los nudillos. Sin reacción alguna, permanecía petrificada en un cojín sobre el piso.

Toqué nuevamente, esta vez con mayor vehemencia.

Nada.

Recurriendo a la tarjeta magnética de acceso como última instancia, empuñé el picaporte y ni aun invadiendo su escaso espacio personal, se inmutaba.

Muchas veces los pacientes rechazaban el contacto con nosotros los doctores, nos veían como sus enemigos, quienes los medicábamos para que estuviesen drogados sin entender nada del mundo que los rodeaba.

Pero ese no era mi cometido ni el modo de ejercer mi profesión. Yo me había instruido en las especialidades de psicología y psiquiatría con el objetivo claro de adentrarme en las mentes ajenas, saber qué las perturbaba y así ayudar a las personas a salir adelante; darles el envión necesario para dejar atrás sus pesares y abatimientos.

Personalmente, prefería tener a cargo pocos pacientes pero no para evadirme de la responsabilidad que me concernía; por el contrario, deseaba dedicarme a las admisiones, a hablar cara a cara con la familia y a aquellos internados cuyas patologías eran más complejas.

Solía tomar casos delicados con avanzados grados de perturbación porque además me atrapaba el desafío de descubrir cómo resolverlos. Quizás Soli habría sido hasta entonces, el caso más difícil. No solo por el compendio de adicciones que la afligían, sino por el vínculo personal que me unía a ella.

Avanzando con tres pasos firmes pero sordos, el único ruido parecía ser el de mi respiración, tenue y medida.

En ese cuarto no volaba ni una mosca.

Madison continuaba enredada con sus delgados brazos en torno a sus rodillas y la barbilla apoyada en la cúspide de ellas. Poniéndome a su altura, la observé, quedando como un gigantón a su lado.

Con serenidad, acomodé mis piernas con dificultad. La flexibilidad no era lo mío a pesar de los años de básquetbol juvenil y las competencias de bicicleta a las que asistía sábado de por medio.

— Madison, yo soy el Dr. Leroux —comencé por decir en un susurro, sin obtener respuesta de ningún tipo.

Delineé con mis ojos su perfil delicado. Poseía una piel de seda ligeramente dorada, pero sin vida. Inanimada. Castigaba al ostracismo a su propio espíritu, vagando en la soledad de aquella tarde de intimidante frío.

Su trenza era lo único que poseía algo de movimiento en su etérea figura. Ella era una masa blanca de tela, con apenas dos líneas finas que eran sus extremidades; sólo se destacaba la piel de sus codos hasta las manos y de sus rodillas hacia las pantuflas también blancas.

Sumida en la depresión de un alma ausente, se encontraba ella replegada. Errante, con sus ojos de otoño y semblante de invierno, parecía huir de todo tiempo y espacio. Sus labios carnosos se dibujaban debajo de su nariz corta, pequeña y ligeramente respingada.

Lucía tan frágil que temí que mi propia respiración la quebrase en mil pedazos. Mis dedos guardaron sus ansias por acomodar un mechón delicado de cabello escabullírsele por su frente.

— No es necesario que me respondas, al menos no de momento, pero deseo que sepas que estás aquí para que te ayudemos a salir adelante. Yo —enfaticé mi pronombre en primer lugar —seré tu guía, quien me ocuparé en persona de tus necesidades. Podrás contar conmigo, confiarme tus miedos e inseguridades; como así también tus fortalezas y tus anhelos — como un murmullo sordo, arrullé mis palabras en torno a su oído, ofreciéndome más de lo que solía hacer con cualquier paciente. (Excepto con Solange, claro estaba).

Sin embargo, los minutos pasarían sin la más mínima mueca de su parte. Sus ojos petrificados y su imagen ida, la congelaban en el presente. Me pregunté cómo no sentiría sus extremidades entumecidas; para entonces, mis piernas largas parecían no poder extenderse con facilidad cuando hube de intentar ponerme de pie.

— Madison —dije desde las alturas — por ahora dejaremos las presentaciones de lado. Como sabrás, alguna de las muchachas de enfermería vendrán a buscarte para ir al comedor en breve. Debes comer si no pretendes desaparecer — bromeé y lógicamente, el silencio fue la única respuesta. —Ya tendremos mucho tiempo para hablar, no te preocupes por ello. — concluí, escribiendo unas breves líneas en el informe de la paciente —deseaba conocerte...y decirte que eres muy bella – sin saber por qué, emití aquel juicio que nada tenía que ver con una actitud profesional.

Quizás escudado por la falta de reacción de su parte, o motivado por una extraña necesidad de expresárselo, es que aquello salió de mi boca.

Esperablemente, tampoco habría siquiera hecho mella en Madison.

Dejando atrás aquel cuadro surrealista que bien podría titular "La mujer y la nada", proseguí mi andar hasta el comedor, verificando el comportamiento de los que sí ya se encontraban almorzando.

— ¿Has ido a verla? — Tatiana asomaba por detrás del sector de cocina, con la boca fruncida.

— ¿A la nueva paciente? —gané tiempo.

— A ella y a la nueva enfermera, "Danni".

Giré mi cabeza para observarla; su tono era sarcástico y francamente, molesto.

— ¿Qué tiene que ver Danielle en esta historia?

— A lo lejos pude ver cuando coqueteó frente a tí.

— Deja de hablar tonteras...¡no soy un galán de Hollywood!   — minimicé su sobreestima.

— ¡Eso es lo que tú crees, Francis!

— Basta Tatiana, no estoy aquí para una cita de solos y solas.

— Deberías haber visto tu rostro —mirándose las uñas pintadas de color negro, hizo una mueca rara pero igual de divertida.

Opté por girar los ojos y bufar como si estuviera frente a mi madre. Tatiana tenía mucho de ella: recta, inquisidora, insistente y a veces (casi siempre) exasperante.

— Con respecto a lo que realmente importa, que es la paciente en cuestión, no he podido sacarle ni una palabra, incluso, dudo que haya exhalado durante mi breve estadía en su habitación —retomando mi zona de confort, le hablé de Madison.

— Es un caso extraño. Llego aquí como un ave herida, detrás de su esposo, sin articular parpadeo alguno. Desde entonces, hace 20 días atrás, sigue manteniendo la misma postura.

— ¿Has hecho algún diagnóstico?

— Nada interesante. Todas las tardes a las 4 tuvimos sesiones que no me han conducido a nada. Un tenue movimiento de manos, en el cual frota las yemas de sus dedos unas con otras, es lo único "especial" que he notado. Pasa la hora sin poder tener nada en claro...es francamente irritante.—reconoció muy a su pesar.

— Ya obtendremos progresos, evidentemente es cuestión de tiempo.

— Quizás en dos años sabremos cómo suena su voz—replicó irónica, pero no menos simpática — ¡ahí la tienes! ¡A la estrella de la clínica! — con un movimiento de cabeza señaló al sector central del comedor, una imponente área con numerosas mesas y sillas a la que se acercaba nuestra paciente en cuestión, junto con Juliette, la enfermera del turno mañana.

La observé con el mayor de los detalles. Estudié su andar, su trenza desordenada y rígida (ahora por sobre su hombro) su modo de tragar casi imperceptible y aquel obsesivo gesto que destacaría Tatiana con sus dedos.

Iba dos pasos por detrás de Juliette, quien le marcaba el paso y señalaba su ubicación en la mesa.

Ella tomaría asiento, obediente, sin despegar sus ojos de sus pies.

Crucé mis brazos por sobre mi pecho, estudiándola. Danielle, la morena voluptuosa le acercaba una bandeja con comida; una bandeja que sería minuciosamente recorrida con la vista por Madison. En principio no tocaría ni el vaso con refresco de manzana, ni la pera, ni el plato de comida (a lo lejos distinguí que se trataba de una sopa de verduras).

Otra vez en punto muerto. Ella perdida en un punto fijo y nosotros, descifrando una mente en blanco. Asimismo, debía reconocer que eran mis primeras horas allí y mi evaluación recién estaba en curso.

Sumido ciento por ciento en mi análisis ceñudo, la paciencia tendría una pizca de recompensa: en cámara lenta, su mano derecha se deslizaba con parsimonia sobre la cuchara, para ingerir un sorbo de la sopa. A esas alturas debía de estar fría. Pero parecía que poco le importaba eso también; bebía, de a poco, a un ritmo constante y sostenido.

Conté 15 cucharadas ir hacia su boca y solo eso. Alejó el plato de su mirada ralentizadamente, para dedicarse de lleno a beber el jugo.

Como una rutina, volvió a colocar sus manos en su regazo y a inclinar la cabeza hacia el piso. Se encontraba sola en la mesa. Nadie se acercaba y el que pasaba delante de ella, tomaba distancia como si Madison estuviese apestada.

Poseído por el espítiru de San Francisco de Asís, avancé hacia ella. Lentamente, a medida que absorbía los metros de separación entre nosotros, la tensión se apoderó de su escueto cuerpo. No hacía falta que me viese directamente a los ojos para que notase mi acercamiento. Era perceptiva a su entorno. Y eso presuponía un (mínimo) avance.

Sin invadir su espacio, me ubiqué frente a ella.

— ¿Te apetecería otro plato? ¡Este debe estar helado! Y honestamente, entre nosotros, la sopa fría es asquerosa — oyéndome cómplice, hice una mueca divertida.

Pero Madison no estaba dispuesta a aceptar ni mi sugerencia ni mi compañía, ya que se pondría de pie de inmediato y caminaría arrastrando sus pantuflas por el corredor, hacia la puerta de su habitación.

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— Es muy tarde ya... ¿no cenabas con tus padres?—Tatiana ingresó a mi despacho, encontrándome estudiando sesudamente numerosos textos de psicología.

— Iré mañana, hoy me quedaré un rato más — dije confirmando que eran más de las 10 de la noche.

— ¿No crees que es mucho esfuerzo por ser tu primer día? Deberías estar desempacando, abrazando a tu madre y refunfuñando por el olor a vela de su sala de estar — sonrió parafraseando una de mis máximas — Además, mañana se te dificultará despertar.

— No sería la primera vez que me descanso aquí, amiga.

— No sería tampoco la primera vez en la que te sugiero que lo mejor es que regreses a tu casa — cariñosamente, me daría un beso en la frente y antes de cerrar la puerta, dispararía con ternura—Me alegra mucho volver a verte y que por fin te hayas animado a hacer algo distinto de tu vida en este tiempo.— y guiñó su ojo.

Agradecí con una tenue sonrisa sin ser una de mis características precisamente; Sophie solía remarcármelo a menudo, al igual que Solange.

Nuevamente me encontraría pensando en las hermanas Rutherford e instantáneamente mi mirada viajó a la fotografía que dominaba el centro de mi escritorio, aquella que ya tenía más de 25 años de vida.

Tatiana estaba en lo cierto. Esa imagen tendría un ciclo; ellas siempre estarían presentes en mi vida y era hora de soltar aquellos viejos temores y dejar de aferrarme a todo lo malo que fui. Siempre me castigaría por mis errores; autocrítico hasta la médula, jamás me perdonaba por mis falencias.

Quizás por querer demostrar que era el hijo perfecto y el hombre ideal, es que perdí mi propia esencia y cuando tuve la oportunidad de hacer algo que tenía ganas de hacer, pero bien sabía que no debía, es que termine liado con Solange, en la casa que compartía con mi esposa; su hermana.

Durante muchos años, Soli intentaría captar mi atención; porque aunque no se lo demostrara, yo era consciente de todas las cosas que hacía para cautivarme. Se habría acostado con casi todos mis compañeros de básquetbol, se pavoneaba por delante de mí ostentando su cuerpo bien formado y su mirada carnívora; "colisionaba" involuntariamente conmigo cuando yo visitaba a Sophie y se ofrecía cuantas veces me tenía a su alcance.

Yo en cambio, resistiría estoicamente a responder sus llamados desesperados; logré evitar sus palabras desquiciadas con respecto a Sophie y su dominio sobre mí, intenté alejarme de ella, ni siquiera hablarle...pero mi debilidad como hombre, el mal momento como pareja que vivíamos con su hermana y su persistencia, finalmente sacarían de adentro el lado salvaje que creí no tener.

Como en numerosas oportunidades, Solange me habría llamado mil veces. Pero yo me encontraba en la mitad de una sesión, lo que me permitió ignorar su insistente reclamo. Finalmente, la culpa ganaría: ella pedía ayuda a gritos y yo, accedí.

Le sugerí entonces que pasara por mi apartamento a las pocas horas, en el intervalo entre mi guardia y esa jornada laboral, sin pensar en el desastre que se avecinaría.

Agotado, le abriría la puerta de mi casa cuando llegó puntualmente. Con la excusa de un cambio por venir, me engañaba.

— Pasa Soli...no he tenido un buen día. Así que toma asiento y dime qué necesitas —sin demasiado entusiasmo, señalé una silla.

— Mira, he estado pensando — dijo apenas ingresó —en que estoy dispuesta a aceptar tu ayuda. A que me derives a algún colega tuyo, para tratar mis adicciones.

Segundos después descubría que Hollywood se estaba perdiendo a una gran artista: su tono de voz, sus ojos fingidamente compungidos y sus movimientos erráticos, me convencían, a priori, que realmente deseaba un cambio profundo y que recurría a mi ayuda por un tema meramente profesional.

Ilusamente, me contentaría por su decisión, por confiar en que sentía de corazón que quería ser una mejor persona e ir por el camino del bien.

— Bueno, me alegro que hayas tenido en cuenta mi sugerencia. Me pondré en contacto con el Dr. Travis para que concrete una entrevista contigo. — yendo hacia la barra de la cocina, le ofrecí un vaso de agua, que bien sabía, no le agradaría. Contra cualquier pronóstico, lo aceptó.

— Me parece correcto.

— Bueno, si eso es todo...estoy con poco tiempo, creo habértelo dicho. No quiero ser descortés...

— ¡Oh! Sí, claro.— comprendiendo la indirecta, se puso de pie.

La acompañaría entonces hasta la puerta, dispuesto a despedirla sin mayores preludios. Pero los planes cambiarían por completo ante mis ojos: bruscamente, giró sobre sus talones, estampillando un beso ávido y voraz en mi boca.

Me rehusé a su contacto, pero su calidez, la fuerza que oprimía sobre mi nuca con sus manos, impedía que me escapase de sus fauces.

No quería herirla físicamente, mucho menos mentalmente, pero Solange estaba rota antes de toda esta situación.

— ¿Qué estás haciendo? ¿Estás loca? — grité cuando mordió mi labio en uno de mis intentos por quitármela de encima sin lastimarla. Pero, como un huracán que todo lo arrastra a su paso, no se quedó de brazos cruzados viendo cómo me alejaba de su contacto.

Agazapada, como un gato en celo, se arrojó a mis brazos y comenzó a tocarme impúdicamente.

Era inevitable no sentir sus caricias, sería inaguantable resistirme...

Cedí ante mi voluntad. Ante mi necesidad. Ante la lujuria en estado puro. El Francis remilgado y tímido no tendría cabida en mi cuerpo después de tantos días de trabajo y abstinencia sexual, encontrando en esas excusas el fundamento perfecto de mi aberrante proceder.

Soli estaba allí, dándomelo todo a pesar de su locura. Yo me aprovechaba de sus debilidades, a sabiendas de su patología obsesiva hacia mí y de sus problemas de estima.
Yo, quien debería haberle puesto un freno a la situación, acababa de morder la manzana prohibida del edén y cierta parte de mí, disfrutaba con eso.

Finalmente, no pude más.

Gruñendo, furioso conmigo mismo, la coloqué a horcajadas sobre mi prominente erección, dura como una piedra. Subí con ella enredada en mi cintura. Su peso ligero era perceptible, Soli era una pluma en mi cuerpo alto y fornido.

Bebía de mí como una vampiresa, como si realmente hubiera estado esperando por este momento durante siglos. Me entregué a la infidelidad, a la traición de mis propios límites y valores. Una vez en el primer nivel nos desvestimos; sentados en el borde la cama, levanté su vestido color jade, ese que le quedaba endemoniadamente hermoso, para poseerla como un animal. Bajé la cinturilla de mis joggings y corrí su tanga con la locura instalada en mis dedos para entrar en ella despiadadamente, reprochándole en silencio el modo vil en que lograba atraparme.

Sin saber sí estaba más enfadado por su engaño o por mi debilidad, con duras estocadas, le di su merecido, aquel que tanto buscaba.

Sujetándola por debajo de los muslos, la levanté en el aire estampándola contra las puertas del armario, para poseerla con mayor ímpetu.

Por inercia nos condujimos hasta el cuarto de baño, a la ducha, con el deseo implícito de limpiarme de culpas...aunque aun estuviese dentro de ella, socavando en su interior.

— Me has hecho el amor Francis...— entregándome su rostro repleto de felicidad, de deseos reprimidos y de logros obtenidos, me acariciaba.

— ¡No hemos hecho el amor Solange! No te confundas. Solo hemos follado. Has sacado lo peor de mí. ¿No te puedes dar cuenta?— exhalé quejumbroso, cayendo en la cruda realidad, una vez que hube terminado con aquel gran error. La separé de mi cuerpo, pero la cosa no terminaba allí: Soli se arrodilló para otorgarme una sesión de sexo oral que quedaría trunca, porque la puerta se abrió delante de nosotros y la figura asombrada de Sophie se replegaba sin más.

Sophie estaba de pie contemplando aquella escena, horrorizada. Impulsado por la vergüenza y rastros de decoro, me cambié a gran velocidad para seguirla a medida que bajaba los escalones hacia la planta baja. Infructuosamente, todo concluiría con mi esposa. Con esa mujer a la que tanto amaba y tanto acababa de decepcionar.

Eran las 12 de la noche para cuando los recuerdos volvieron cruelmente. Pensé en dar una ronda. Caminando por el Centro Médico, me alimenté del silencio y la penumbra de la luna entrando por los ventanales, tiñéndolo todo a su paso.

Me senté en la sala destinada al comedor, en aquel lugar donde vi interactuar (por decirlo de algún modo) por primera y única vez a Madison Wells. Recreé en mi mente cada detalle, cada acción, buscando algo, un pequeño gesto que resultase ser la "punta del ovillo". Desenmarañar su mente sería muy difícil, pero algo debería hacerla reaccionar, para bien o para mal...

Contactarme con su familia sería muy pronto aun optando por esperar una semana más, a fin de que cumpliese un mes de internación y mi análisis se profundizara.

Repiqueteé el bolígrafo escarbando indicios que me dieran una respuesta....pero no conseguiría más que sumar preguntas a mi propio cuestionario.

Como hube de suponer, las actitudes de Madison serían idénticas día tras día, sin obtener nada.

— ¿Has logrado obtener su teléfono?

— ¿De qué hablas? — pregunté a mi amiga Tatiana.

— ¡Vamos, no te hagas el idiota! Veo tu rostro cada vez que te cruzas con la enfermera nueva.

— ¿Podrías dejarme en paz? — un poco ofuscado me quité las gafas, las cuales no se alejaban de las líneas que acababa de escribir en mi agenda. — No quiero complicarme las cosas. No es ético liarme con alguien del trabajo.

— Tienes una vida afuera. Invítala a algún sitio bonito en tu día libre.

— ¿Acaso te ha contratado como mi Cupido personal? — levanté la cejas, sarcástico y algo molesto.

— No, pero me ha preguntado por tí. Se la nota interesada a pesar de que trate de disimularlo.

Un cosquilleo extraño recorrió mi espalda. Me sentí como un adolescente al que le enviaban cartas de amor perfumadas, como en mi época de estudiante.

Debía reconocer que Danielle era una mujer atractiva, con un físico llamativo y unos rasgos fuertes e imponentes. Distaba del prototipo de mujer en la que me hubiese fijado...en el prototipo de mujer que Sophie representaba, desde luego.

Sometiéndome a la aniñada voluntad de mi compañera de trabajo, accedí a tomar en cuenta sus palabras, comprendiendo que no tendría nada de malo salir un poco y socializar.

Mi madre también se habría encargado de forjarme la culpa ya que se sentía vieja y no le había dado nietos. ¡Qué más querría yo que tener una familia propia! Unos niños con quien jugar y corretear los domingos por la tarde, unos niños a quien amar y consentir. Unos niños que me dijeran "¡papá, has vuelto!" cuando regresase de mi trabajo...

Pero quizás debería aceptar que no volvería a enamorarme, que todo ese amor que alguna vez cobijé en mi pecho se lo habría dado a Sophie...y que ya no significaba nada. Ella era feliz con otro y para mí sólo quedaba conformarme con su perdón.

— Deja de volar y decídete. No puedes estar detrás de este diván toda tu vida...eres joven, apuesto y con una carrera brillante. Ahora debes perseguir todo aquello que no tienes pero sí deseas.

Otra verdad.

Otro acierto de la Dra. Kruppova.

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