13 ZAYO
Los rayos del sol abrasaban la piel de Zayo. La vieja pala parecía a punto de partirse en dos con cada impacto contra la arena. Al principio, la pala entraba fácilmente, pero después de un rato, el trabajo de tirar la arena fuera del agujero se hacía más pesado.
Zayo se tomó un pequeño respiro y observó a lo lejos las murallas de Dunaria. Hacia el otro lado, solo podía ver arena y lo que quedaba de su familia. Irei mantenía cerca de sí a los pequeños Kayo, Jinai, y Sairo, mientras que Taira rezaba a Naberis para que acompañara el alma de su madre al cielo.
Rejo se acercó portando en sus brazos a su madre, Nama, ya amortajada. El chico no parecía profundamente afectado, pero Zayo conocía a su hermano y sabía el dolor que habitaba en él y lo difícil que era para el joven tener que despedirse así de su madre.
La posó suavemente sobre el suelo. Zayo no pudo evitar darle un fuerte abrazo a su hermano. Este pareció sorprendido al principio, pero enseguida le devolvió el gesto de afecto con un fuerte abrazo. Salieron del agujero, y toda la familia quedó frente al sol, pero sus ojos estaban puestos en Nama, y por consiguiente, en la arena.
—Si no os importa, quiero decir algo —dijo Irei. Ante el silencio que mantuvieron todos, decidió empezar a hablar—. Para mí, Nama no fue solo una madre, sino también una amiga, una guía y la protectora de nuestro hogar —todos comenzaron a prestar atención al discurso de Irei—. Recuerdo las noches en las que me acurrucaba junto a ella mientras me contaba historias sobre los héroes y las tierras lejanas. Nama me enseñó que la verdadera fuerza radica en la capacidad de amar y proteger a aquellos que son importantes para nosotros —Zayo observaba a la mujer que amaba mientras asimilaba lo importante que era para él—. Nama siempre será nuestro pilar. Nos enseñó que no hace falta compartir sangre para ser familia y que su amor eterno será el lazo que nos mantendrá unidos, siempre.
Los pequeños se aferraron más fuerte a su hermana mayor mientras trataban, inútilmente, de contener las lágrimas. Zayo, como hermano mayor y cabeza de familia, se sintió en la obligación de seguir los pasos de su amada.
—Una mujer increíble, nuestra madre, Nama —dijo Zayo, con la mirada perdida en el cielo—. Ella me dio una vida cuando mis padres me abandonaron, creyó en mí y con los años me dio la confianza de ser quien os guiara a los pequeños. Fue la fortaleza de nuestra familia, el cimiento sobre el cual construimos nuestras vidas —explicó mientras miraba a los más pequeños—. Siempre he admirado su fuerza, esa capacidad inquebrantable de protegernos a todos. Desde pequeño, siempre quise ser como ella. Ella me enseñó que ser fuerte no significa no sentir, sino más bien tener el coraje de enfrentar las adversidades con el corazón abierto. Nama era una guerrera a su manera, siempre estaba ahí para mí, con sus palabras de aliento, y me hacía sentir que todo estaría bien, pasara lo que pasara. Nama, te prometo que seguiré luchando, protegiendo a nuestra familia, tal como tú siempre quisiste.
—También quisiera decir algo —dijo Rejo, lo que sorprendió a Zayo, ya que su hermano no era de hablar mucho en estas situaciones—. De Nama, siempre admiré su capacidad de entendernos a cada uno de nosotros, sin necesidad de palabras. Ella tenía ese raro don de ver a través de las paredes que construimos para protegernos —Rejo posó su mano en su pecho—. Ella nos entendía, nos aceptaba y nos amaba tal como éramos. Sé que no siempre fui el hijo que ella merecía, pero nunca dejó de creer en mí. Su fe en mi potencial y su amor incondicional fueron mi refugio en los tiempos más oscuros. Aunque mi corazón se siente vacío y la tristeza pesa sobre mí, quiero que sepas, mamá, que siempre serás mi mayor inspiración. Prometo honrar tu memoria siendo el hombre que siempre supiste que podía ser. Ya te extraño, mamá, y siempre te llevaré conmigo.
Nadie pudo aguantar las lágrimas tras las palabras de Rejo. Incluso a Zayo se le llenaron los ojos de lágrimas, aunque solo unas pocas cayeron por sus mejillas.
Zayo volvió a agarrar la pala y cubrió a Nama con arena del desierto. Se dice que de esta forma Naberis protegerá su alma en su nuevo camino. Ese momento le pareció eterno; nunca pensó que llegaría a tener que enterrar a su madre, es una de las cosas que nadie quiere pensar.
—Es hora de irnos —dijo Irei una vez que la arena ya había ocultado por completo a Nama.
El camino de vuelta a Dunaria fue parecido al de ida, protagonizado por un silencio sepulcral. Los más pequeños iban delante y los mayores detrás, aunque Rejo se encontraba un poco apartado de Irei y Zayo.
—¿Dónde está Rai? —preguntó Irei a Zayo.
—No lo sé, llevaba días buscando un antídoto.
—No seáis duros con él —dijo Irei. Zayo la miró extrañado.
—¿Por qué piensas eso?
—Rai solo intenta ayudar, y a veces, Rejo y tú lo tratáis como un estorbo.
—Él es impulsivo y cabezota —respondió Zayo.
—Yo recuerdo que Nama me decía eso mismo de ti —replicó la chica dejando escapar una pequeña sonrisa—. Puede que Rai se equivoque a menudo, pero sabes que siempre estará a tu lado.
Zayo apreciaba las grandes murallas de arenisca de Dunaria. Sus calles eran alocadas y por momentos laberínticas. Al llegar a Arena Mojada, esto cambiaba drásticamente: las calles ya no eran laberínticas, sino desastrosas. La arena en este lugar era más oscura y sucia. La vida en general parecía más triste solo por una calle de diferencia.
Cuando Zayo giró la esquina para llegar a la casa, se encontró con una escena que no esperaba. Su hermano, Raikin, se encontraba de rodillas y encadenado mientras soldados con el estandarte Cimarro lo abofeteaban y parecían tratar de hacer que hablara. Allí también se encontraba Heros con uno de sus matones. Era imposible distinguir si se trataba de Stuk o de Stak.
Zayo detuvo a toda la familia y los llevó a la parte trasera de la casa.
—¿Qué sucede? —preguntó Irei, confusa.
—Rai está en problemas —dijo Zayo.
—¿Qué? ¿Por qué? —preguntó Rejo.
—No lo sé —respondió Zayo—. Rejo, tú y yo vamos a ayudar a Rai —Rejo asintió con la cabeza—. Irei y el resto pasen por la ventana a la casa y escóndanse.
—No os vamos a dejar solos —dijo la chica.
—Hacedme caso, es lo que Nama hubiera mandado.
—Está bien —dijo Irei, quien le dio un beso a Zayo mientras Rejo ayudaba a los pequeños a entrar por la ventana—. Os estaremos esperando.
Zayo, consciente de la magnitud del problema, no fue capaz de contestar a Irei. No le quitó ojo de encima a la chica hasta que esta se esfumó por la ventana.
—¿Qué es lo que has visto? —preguntó Rejo.
—Rai está rodeado de guardias Cimarro. Creo que Heros nos ha vendido.
—Maldita rata —dijo Rejo con rabia—. Se suponía que él cuidaba de la gente de Arena Mojada.
—Se lucra de ellos —respondió Zayo, que de verdad conocía cómo era Heros.
El mayor agarró la pala, la partió por la mitad y le entregó la parte del pomo a su hermano.
—¿De verdad vamos a hacer esto? —preguntó Rejo.
—¿Se te ocurre algo mejor?
Ambos salieron a la vez, tratando de crear caos para intentar dar tiempo a Rai de salir corriendo. Lo que los muchachos no eran conscientes era de que las cadenas de Rai, que unían sus manos, llegaban hasta el caballo de uno de los guardias, por lo que su hermano no podía escapar de ninguna manera.
Los guardias desenvainaron sus espadas frente a las amenazas de los chicos, quienes ya sabían que no había vuelta atrás y que su plan era un auténtico desastre, marcado por la impulsividad.
—Soltad eso o le cortamos la garganta a este aquí mismo —exclamó el guardia más cercano a Raikin.
—Mierda —susurró Zayo—. Suéltalo, Rejo, se acabó.
Zayo y Rejo soltaron cada uno su trozo de pala sobre la arena, levantaron las manos y unos guardias les pusieron cadenas al igual que a Rai. También los hicieron arrodillarse al lado de su hermano.Zayo quedó en el medio de Rejo y Rai. Cuando miró al menor, pudo ver que se encontraba conmocionado por los golpes; tenía toda la boca llena de sangre y parecía estar a punto de perder la consciencia. Rejo, por su parte, se mantenía serio observando a los guardias. Zayo esperaba que se le ocurriera algún plan que los sacara de esa situación, pero la realidad era que se encontraban frente a cuatro guardias armados.
—Nos has vendido —reprochó Zayo a Heros—. Eres la mayor escoria que ha pisado Dunaria jamás.
—Os metisteis con la gente equivocada en el negocio equivocado, Zayo —dijo Heros, burlón—. Siempre te he dicho que no entendías este trabajo.
—¿Alguno más? —le preguntó uno de los guardias a Heros.
El corazón de Zayo se paralizó al escuchar la pregunta del guardia. El temor de que descubrieran a toda la familia tras la puerta de la casa de al lado lo devoraba por dentro.
—No —respondió Heros mientras encendía su pipa—. Estos son los muchachos de la vieja Nama.
Zayo notó cómo su corazón volvía a latir al darse cuenta de que ni siquiera Heros era consciente de la cantidad de "hijos" que tenía Nama.
—Bien, la corona del desierto os lo agradece —dijo el guardia mientras le acercaba un gran saco que, por el sonido, Zayo dedujo que se trataba de monedas de oro—. En marcha —exclamó el guardia.
Al dar la orden, los caballos de los guardias empezaron a caminar calle arriba. Los llevaban como perros encadenados, prácticamente arrastrándolos por la arena, ante las miradas juzgadoras de la gente de a pie, esa gente a la que habían estado robando tanto en sus casas como por esas mismas calles.
El camino se volvía cada vez más empinado, ya dejaban atrás Arena Mojada, y Zayo imaginaba que los llevarían al Templo de Cristal, la fortaleza de Dunaria y hogar de los Cimarro.
El Templo de Cristal se alzaba frente a sus ojos en la parte más alta de la duna de Dunaria, una fortaleza medieval de arenisca que brillaba bajo el sol. Sus grandes cristaleras reflejaban la luz, creando un espectáculo de colores y sombras. Flanqueado por torres escalonadas que ascendían hacia el cielo, prácticamente escapaba de la vista de Zayo.
Cuando abrieron la puerta del templo, una imponente puerta de madera reforzada con hierro, entraron a un lugar con jardines y fuentes. Zayo nunca había visto tanta vegetación junta.
Por todas partes, su mirada encontraba estandartes de los Cimarro, tanto en las paredes como en los guardias e incluso tallados en columnas y suelos. En todas partes Zayo observaba ese sol radiante con rostro humano y, a su alrededor, la serpiente dorada. Además, los guardias vestían de negro y amarillo, resaltando los colores de la familia real.
Los guardias los llevaron a través del Templo de Cristal. Zayo pudo observar el salón del trono; los cristales de colores generaban un espectáculo de luces y, al fondo, pudo distinguir el gran trono de las dunas, que se alzaba imponente sobre una plataforma de mármol color arena, elevada a través de tres escalones. Su estructura básica estaba hecha de piedra caliza esculpida, rica en detalles y patrones intrincados que le recordaban a las dunas y los vientos del desierto. Solo pudo observarlo unos instantes, ya que los guardias no paraban de tirar cada vez más fuerte de las cadenas.
Entraron por un pequeño pasillo que se oscurecía, sobre todo en comparación con la sala anterior. Al final del pasillo, unas estrechas escaleras en forma de caracol los esperaban. Al bajarlas, llegaron a un lugar repleto de celdas, en su mayoría vacías; en otras se apreciaban restos de huesos y carne que ya eran propiedad de las monstruosas ratas.
Separaron a los hermanos en pisos diferentes. Zayo pudo imaginar que intentarían mantenerlos alejados para que, en caso de que trataran de interrogarlos, no pudieran planear nada a espaldas de los guardias. Sea como fuere, Zayo tenía claro que su principal estrategia sería el silencio.
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