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Capítulo 21: Indicios

Llevar a Aizea por un helado fue una experiencia divertida. Ella no parecía muy familiarizada con las texturas, así que su primer impulso cuando le entregaron su helado fue tocarlo con sus manos.

Sus ojos transparentes relucían de la curiosidad.

Se volvió hacía mí cuando le mostré lo que tenía que hacer con el helado.

Ella estaba sorprendida.

—¿Entonces lo metes a tu boca y se derrite? ¿No hay que masticarlo? —preguntó incrédula— ¿Y de qué está hecho? ¿Por qué se derrite?

Solté una carcajada.

—¡Primero pruébalo y después hazme todas las peguntas que quieras! —exclamé divertido, disfrutando mi helado de chocolate.

Un gusto muy común, pero debía admitir que ese sabor siempre había sido mi favorito. Al menos desde que tenía memoria. Mis papás lo sabían y en mi cumpleaños solía ser el único día que me compraban un bote entero y dejaban la administración de su contenido a mi libre albedrío. Normalmente no pasaba del día.

Aizea por fin acercó el helado a su boca.

La miré expectante.

Me di cuenta de que había olvidado decirle que no podía comer mucho de un solo bocado porque se le congelaba el cerebro, pero para ese momento era demasiado tarde, Aizea ya había engullido la mitad.

Su rostro palideció. Apretó los ojos antes de tragar con dificultad.

La chica que nos sirvió los helados rió disimuladamente detrás del mostrador al ver la expresión de Aizea.

Ella abrió los ojos de golpe y me miró genuinamente confundida.

—¡¿Cómo te puede gustar algo así?! —exclamó después del congelamiento momentáneo de su cerebro.

No pude evitar reír a carcajadas, contagiando mi risa a la chica de los helados, que esta vez tampoco pudo aguantarse y rió abiertamente.

Aizea frunció el ceño sin perder la confusión en su mirada.

—¡No entiendo qué es lo divertido! ¡Sentí como si mi cabeza se hubiera congelado! ¡¿Por qué?!

Una vez que hube medianamente recobrado la compostura me volví hacia ella:

—Es una reacción natural del cuerpo humano cuando ingieres con mucha rapidez un alimento frío —le expliqué tratando de aguantar la risa.

El desconcierto en su rostro se vio sustituido por una alegría que me hizo parar de reír de golpe y mirarla fijamente.

Ella me devolvió la mirada y sonrió antes de continuar:

—Bien, entonces lo ingerí muy rápido... Explícame, Ian, una vez más, cómo se ingiere este alimento —me pidió extendiendo su helado hacia mí.

—Te explicaré con el mío —dije rápidamente.

Una vez que hubo aprendido cómo comer helado con cuidado, su gusto pareció insaciable. Al tercer cono tuve que pedirle que saliéramos a caminar para distraer su atención de aquel nuevo gusto. Oscurecía, pero no por ello la playa dejaba de ser un espectáculo, además teníamos la ventaja de que a esa hora había poca gente.

Caminamos por la acera de la calle que daba hacia la playa, bajo la luz de la luna. La madre de Hele nos arrullaba con su suave oleaje.

Aizea miraba todo a su alrededor con entusiasmo y con aquella duda permanente en su mirada, hasta que por fin su atención recayó en mí.

—Ian, tú que conociste a mi hermana de Agua... ¿Cómo es? Tengo mucha ilusión de conocerla.

Me sorprendí ante la pregunta... ¿Qué podía platicarle?

—Es muy alegre —murmuré metiendo las manos en los bolsillos de mis jeans—, muy determinada a conocer el mundo. Nos salvó a Mara y a mí de un accidente... La última vez que la vi salvaba las vidas de unas personas atrapadas en un incendio.

—Escucharte me hace pensar que te agradaba mucho —murmuró Aizea con una sonrisa en su rostro.

—Mucho —admití.

—Tu has sido muy noble al acogernos, al igual que tu hermana. Les estaremos eternamente agradecidos —dijo.

Asentí con la cabeza. Mis padres nunca me hubieran perdonado que no hubiera salvado a Hele aquel día. Ellos siempre habían sido honrados y hospitalarios, la mejor manera de honrar su memoria era siguiendo su ejemplo.

—Y cuéntame, ¿cómo manejas todo esto de ser humano?

Tuve que reír una vez más. Nunca había tenido que preguntarme algo así. En primer lugar, porque había nacido siendo humano y estaba seguro de que moriría siendo humano. Y, en segundo lugar, no tenía punto de comparación. Nunca había tenido que manejar otra existencia más que la mía, y ello lo había aprendido desde chiquito.

—No lo sé... Ya estoy acostumbrado...

—¿Y qué haces con tantas sensaciones? ¿Cómo las clasificas? ¿Cómo las sobrellevas?

Solté un hondo suspiro, recordando a mis padres y a mi hermana... a mi pequeña Lu. Ya tendría dieciocho años si aún estuviera aquí.

—A veces no las sobrellevo. Simplemente se quedan ahí.

Cuando me encontré con su mirada, descubrí tristeza en ella.

—¿Y eso está bien?

Otra pregunta que no sabía cómo contestar...

—No lo sé.

Entonces sentí que mi celular vibraba en mi pantalón. Lo saqué de mi bolsillo. Era un número ya bastante familiar.

—¿Bueno? —contesté con nerviosismo.

¡Señor Soler! ¡Le tengo buenas noticias! Se encontraron rastros de la chica desaparecida.

Mi corazón dio un vuelco, ¡Hele! ¡Por fin! No puede evitar sonreír de oreja a oreja, sintiendo cómo un cierto alivio recorría mi cuerpo.

—¡Muchas gracias, oficial! ¿A dónde tengo que dirigirme?

Una vez que mi confidente de las mañanas me hubo pasado la dirección, tomé una vez más a Aizea de la mano y corrí de regreso a la heladería, donde había dejado el coche estacionado.

La ayudé a subir al coche, cerré su puerta, lo rodeé y me subí prendiendo el motor de inmediato. Mis nervios y mi emoción eran tales que las manos me temblaban.

—¿A dónde vamos? —preguntó Aizea.

—A buscar a tu hermana.

Los ojos de Aizea destellaron. Obviamente esas palabras habían llamado totalmente su atención.

—¿Ya la encontraron? —preguntó.

Negué con la cabeza deteniéndome frente al semáforo.

—Encontraron rastros.

Miré por el retrovisor.

En la camioneta de atrás había dos figuras que no alcancé a distinguir bien porque sus vidrios estaban parcialmente polarizados. Intenté ver si venían coches detrás, pero la camioneta era demasiado grande.

El semáforo se puso verde y avancé.

—¿Qué son rastros? —preguntó Aizea con curiosidad.

Lo pensé por un momento alternando mi vista con el camino y la camioneta.

—Indicios, como cuando un lobo deja sus huellas en el lodo. Así puedes seguirlo y descubrir dónde está. Eso se podría denominar como "seguir el rastro" —contesté rápidamente.

Aceleré un poco más, cuando llegamos a la avenida principal que era un poco más transitada. Di vuelta a la izquierda y un carro se interpuso entre la camioneta y nosotros. Respiré con alivio. Por un momento creí que nos seguía.

Pasamos por la plaza por la que habíamos estado el día que Hele desapareció. El edificio que había estado en Llamas ahora estaba en reconstrucción. La gente pasaba indiferente a su lado, como si en realidad el edificio siempre hubiera sido así. Ya hacía tanto tiempo del suceso, que había quedado como un recuerdo tantas veces reciclado que se tiró a la basura por su desgaste. La gente ya no se rompía la cabeza pensando en el dilema de lo que se vio aquella mañana, había cosas más importantes en qué pensar. Pero en mí continuaba el recuerdo de la ola de Agua y las serpientes: una de Fuego y la otra, por obvias razones, de Agua.

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