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Día Extra II - Crossplay

PD: Encontré que esta sería una idea muy interesante de escribir un crossplay o "crossdressing" de los niños estos, puesto que, por la época vivida, mucho se tenía que intentar para pasar desapercibido, ¿Y por qué no una de estas, también? que sería básicamente vestirse de mujer, claro... jeje

Quiero dejar avisado que es un capítulo con fuerte contenido. Están bajo su propia discreción.



Las meras circunstancias los habían llevado a ambos a esos ambiguos lugares donde Ezio, en algún momento, se habría entregado a su propia remisión por duras batallas, y se dejaba llevar. Lugar era en donde solitaria y tristemente dibujaba con sus manos esos relojes de arena, sobre sus desnudas caderas, y miraba con una amargada pasión esos ojos almendrados de largas pestañas negras y carnales sonrisas.


Ahora le daba un leve escalofrío de vergüenza pensarlo, puesto que ellas ya lo sospechaban todo, al verlo pasar más tiempo con ese otro asesino.

Eran mujeres astutas, y podían oler la diferencia fácilmente entre el simple deseo, y lo más cercano al amor. Sí, ellas lo veían con gran claridad, pero de alguna u otra manera, les gustaba verlo a él de esa forma. Aun así lo estimaban... demasiado, y tal vez hasta otras fantaseaban verlos juntos.

Las muchachas de bellos e imprudentes vestidos, de colorines rostros, reían y le coqueteaban al verlo de nuevo. Cruzaban sus blancas piernas desnudas sin pudor hasta los muslos, arrastrando los volantes de sus vestidos hacia atrás. Unas con otras graciosamente apoyándose de sus hombros, y sus tacones con cordones largos y altos resonaban en el suelo. Otras se colgaban en los brazos de él, acariciaban su pecho, y jugaban con sus mechones de su frente mirándolo con ternura. Otra deliberadamente le dio un beso en la mejilla, dándole la bienvenida, para luego mirar al sirio como un siguiente objetivo... pero, oh, como querían a Ezio...

Que incomodo...

...sobre todo porque él las conocía a todas ellas y sus... virtudes.


Le lanzó una resignada mirada al sirio encogiéndose lenta y ligeramente de hombros, quien, por cierto, no había sido excluido de los objetivos plenamente seductores de las chicas. Ellas se le lanzaron encima también. Sin embargo, él veía con una extraña indiferencia a las que le tocaban el rostro, examinantes, o apretaban sus fuertes brazos con grandes sonrisas de sorpresa, y él, como si fuera la primera vez que presenciara aquel extraño suceso de aquellos vanidosos, risueños y coloridos seres, poniendo a prueba sus instintos carnales, que por extraño que fuera, parecían ser totalmente intactos.

"—Parece ser tan fuerte—".

"—Es tan apuesto, y parece ser tan valiente—".

"—Guarda la cicatrice sul suo labbro, potrebbe rubare anche un bacio...—".
(Mira la cicatriz en su labio, podría regalarle hasta un beso...)

Ronroneaban lujuriosas las chicas encaramadas a Altaïr como niñas con una nueva muñeca para su entretención, de la cual comenzarían a pelear y tirar para utilizar.

Altaïr giró lentamente su mirada a Ezio, con las chicas amontonadas sobre él como palomas cuando les tiran comida. No eran celos lo que sentía al verlo en la misma situación, pero sí un frustrante desacomodo, pues se daba cuenta en donde se encontraban.

—¿A un burdel? —, fue lo primero que dijo el hombre sarraceno con ronca voz, extendiendo sus brazos, como las chicas se le encaramaban alrededor intentando no soltarlo y haciendo fuerza con él para bajarlos, admirándolo en todo momento, ultrajándolo, haciéndolo sentir casi asfixiado. Casi sentía que le robarían sus armas, las miraba con aguda desconfianza, evitando que tocaran sobre todo sus manos. Sus ojos fueron a los del florentino, exigiendo una urgente y seria respuesta.

—"La Rosa della Virtù"—, murmuró Ezio, sonriendo amablemente a las chicas, pero notablemente un poco más incómodo, cada vez que veía que ellas tocaban más y más a Altaïr.

Rápidamente y con un delicado movimiento, se hizo un espacio entre las muchachas que lo cortejaban, y agarró el brazo del sirio para atraerlo con él y sacarlo de ahí. Con una mirada de preocupación sobre él pareció preguntarle si se encontraba bien.

Arqueó una ceja ante aquella mirada ajena del florentino, pero decidió ignorarla. Volvió a mirar a las chicas que se amontonaban entre ellas en un solo grupo, observantes a la situación de ellos dos. Sonreían pecaminosas, sabían lo que pasaba ahí, y coquetas se comenzaron a alejar, una vez que vieron a su superiora llegar. Se le revolvió ligeramente el estómago, por la turbación que le causó tanto ultraje, pero también porque él mismo ya había pasado muchas veces por ahí en tierras natales, y ya no le parecía mucho lo mismo.


—Gracias por venir, mi querido Ezio—, dijo Sor Teodora, tomando sus dos manos con un profundo respeto y cariño que sólo a él le tenía. Le hizo una reverencia posteriormente al silencioso asesino a sus espaldas, quien correspondió, y ella le dio una corta mirada, de abajo a arriba, minuciosa y examinante, y pareció simplemente asentir.

A Altaïr le causó algo de escalofríos. Los ojos de aquella mujer vestida de religiosa, metida en medio de un burdel lleno de cortesanas, como si nada, siendo ella misma, le causó cierta sensación de suspicacia. ¿O es que tal vez Altaïr dudaba mucho de muchas cosas a las que no estaba acostumbrado? Partiendo por su principal duda: ¿Qué hacían en un burdel?... ¿Sería que a Ezio... aún le gustaba frecuentarlos?

Entonces Altaïr dio dos pasos hacia atrás, y Ezio pudo notar su ligera ansiedad, y en sus ojos, la futura infamia. ¿Por qué lo miraban tanto?

Ezio lo tomó del brazo, tranquilizándolo, mirándolo a los ojos para que se mantuviera un momento más, haciéndole un calmo gesto de detención con una mano.

—Les explico—, dijo la monja con severidad en su voz, con fríos ojos puestos en ellos —dos de mis chicas han sido secuestradas, y no tengo a nadie más que a Ezio, junto con su ayuda, Messere, para ir a en su búsqueda....

Bien, el sirio pudo poner seria atención al entender que era eso lo que Ezio traía entre manos. Pero lo que seguía, ninguno de los dos estaba enterado, más que la misma monja y sus cortesanas.

—... pero es un lugar restringido, del cual se les sería imposible entrar sea por tierra o tejados, lleno de hombres armados, inmorales tratantes de personas para su explotación sexual, preparándose para embarcar.

—¿Entonces? —, mencionó Ezio, cruzándose de brazos, atento.

—La única posibilidad que tenemos, es que dos entidades con fuerza y maniobras suficientes puedan entrar por las mismas puertas... pero cortejándolos con su gracia y algún regalo.

Hubo entonces un tenue pero notable silencio en el ambiente luminoso por las velas.

Las mejillas de Ezio se tornaron de un color rosado al maquinar los engranajes de su cabeza y entender lo que la religiosa le planteaba. Sus ojos brillaron, abochornado. —Yo... eh... nosotros, no sé si podemos hacer eso...— dijo balbuceante, soltando una risa nerviosa, volteándose para mirar a un Altaïr igual de confundido, y luego a las niñas de atrás, atentas. No había nadie más que ellos, —...Somos hombres.

—Sí, así es—, dijo Sor Teodora, con una amplia y modesta sonrisa en su rostro, segura de lo que decía. —Es por eso que la misión será, que por esta vez, vayan disfrazados para poder distraerlos, y así entrar a las recámaras en donde ellas deberían encontrarse cerradas.

—¿Disfrazados?

—Lo que has escuchado, mio caro. Tenemos variedades de vestidos, y sabemos los cuales podrían quedarles bien, así que no tendrían que preocuparse...—, mencionó haciendo una imagen en su cabeza de como se verían, mirando a una esquina vacía del gran salón principal.

Entonces Ezio soltó una fuerte carcajada, entendiéndolo todo, sintiendo una ligera adrenalina recorrer su cuerpo, tan sarcástica como gustosa, pensándolo una y otra vez... quizás, podría funcionar.

Entonces se volteó a Altaïr para ver qué decía, pero por su parte no pareció recibir muy bien el mensaje. Con grandes ojos, negaba su cabeza dándose cuenta de la situación. —No.... No. No—, repetía una y otra vez, dando un paso tras otro en retroceso, buscando por donde escapar. —No me vestiré... no me vestiré de mujer para algo como esto...—, y entonces, con decisión, se dio media vuelta, sin esperar nada, buscando la salida, pasando por entre las chicas con cabeza gacha y vergonzosa, casi empujándolas con un hombro.

Ezio le hizo un pequeño gesto con los dedos a la religiosa para que lo esperara un segundo, y corrió tras Altaïr de un sólo salto. Lo detuvo antes de poder alcanzar la puerta, y lo arrastró a la zona más oscura y silenciosa de la entrada, bajo aquel arqueado y ancho dintel.

—No es tan mala idea...—, susurró Ezio, mientras el sirio negaba con la cabeza, exasperado.

—¿Es una broma, Auditore? ¿Crees que soy un bufón o algo por el estilo? Yo no me presto para este tipo de estupideces—. Gruñó con agresividad, mirándolo fieramente a los ojos.

—¡Lo sé! Yo sé que tu no eres del tipo que hace esas cosa, ¡Yo tampoco! Pero tengo un serio pacto con Sor Teodora, sus muchachas nos protegen en las calles, alejan a los guardias, ellas me han ayudado mucho con eso, y se los debo...

—Auditore, tus asuntos no me incum-...

Ezio tapó su boca con una mano, ladeando levemente su cabeza, apegando más su cuerpo a él, ahora una mano en cintura ajena seductoramente bajaba, y mirando de reojo hacia atrás para ver que nadie viniese. De cualquier forma, estaban todas distraídas, había más gente en ese sector que ellos, pero nadie los vería. —Además...—, susurró más bajo, ahora casi en su oído, —... imagínate como te verías, sería una sorpresa para mí... yo podría quitarte ese vestido con mis propias manos después si quieres, pasarlas por debajo de esos refajos sería de todo mi agrado, tal vez besaría desde tu cuello, hasta...

Pero el sirio se liberó de su prisión, mirándolo con severidad a los ojos. —¿Estás loco? ¿Eres un fetichista acaso? ¿Tienes algún trastorno?

Pero Ezio sólo le sonrió con maldad y sus ojos brillaron, su voz se había vuelto lenta y con un toque bastante provocador. —Dependería de lo que tú me pidieras, o como yo te viera a ti...

Altaïr contrajo sus expresiones de forma aversiva, él no lo era, pero antes de poder hacer cualquier cosa, Ezio volvió a retomar su compostura de antes, esta vez, poniendo pertinazmente sus dos manos en hombros contarios, con suplicantes ojos para que pudiera escucharlo una vez más.

—Te necesito en esto, no puedo hacerlo solo. Tu eres fuerte, tienes esos brazos... brutos... con los que podrías derribarlos, eres sigiloso y astuto, planificas todo de manera perfecta y calculadora. Siempre que hacemos una misión sale bien porque tú ya la conjeturaste en tu cabeza fríamente... tu... eres perfecto en estas situaciones... ¡Hacemos un buen dúo además!

Sus miradas se mantuvieron conectadas por unos segundos, Ezio tratando de comprometerlo a su causa... el sirio tal vez buscando las verdades en sus palabras.

Para ser sinceros, a Altaïr le gustaba... no, le encantaba, que le dijeran que era bueno en lo que hacía. Lo complacía demasiado, y su orgullo se elevaba alegremente por las nubes, le gustaba elevar su pecho y sonreír presumidamente sobre eso. Internamente sonrió, sólo internamente, porque esa discusión jamás se la dejaría fácil a ese florentino...

...Pero fue hasta que Ezio resbaló suavemente sus dos manos por sus hombros, dejándolas caer en el aire, y con un triste suspiro, y finalmente dio un paso hacia atrás. Pronto lo miró resignado, una dócil mirada, una pobre mirada que pronto bajó al suelo. —Está bien si no quieres, no puedo obligarte... sería tal vez arriesgarte mucho, nos expondríamos a que nos hicieran algo más, pues sí es un lugar peligroso...

Entonces un gruñido de Altaïr lo interrumpió, y tan rápido como el florentino volvió a subir su triste mirada, se le adelantó y lo apuntó de muy, muy cerca con su dedo índice, tenebrosamente amenazante y arrebatado, culpándolo de toda su desgracia. —Solamente porque es un lugar peligroso te acompañaré, pero me las pagarás con sangre y sudor después...

Y con dichas palabras tras su intimidante mirada dorada, caminó devuelta, enojado al tumulto de chicas, que lo comenzaron a tirar como una muñeca para ir a vestir y decorar, arrastrándolo con ellas más que rápido a las habitaciones de los pisos de arriba. Parecía irritado, intentando que no lo tocaran mucho, pero no le quedaba otra opción.

Ezio tras quedar con sus mejillas rosadas por su respuesta, celebró en un susurro para él mismo, con una gran sonrisa ganadora, empuñando sus manos con fuerza, orgulloso de sí mismo. De repente, el joven muchacho tenía esa increíble capacidad de controlar las situaciones muy a su favor, fácil de convencer a quien se le cruzara por delante, hasta la más estoica estatua. Qué victorioso se sentía.


.

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—¡Un aprieto más y listo! — y la cortesana tiró con todas sus fuerzas del ultimo cordón de aquel pedazo de cuero inmejorablemente perfeccionado para que su pobre cuerpo masculino se viera más acinturado.

Y así lo hizo una vez, pero dolía y lo ahogaba demasiado. Altaïr gruñó del dolor, apoyado de un taburete forrado en terciopelo. —No... respiro, por favor—, se quejó sofocado, suplicando con su mirada a la religiosa superiora que tuviese piedad de él. El cuerpo del asesino levantino había sido más difícil de tratar con el corsé, su tórax era muy ancho y los músculos se contraían unos con otros dolorosamente, haciendo que sus costillas tuviesen que apretarse cada vez más y buscar de forma penetrante su espacio, a diferencia de Ezio.

—Así tiene que ser—, dijo solemne Sor Teodora con sus dos manos juntas.

—Dijo "Por favor", ¿sabe usted lo difícil qu-...? — No pudo terminar su burla hacia el sarraceno cuando una de las niñas también tiró cruelmente del cordón de su corsé, estrangulándolo, y él quejándose con apenas un gemido sordo por el dolor.

—Lo siento—, dijo la joven mostrándole algo de aflicción. Como hombre, lo entendía, pero debía seguir con su trabajo.


Ezio, a pesar de que su atuendo de asesino le diera un aspecto más voluptuoso y holgado, su cuerpo no era fornido ni tan lleno de músculos y fibra como lo era del de Altaïr, era tal vez, un poco más atlético y delgado. Sus espaldas sí eran bastante anchas a decir verdad, pero lo suficiente como para tapar con un vestido completo que pudiese darle un aspecto más... femenino gracias al corsé reciente y dolorosamente amarrado, con dos ropones rojos lo suficientemente amplios para disimular muy bien sus anchos hombros, de lindas líneas abiertas con bordes dorados y anchas mangas para encubrir sus brazos, y sin duda con un cuello de camisa suficientemente cómodo y pudiente para que le diera un aspecto más fino a su cuello de finas flores bordadas en seda blanca. Su cabello sería recogido, y trenzado por arriba como una corona de laureles hechos por las chicas, felices de poder experimentar con él, para finalmente colocar un bello tocado francés. Empolvarían su rostro para darle una ligera palidez, pintarían con un color ligero sus labios y verían como encrespar sus largas pestañas.

Para ellas era maravilloso hacer eso, porque extrañamente, la mayoría de los hombres siempre han tenido pestañas más largas que las de las mujeres, lo que hacía el trabajo más entretenido.

—Espera... ¿Maquillarme? Oh, no, en eso no...

—Tu aspecto tiene que ser elegantemente femenino, Auditore. ¿Cómo si no es de esa forma, crees que aquellos hombres los aceptarán?

—Mire, usted y las chicas pueden hacer lo que quieran conmigo, pedirme absolutamente todo y con gusto las ayudaré, pero el maquillaje no era parte del trato en un principio—, dijo rígidamente en su estrecho vestido cruzándose de brazos incómodamente con las holgadas mangas de diferentes brocados, una vez que hubiese colocado sus dos hojas ocultas en ambos antebrazos, mientras una de las muchachas le ponía una faja bordada en oro con una delicada escárpela por su ahora un poco más pequeña cintura.

A decir verdad, ambos iban armados de sigilosa manera. Los hombres no sospecharían de dos pobres damas.

El sirio lo miró de soslayo, riéndose levemente al verlo en esa posición de desacuerdo y con ese, para él, absurdo vestido, mientras dos de las niñas decidían si colocarle lo mismo que al florentino, o una saya completa. Finalmente, se decidieron por las sayas, viendo si el dorado con negro le quedaría mejor, o tal vez algo más anaranjado y café con unas simples lindas joyas, algo que pudiese tapar su cuerpo masculino por completo, hasta el cuello con una pequeña gorguera. Finalmente, para tapar su cabello, a partir de su frente colocarían un tocado sobre un velo blanco que pasara por debajo de sus mandíbulas y tapara su mentón varonil. Perfecto.

Con la mirada del asesino levantino sobre la de él, aquella crítica que lo perturbaba y acriminaba, además, se daba cuenta que no podía jugar sucio y debía aceptar las mismas reglas impuestas.


Fueron fáciles de pintar, y la mayor parte de entretención para las cortesanas, sentadas en los sillones, jugando con formas y delineados con pinturas sobre los rostros de los asesinos, quienes se mantenían obedientemente sentados también, delante de ellas en un taburete. Sus labios retocados, y caras pulcramente afeitadas, tratadas con ungüentos cremosos y polvitos colorados que ayudaban mucho más a darles un refinado aspecto. Las niñas celebraban, y sus ojos infantilmente también sonreían, mirándose divertidas entre ellas.

Que felices que estaban de poder intentarlo con ellos.

Puesto que, para las mujeres, el maquillaje no era muy bien visto en las calles.

Por el lado de ambos asesinos, no mucho les agradaba. Ambos rostros estaban algo amohinados, quizás más el del sarraceno. No se veían extremadamente maquillados, eso sólo los haría ver peor, pero las muchachas sí tenían talento para ese trabajo, y para lograr darles un buen y fino toque a sus rostros como para ir y pasar desapercibidos delante de esos hombres. Disgustado, el sarraceno lamió sus labios y sintió el sabor a flores en ellos a pesar de que, al verse en el primoroso espejo de la habitación del burdel, no parecían ser más que un retoque de un color un poco más claro que sus labios originales. Sus ojos estaban ligeramente delineados con un color café, dándole un aspecto más rasgados y claros. Qué asco.

—Yo me gusto bastante—, dijo Ezio ahora delante del espejo, mirándose con regocijo, dándose una vuelta y otra, las niñas le ofrecían más espejos, y él les agradecía con cordialidad. —No me veo nada mal. Hicieron muy buen trabajo, bellezas.

Cabe mencionar que para que se vieran más naturales, colocaron dos ligeros rellenos en la zona del pecho, cosa que los hiciera ver con un poquito más volumen. Ezio se tocaba esas partes, apretándoselas y levantándoselas, poniéndose de un lado y de otro delante del espejo.

Ridículo—, pensaba Altaïr mirándolo con hastío. Sinceramente, eso le daba vergüenza ajena.

Francamente, no se parecían a los buscados asesinos de Venecia, aquellos fieros y robustos hombres.

Habían ahí dos mujeres de una estatura promediamente alta, delicadamente tapadas de cuerpo completo en bellos bordados, vestidos bien labrados y lindos colores. Pechos epicúreos y cinturas curvas por un doloroso corsé que difícilmente les dejaba caminar.

Se volteó para mirar a Altaïr, y de forma delicada, para no arruinar su nuevo disfraz, se acercó a él lo suficiente para no ser muy escuchado. —Tu también te ves muy bien. Me gusta—, para finalizar por darle una larga y cariñosa mirada.

Altaïr sólo frunció más su seño con un tremendo disgusto que recorrió todo su cuerpo, desencajó su mandíbula, abriendo ligeramente la boca, para luego pasar su lengua por detrás de sus dientes inferiores, sintiéndose un cascarrabias. Sentía que golpearía a alguien ahí dentro. Tal vez a Ezio, si es que no lo provocaba.

—¡Quedaron perfectas! —, celebró apacible la religiosa.

Ezio le hizo una cordial pero divertida reverencia. Parecía estar de humor, que eran cortos esos periodos, por cierto, o tal vez le gustaba la idea de los disfraces de repente. Nada podría salir mal.

— "Perfectos"—, gruñó el sirio corrigiéndola irritante fastidio que intentaba contener, apretando fuertemente sus puños. Aun no lograba entender esas extrañas costumbres de los italianos y sus extravagancias, que no era la primera vez que las veía.


.

.

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Fueron llevados en una carroza hasta unos metros más lejos del lugar. En el camino, Altaïr planeó todos los movimientos que harían, acorde a lo que Sor Teodora les había hecho hincapié. Llegarían con un regalo para el tratante, sólo eso, tal vez decir que venían de parte de algún Dogo, para sonar creíble. Al momento de hacer espera en la sala del mercante, una vez que las hicieran pasar, Ezio sería quien dialogaría con él pues podría disimular un poco más su voz, Altaïr, por tanto, evitaría un poco más hablar. Finalmente, Ezio pediría el permiso para ir a la sala de baños, y si suertudamente no era acompañado, buscaría las recámaras en donde se encontraran las muchachas secuestradas. Altaïr, así pues, tendría el trabajo de, silenciosamente, y sin mirar mucho, mantenerse con cabeza gacha para mostrarle respeto, solamente hasta que Ezio llegara. Sería rápido.

No sonaba un plan tan descabellado, pero sí bastante arriesgado, y por lo demás, raro. Pero no les quedaba otra opción, tenía que ser lo suficientemente raro y arriesgado para poder proceder y acabar con esa misión.

El arrebol se hacía notar de a poco en los cielos, y las nubes eran sangrientamente iluminadas por la puesta del sol, como si anunciara que la misión estaba por comenzar, y les daba una vez más la oportunidad de proceder. Los hombres armados a las afueras de la gran casona las miraron de arriba a abajo una vez que estuvieron delante de ellos, con gravedad.

Ezio pareció ponerse ligeramente nervioso, con el pequeño obsequio en sus manos, pero pudo soltar voz y no dejarse intimidar con el miedo a que los pillaran. A decir verdad, eran muchísimos hombres armados por todos sus alrededores. De ser encontrados, sería muy difícil escapar con esos incómodos vestidos puestos. —Nosotros...— rápidamente carraspeó su voz, volviéndola un poco más suave y delicada, un tono un poco más agudo que le ayudara a amenizarla. —Nosotras venimos con un obsequio para Niccolo Tuğrul, antes de que emprenda su largo viaje desde las lejanas tierras de Venecia, en agradecimiento... de los mercados de Rialto, por su mercadería. Somos... familiares del gran pintor Giovanni Bellini, y traemos un obsequio de su parte en agradecimiento.

Eso había sido una invención momentánea de su cabeza. Cualquier cosa podría fallar.

Sabía todos esos detalles de sus mercancías a los puertos, pero no todos sabían de este complot el cual confirmaba que era un depravado tratante de blancas oculto, como su ilegal segunda profesión, para hacer lo que quisieran con ellas, y prontamente también su esclavitud, para venderlas totalmente usadas ya. No merecían eso.

Uno de los hombres, con un aspecto robusto y áspero, más una cicatriz maltratada que cruzaba su rostro, miró con recelo a las dos "mujeres". Altaïr lo había mirado de reojo, y como se esperaba, no desvió su mirada. Él era amenazante, sabía que si no se hacían las cosas como él quería, se terminarían haciendo las cosas como él quería, de igual forma. Esto era terrible. Sus aspectos eran raros y terribles.

No era el pensar que ellos necesitaban para su misión de todas formas, con miradas amenazantes y todo eso, pero salieron bien las convincentes palabras de Ezio, y después de una dudosa conversación entre ambos piratas armados, sin siquiera tener que examinarlas físicamente... porque eran serias familiares del reconocido artista Giovanni Bellini, las dejaron entrar.


Fueron escoltadas todo el camino por un pasillo angosto de suelo madoroso y un hostigarte olor a húmedo. Parecía ser simplemente el lugar en donde desembarcaban sus cosas, hacían sus clandestinidades como zona de refugio y luego se iban. ¿Pero cómo no le interesaría a un mercader... y tratante de blancas, un regalo de un, de verdad, aprobado socialmente artista veneciano?

Todo podía salir bien... o mal.

Ellos pidieron por favor no usar tacones a las mujeres en el burdel, ni aunque fueran de esos pequeños zapatos de mujeres para caminar, entorpecería mucho más la misión de lo que ya lo hacían esos vestidos. Sus pies descalzos sonaban como chapuzones sobre el agua una vez que pasaron a una zona estampada en baldosas. No era muy grande. Había un sucio y maltratado candelabro a sus cabezas, con cinco velas prendidas. Alrededor de la sala parecía estar a medio construir, a cada lado de la pared, con altas vigas de madera conectadas unas con otras.

Ambos ojos analíticos del lugar observaban cada punto que les sirviera para escapar, en caso de que hubiese algún problema, pero finalmente, los rodaron hacia delante de su fin del camino. Delante de ellas, estaba un hombre que parecía tener bastante dinero entre las joyas de sus manos y cuello, con dedos tamboriliantes en la mesa de madera, de forma impaciente, y en su cabeza, un exagerado turbante blanco con rojo, como si trabajara arduamente en la parte administrativa, tal vez. Pero era el cabecilla, el líder, el ilegal mercante turco-veneciano, ese tal Tuğrul. Ojos pequeños y de color, nariz romana, y cara con una barba magullada, pero de un parecer muy acomodado.

Lo peor de todo es que su entidad era real, las de ellas dos, para nada.

Las puertas se cerraron tras ellas, sin darse cuenta siquiera que habían puertas. Eran pesadas y por tanto, gracias a la humedad del lugar, rechinaron con dolor.

Se sintieron por un momento, atrapados.

Sí, atrapados.


—Así que familiares de Giovanni Bellini...—, dijo de voz ronca y resonante en la sala, quizás bastante socarrona para hablar con seriedad. Se levantó de su asiento lentamente, estirando los dedos en su escritorio, y empujando pesadamente su silla hacia atrás, con una mirada profunda y examinante en ambas. Sonrió ladinamente, soltando una risa algo irónica. Su cuerpo era grande, sus espaldas y brazos anchos, un sólo puñetazo de él los noquearía.

Altaïr tomó aire, intentando llenarse de seguridad, apretando ligeramente el pequeño baúl que ahora estaba en sus manos, pero Ezio fue quien más se le notó el nerviosismo. Una pequeña perla de sudor resbalaba de la zona lateral de su cabello, como a la vez tragaba saliva sonoramente, apretando sus manos una con otras, bien tomadas. Quizás hacía demasiado calor con vestido tan apretado, y la forma de poder actuar, no ayudaba mucho.

El hombre caminó a un paso lento hasta ellas, sus ojos críticos las observaba con detención, viendo sus formas, si es que realmente eran familiares de Bellini, tal vez. Era capaz de dudar de todo, a esas alturas.

—Que muchachas más silenciosas, bien les habrán enseñado, debida educación.

¿Sospechaba? Y era que, de otra forma, no podrían hablar. Usar lo mínimo que pudiesen la voz era lo más acertado. Pero sí, habían de intercambiar unas cuantas palabras para poder entablar la confianza merecedora de familiar importante femenino, a tratante de blancas.

—De parte de nuestro... tío—, titubeó encadenando una mentira tras otra Ezio en su cabeza, trabajando a mil por hora, luego aclarando y agudizando su voz. Sonaba grave, pero no tan mal. Podía hacerlo. —Hemos traído este obsequio de parte de él, gracias a su trabajo en Venecia.

—Ah, ¿Sí? Me honra bastante—, habló con gusto en su grave voz, sin dejar de mirar a Ezio, en vez de ponerle atención al objeto, ¿Y tal vez su vestido?, mientras era Altaïr quien, solemne y de cabeza gacha se lo ofrecía para que lo tomara, con un gesto un poco impaciente.

Sí, él estaba incómodo con que lo mirara. Bastante, y solamente bajaba su mirada. No estaba acostumbrado a eso. —Espero le complazca lo suficiente, Messere. Nosotras también tuvimos la misión de escogerlo, especialmente... para usted.

Y con esas últimas palabras, Ezio estableció sus ojos de color marrón claro en los del mercader, que pareció estremecerlo. ¿Debía usar ese tipo de persuasión?

Fue Altaïr quien se dio cuenta de la situación, mirando de reojo. Podría salir mal. Tenía que Ezio decirle ya. Le hizo un leve gesto con los ojos para que se apurara y dejara de hacer estupideces.

Entonces, el florentino se irguió por completo, y habló. —Signore Tuğrul, me gustaría consultarle si existe la posibilidad de que... me permita ir a las recamaras de baño para poder limpiar mis manos, ha sido un arduo recorrido.

El turco la observó minuciosamente, una mirada larga y severa, de arriba a abajo, quizás hasta las últimas joyas falsas que podría llevar en sí, o la forma en la que se estructuraba su cuello que daba un aspecto fino gracias el maquillaje, o tal vez su cara rectangular, tan fácil de tratar, haciendo que el mismo florentino se estremeciera, sintiendo que todo saldría mal. Estaba colocando en posición su mano para activar la hoja oculta bajo la holgada manga de seda, con el corazón rugiendo sangre. ¿Lo estaría notando?

—¿Es inexcusable para su urgencia? Pues, lamentablemente no tenemos recámaras de baño, pero podría ofrecerle otra cosa...—, era hábil con cada palabra que empleaba, de boca limpia, pero de manos sucias. Le ofreció a cambio una perspicaz sonrisa.

¿Estaba intentando... cortejarlo?

Ezio miró disimulado como espantado a Altaïr, casi pidiendo por ayuda. Era peligroso si se llegaban a enterar sin poder sacar a las cortesanas antes, y más aún, si intentaba cualquier cosa. Seguía siendo peligroso ese tratante y explotador sexual, sólo el temerario actuar de los asesinos los podría sacar de ahí, pero debían de ser inteligentes.


—Quisiera salir a tomar aire—, mencionó con suavidad el sarraceno. Intentó sonar lo más delicado que pudo, y para eso, bajó mucho más la voz. Y para ser francos, no era mentira lo que pedía. Cada segundo que respiraba era cada segundo que su pecho se contraía con dolor gracias al corsé. No lo podía soportar, y además, los nervios lograban enormemente ahora hacer que jugaran en contra con esto.

Ezio y el turco-veneciano giraron sus miradas a la mujer de vestidos oscuros y sedas blancas en su cabeza y rostro. Su cicatriz impalpable en los labios le llamó la atención, como para querer acercarse y examinar, pero fue Ezio quien interrumpió antes de que continuara.

—Es buena idea, de otra forma, podríamos quedarnos nosotros platicando un momento más—, dijo con una apacible e inquieta sonrisa, colocando ligeramente su mano sobre sus propios labios de forma dócil, lanzándole a escondidas una mirada al sarraceno para que se fuera de una vez.

El atisbo de la mujer lo había cautivado, así que, sin más, dejó ir la otra silenciosa, pero antes, llamó a un guardia armado para que fuera escoltándola.

A ambos se les paró el corazón, como si un balde de agua cayera una vez más a sus cuerpos y los hiciera tiritar, pero debían reservarse de expresiones, no mirarse más, y acatar inexpresivos.

Los planes no podían salir más mal.


Por última vez sí, ambos hombres disfrazados se miraron a los ojos con disimulo, y fue Altaïr quien pareció hacerle saber que todo lo tenía controlado. Le ofreció al florentino que tuviera calma, fue el simple semblante en su rostro.

Después de todo, él siempre sabía lo que hacía. Siempre fue asertivo y bueno escapando de situaciones difíciles, y esta no sería la excepción, pero podía ser lo suficientemente sincero para decir que sí estaría preocupado por Ezio dejándolo solo.


Fue entonces que mientras iba saliendo, Ezio, asegurándose que habían cerrado las puertas ya, giró su mirada al turco nuevamente, regalándole una ilusoria sonrisa, tomando algo de distancia, engañosa y seductora.




Fue bastante extraña la situación para el sarraceno. Eso de tener paciencia para hacer cosas como estas no era lo suyo. Iban bastante lento y esto lo exasperaba. ¿En algún momento aquel fornido hombre de a sus espaldas que lo escoltaba lo dejaría tomar el aire que necesitaba? Solamente la seguía, casi respirándole en la oreja. Neurótico por dentro, y ya siendo incapaz de aguantar mucho más, susurró. —Quiero mi espacio.

—No—, gruñó el hombre bruto, acercándose más, empuñando con una rigidez su maza en sus grandes y callosas manos. —Tú no eres mujer. ¿Crees que soy idiota?

Por un segundo, el cuerpo de Altaïr se había paralizado, con grandes ojos mirando a la nada, intentando maquinar qué hacer. El hecho de haber sido descubierto lo alteró rápidamente, puesto que las ordenes habían sido intentar no matar a nadie.

Así que por eso lo había llevado a un lugar lejano. Para matarlo.

Sin pensarlo más, Altaïr con viveza se giró, jamás esperándoselo y de un segundo a otro, el bruto había caído al suelo, con la sangre borbotando por su cuello cortado, y sus pobres pulmones tragando la sangre con tortura, hasta no poder respirar más.

El sirio lo miró con asco, como su chuchilla sangraba cruel mente, goteando al suelo, para luego de unos segundos, volverla a guardar en su antebrazo. Esperó hasta que muriera, para poder soltar un profundo suspiro de alivio, para poder retomar el aliento y erguirse.

Una vez que se recompuso, y con un impacientado movimiento, intentó buscar los botones con sus manos tras sus propias espaldas, para poder quitarse parte del vestido y desabrochar el corsé, estaba desesperado, no lo soportaba, le picaba la espalda, y además le apretaba tanto que pronto por la asfixia le causaría una crisis de pánico. Gruñía irritado, con sus esfuerzos en vano. Estaba vestido tan rígidamente, que le era imposible alcanzar más.

Jadeó agotado, apoyándose contra la pared de a su lado, intentando poder recobrar una vez más el aliento.

Pronto se le vino a la cabeza, nuevamente, del cómo se encontraba vestido actualmente, y un tic se le formó en el ojo. Con un rabioso movimiento se quitó el ridículo velo y cinta blanca que llevaba en su cabeza y lo lanzó al suelo. Lo odiaba tanto, hacía que sus dedos se crisparan y quisiera pisarlo violentamente en el suelo una y otra vez, pero antes de poder hacerlo, su cerebro maquinó volviendo a la realidad, irguiendo su cabeza. Miró en la dirección por la que había venido. Debía apurarse, Ezio estaba solo haciendo el rol de mujer aún con un corrompido mentalmente, y debía sacarlo de ahí. Una vez que tomó la maza del bruto de bárbaros ropajes para armarse, comenzó a correr por el pasillo para buscar una recamara tras otra a por las cortesanas secuestradas, pues estaba en la zona exacta para encontrarlas.


Cada pasillo se volvía más oscuro a medida que iba caminando, solamente iluminado por velas a medio derretir en las cornisas de las paredes y sus pies resonando descalzos por la madera rechinante del suelo, era tan vacío que parecía hacer eco. Ya era de noche, y de por sí, era un lugar al que poca luz le entraba, así que no era imposible de imaginar que cada vez era un poco más turbia la situación y el lugar. Había momentos en los que escuchaba hombres hablar a lo lejos, tenía que esconderse en la pared para que ambos pasaran caminando por un pasillo lateral. Era lo más cercano a un laberinto, pero continuó por donde las velas le guiaban, recto.

Por fin pudo ver pares de puertas cerradas de las recamaras, como celdas de un calabozo. Abrió la primera rápidamente, vislumbrando en la oscuridad si había alguien, que, para su poca suerte, no era así. Continuó a la siguiente puerta, pero estaba cerrada con llave. Con un movimiento arrebatado y no menos, impaciente y enojado, soltó la cerradura y descansó su espalda en contra de la puerta, apoyando la maza en el suelo. Suspiró, dándose el ánimo de continuar, debía de hacerlo.

Cerró los ojos entonces, respirando con calma, tratando de concentrarse, como si se tratara de una religiosa meditación. Él podía ver más allá, más que todo eso. Lugar que se veía más claro, era lo primero... la visión de águila le ayudaba, dentro de la habitación no había nada, sólo una cama sucia y un escritorio, pero en la siguiente, que estaba bloqueada también, porque la cerradura brillaba con más fuerza por la presión, habían dos personas abrazadas y sentadas en una cama, de un aura amarillento, algo azul, tenían miedo, por eso brillaban más, pero no podía ver las formas exactas. ¿Serían ellas?

Abrió los ojos cuales brillaron con la primera vela delante de la cornisa, recobrando su propia conciencia. Caminó rápido hasta la siguiente puerta, e intentó de todas formas mover bruscamente la cerradura, y pronto oyó una voz luego de dos temerosos gemidos.

—¿Quién está ahí?

Preguntó una aguda y joven voz femenina. Estaban asustadas, de seguro eran ellas.

—Vengo a sacarlas de aquí—, dijo la ronca voz de Altaïr, lo más cercano a la puerta, después de haber mirado hacia sus dos lados, verificando de que nadie estuviera ahí.

—No hay forma, la puerta está con llave, debes conseguirla—. Dijo afligida una de las voces.


Altaïr no estaba con la paciencia suficiente para ir a buscar una puta llave. Debía ir por Ezio cuanto antes. Tomó distancia, y se lanzó hacia la puerta golpeándola potentemente con su hombro, soltando un feroz rugido. Algo crujió, pero no fue suficiente. Tomó la misma distancia, y flectando su rodilla le dio una fuerte patada, pero eso fue más difícil que la primera, pues no llevaba ni botas puestas. Estaba complicado. Rápidamente tomó la pesada maza sin mirar a ningún lado más, y con todas sus fuerzas la elevó en el aire, para dejarla caer brutalmente en la cerradura, desviándola y crujiendo más la puerta. Una vez más lo hizo gruñendo con fuerza, hasta romperla y esta caer estruendosa en el suelo. Abrió la puerta con su hombro una vez más, y al dejarse entrar, las dos muchachas ahí dieron un salto de impresión al verlo, tragándose un gemido. Estaban solamente vestidas con ropa interior, sucias y despeinadas, dándose calor entre ellas. Seguramente esos hombres ya les habrían hecho algo horrendo, y por eso las debía sacar de ahí.

Altaïr sólo había desviado la mirada a un lado al verlas así, por respeto, nervioso. Ellas por su lado no lo juzgaron por las ropas que llevaba, pero a una de ellas sí le sonrojó un poco al verlo de la forma en la que iba, de rostro masculino y cabello castaño corto, con un cuerpo acinturado por un incómodo corsé bajo un elegante vestido que llegaba hasta su pobre cuello, y sí, él lo notó, irritándolo un poco más. —¡Levántense, vístanse y vámonos! — bramó el asesino con autoridad en su voz, impacientado, pero sin mirarlas hasta que estuvieran listas en brevedad.


Salieron sin mucha complicación, siendo tan atentos como cuidadosos en todos sus pasos para no ser detectados por los tratantes, pues sería mucho más difícil protegerlas. Afortunadamente, pudieron salir por la parte trasera del lugar, donde sólo se encontraban dos de los tipos de los cuales Altaïr pudo de darles baja con rapidez. En la oscuridad les indicó que subieran a la carroza más cercana que se encontraba al lado del puesto de venta de artes, lo suficiente solitario del lugar les ayudaría a darse cuenta.

—Muchas gracias signore, estamos muy agradecidas por su ayuda.

Dijeron a penas podían huir a su destino indicado, y él sólo les asintió estoicamente con la cabeza antes de girarse y observar con decisión las nuevas penumbras a las que adentrarse, pero estaba totalmente determinado a hacerlo, así que emprendió rápidamente su carrera para sacarlo de ahí.




Le había ofrecido una taza de café, pero Ezio se lo había negado sutilmente, propio de su papel en esta escena. Él ya había probado en una oportunidad el café, y lo había encontrado demasiado amargo, muy malo; pero por sobre todo, se le había pasado por la cabeza que alguna sustancia letal podría tener, y era mejor de desistirlo aunque por corteza tuviera que hacerlo.

—No es propio de las chicas tomar café—, había susurrado, caminando por al lado del escritorio del mercante, dándole una mirada provocativa, y a la vez, mirando con cautela los papeles sobre este y si de algo servía vislumbrar sus palabras.

—Me sorprende que aun siendo familiar de Bellini no tengan la facultad de probarlo, puesto que... para él deben de ser bastante importantes—. Y esas últimas palabras en él sonaron demasiado tenebrosas al momento de encaminarse a ella con suavidad y tal vez hasta galante. Sin embargo, Ezio se quedó en su posición, dejando poner su mirada fija y seria en él. ¿Era enserio que no fuera capaz de notar que era un hombre aún? Suponía que podría haber salido bien la misión después de todo, pero también por otra parte muy interna de él había esperado que en algún momento sucediera algún error abismal para no tener que llegar a esto. Tenía que esperar a Altaïr, y saber que los hombres del comerciante no estuvieran tras las puertas para poder asesinarlo, de otra forma, no le quedaba otra opción.


—¿Qué pretende? —, cuestionó, con una sonrisa tan nerviosa tratando de mantener la compostura, intentando tomar algo de distancia del hombre que se le acercaba con seguras indecentes intenciones, comenzando a respirar con un poco de irregularidad, lo que le hacía recalcar más su pecho con el ligero relleno y el corsé.

—Aprovechar tal vez la instancia con la familiar de Bellini como agradecimiento—, y esta vez, tomó ahora su muñeca con una mano fuerte, tirando tajante para atraerla a él.

Pero Ezio se resistió, cambiando por completo su semblante, sintiéndose por primera vez en su vida vulnerable ante algo como esto. Sus ojos, que rodaban entre su brazo aprisionado, intentado apartarse, y el deseo inminente del turco en sus ojos, sólo hacían que pidiera más piedad, o algo más de tiempo. No podía usar la fuerza en esto, se notaría, llamaría a los guardias, vendrían en masa, y sería imposible de escapar. Necesitaría un milagro, o que Altaïr de verdad se apurara.

—P-Pero tal vez...— balbuceó Ezio con inquietud. —... deba pedirles a los guardias de afuera que se retiren. De otra forma...— y con dificultad, pero sólo para poder hacer que funcionara bien el plan, le susurró fingiendo timidez, pero era sólo que cada vez estaba más incómodo. —...podrían escuchar.

El mercante entonces agarró a Ezio de la cintura del corsé intentando jalarlo con malas intenciones, para poder probar del familiar de Bellini. Su cuerpo se congeló por completo, sentía que no podía moverse, y sus pulmones eran los únicos que podían respirar con alteración, exhalando sonoramente, apartando su cara lo más posible de aquel hombre, y de ese olor amargo que no podría sentir nuevamente en su vida. Nunca había pasado por eso antes, y nunca pensó que podría hacerlo. Lo que él podía hacer con Altaïr era exclusivo, solamente de ellos dos, como seres monógamos escondidos de la sociedad, pero no esto. Su cuerpo tiritaba al sentir los fuertes dedos penetrar el cuero del corsé de su cintura, tirando de él, sintiendo su aliento más cerca.

No lo pudo soportar más. —¡Quítate, merda! —, gruñó gravemente en su ímpetu de liberarse, dándole torpemente un golpe con su mano, olvidando que tenía que adecuarse a su papel de mujer con su voz. Ya no le serviría de más.

Pero, de alguna u otra forma, el florentino se dio cuenta que el traficante ya lo sabía todo, porque no le prestó importancia a su voz masculina, ni a su golpe propio de un hombre. A cambio, sólo le dio un puñetazo que casi le dio vuelta la cabeza, y con su nariz sangrando, lo agarró del cuello y golpeó su cabeza contra la mesa delante de ellos. Apretaba cada vez más fuerte su cuello, causándole dolor cada vez más intenso, justo sobre sus nervios, lo que bloqueaba su cuerpo con un fuerte espasmo de hacer cualquier acción, y sin asco de hacerlo, el tratante se había puesto tras de él, aplastándolo con su cuerpo y todo su peso encima de él, riendo deliberadamente.

—Sí, lo he hecho antes, como a esas prostitutas, y no tendría miedo de poner al asesino de Venecia en su lugar—, le susurró el pirata en su oído con burla, mientras levantaba impúdico las faldas del ahora descubierto hombre.

¡Sal de encima, ti ucciderò, figlio di puttana!
(¡Te voy a matar, hijo de puta!)

Gritaba una y otra vez exacerbado, usando todas las fuerzas que pudiera en quistarse de ahí, pero se le hacía imposible, cada vez que lo hacía, su cuello le dolía más y lo obligaba a quedarse ahí. Lo asfixiaba tanto que su voz a penas salía, tanto por el peso, como por la mano sobre su nuca que apretaba dolorosamente ya. Llevó agresivamente su mano sobre la del hombre más grande en su cuello, e intentó agarrarla para sacarla de encima, pero a cambio, el otro hombre sólo la atrapó para aprisionarla sobre la mesa desde su muñeca, sin permitirle ningún tipo de movilidad.

—Tranquilo, asesino—. musitó a su oído peligrosamente. Su cuerpo estaba demasiado caliente, lo asfixiaba aún más. —Costó reconocer que eran ustedes, y por supuesto que ya deben de haber asesinado a tu... amigo. Mientras que yo me encargaré de ti, y podré darte una lección como a esas sucias hembras.

No, no. No podía. Su cabeza daba vueltas y vueltas, su corazón latía adrenalínicamente. Jadeaba agitado, gemía intentando sacárselo de encima. Ese ridículo tocado de mujer que tuvo que llevar en su cabeza había caído al suelo ante sus movimientos de desesperación, y su cabello ahora se había soltado y desordenado, sudando, pidiéndole casi a llantos que lo dejara ir, que no le hiciera eso. No podría aguantar jamás a otro hombre sobre él, y eso cada vez lo aterraba más y más. Le rompía con fuerza los botones de su vestido, lo abría y caía por sus hombros. El aire era tan caliente, le faltaba aire, el explotador lo tocaba cada vez más y más, era tan desagradable, tan doloroso. Lo quebrantaba, se sentía trasgredido y su cuerpo no se podía mover, sus músculos se marcaban y contraían a cada inútil movimiento, manchaba la mesa y los papeles con sangre. Todo era tan bizarro. ¿Cómo es que iba a terminar así? ¿Cómo? Sus ojos se llenaron de lágrimas.


Altaïr llegó al lugar desde arriba para evitar a todos los guardias que se pudiese topar en el camino, y se dejó caer en las vigas de construcción de la sala, justo por arriba de ese escritorio administrativo. Con solo vislumbrar la situación, sus ojos se aterrorizaron al ver horrible escenario que se le presentaba ante él. Ezio lo insultaba de las formas más insolentes y groseras para que lo soltara, oponiendo todas sus resistencias que cada vez más débiles. Una corriente eléctrica corrió por el cuerpo de Altaïr, el explotador sexual estaba cruelmente intentando traspasar los límites del asesino florentino, de hacerle daño de la peor manera que alguien pudiese hacerle a otra persona. ¿Por qué se habían metido en esto?


El rostro de Altaïr se trasformó, sus ahora grandes ojos ocres brillaron con ira ante tenebroso e inexpresivo rostro que lo caracterizaba cada vez que una situación de gran magnitud lo palpaba. Como cual felino equilibrándose en un barandal, lo hizo el sarraceno con agilidad sobre la viga hasta dejarse caer asertivamente tras el turco, quien, antes de poderse dar la vuelta, fue Altaïr quien lo agarró del cuello y lo tiró con una fuerza sobrenatural a la pared de atrás de sus espaldas.

Caminó, con su inexpresivo rostro, pero iracundos y bien abiertos ojos, hasta aquel el repulsivo hombre que se intentaba levantar del suelo para defenderse, pero fue impedido con una violenta patada que le dio en la cabeza, dejándolo atontado.


Era Altaïr más que nadie quien parecía estar fuera de sí ahora. Sus ojos irascibles, y su nariz arrugada con un furioso ceño fruncido ahora, indicaba de sobremanera que lo que quería era que muriera con el mayor dolor posible, y así cumplió su deseo. Se agachó hasta el hombre mal herido sentado contra la pared, y activando su hoja oculta, la fue enterrando, silencioso por su garganta hacia arriba, con la sangre esparciéndose ardorosamente por su cuello, mirándolo a los ojos, y aquel mercante, viendo al diablo delante de él, sin vergüenza a pedirle piedad para que tal vez lo matara de una sola vez.

Pero no.

Altaïr no tuvo piedad, y con su fría crueldad hizo que su hoja llegara hasta donde no pudiera topar dentro de él, que delirara del dolor aún vivo, que sintiera lo que él les hacía a otras personas. El tratante de blancas no pudo más, y fue tal vez el brutal dolor, o la sangre que se esparció necesariamente, lo que lo terminó matando.


Luego de unos minutos tal vez, suavemente retiró su hoja de la garganta ajena, y sin querer siquiera cerrar los ojos del inmundo ser, se levantó del suelo, y se giró a Ezio. Su semblante cambió nuevamente, como si hubiera vuelto en sí después de una trasformación, como si ver a Ezio lo lastimara demasiado y su corazón se quebrara.

El muchacho estaba apoyado débilmente en contra de la mesa, mirando al sarraceno. Su rostro estaba con manchones de sangre seca los cuales provenían sobre todo de su nariz, y además de estar en un inminente estado de shock, lo miraba con vergüenza, con una mano temblando intentando subir el ropón de su vestido caído y para tapar el golpe morado sobre su hombro desnudo, además. Le daba vergüenza. Vergüenza que lo viera así, que hubiera pasado por eso, o verse tan vulnerable tal vez.

Pero eso a Altaïr no le importó, y caminó hasta él, soltando todo su cuerpo y abrazándolo con fuerza, intentando entregarle todo su calor, íntimamente demostrarle que estaba feliz de tenerlo ahí. Ezio, con lentitud alzó sus manos a las espaldas contrarias, y una vez que sintió ese cariño, aferró sus dedos, sus manos y sus brazos, y escondió su cara en su cuello, en silencio, pero no lloró. Fue como un descanso en él.

Todo fue en silencio, ese fuerte abrazo de apoyo fue en silencio. Todo estaba lleno de sangre y desorden, debían salir, pero nada podía en ese momento evitar lo que estaba sucediendo, y aquella sincronización tan cercana que sólo ellos dos podían compartir. Como agradecían poder estar así; pero fue entonces, que las espaldas del sarraceno comenzaron a temblar.

—Todo está bien, todo está bien—, dijo Ezio intentando formar una sonrisa, pues fue Altaïr quien acabó llorando en sus brazos. Frotó con vigor sus espaldas para darle ánimo. —Yo estoy bien.

Entonces Altaïr tomó distancia sin soltar sus brazos, y rápidamente cogió de su rostro, sintiendo con sus dedos cada línea de su piel y labios, quitando la sangre del camino, mirándolo con dolor a sus ojos, observando la demás sangre en su nariz, buscando más heridas en su cara, preguntándose por qué había sucedido todo esto. —¿Estás bien?

Fue impresionante para Ezio ver así al serio sarraceno, tan preocupado. Tal vez lo que había visto lo había dejado intranquilo, o tal vez jamás había el sarraceno visto tan vulnerable al joven y valiente florentino. Ezio siempre había sido un bromista, bueno para esquivar palabras que no le sirvieran, y también sensible, sí, pero con un lado oculto, como la luna. Un caparazón que guardaba lo más triste de él, y se dejaba ciertamente lo que necesitaba mostrar, siempre con honestidad. Esto había sido otro nivel, algo que lo había superado. Su rostro de desconsuelo y humillación hacia él mismo había sido algo bastante duro de ver para el Altaïr.

Ezio le ofreció una cariñosa sonrisa, tomando también del rostro de Altaïr. Llamaba la atención que siempre, a pesar de tener un pie doblado o el rostro golpeado, fuera capaz de sonreírle, solamente de sonreírle, pero no fue capaz de hablar más, y sus ojos se cristalizaron. —Tenemos que irnos de aquí—. Le pidió, resquebrajado por dentro.


.

.

.


Fue cruzar de nuevo Venecia en la carroza. Altaïr, quien se había colocado una capa encima de su cuerpo junto con una capucha, llevaba el viaje con los caballos andando, mientras que Ezio iba sentado con las muchachas atrás. De vez en cuando, el sarraceno lo miraba de reojo, y él sólo iba cabizbajo, con un aura deplorable. Normalmente habría intercambiado una que otra conversación con las muchachas, saber de sus procedencias o el por qué habían deseado estar en Rosa della Virtù sin juzgarlas, pero ni eso. Las niñas, también con unas capas sobre ellas, lo miraban silenciosas y afligidas tal y como él, quien sólo divagaba en su propia mente.

Llegaron finalmente hasta el burdel, Ezio se bajó primero y las ayudó a bajar delicadamente de la carroza. Teodora recibió con un gran abrazo a las dos muchachas, al igual que todas las chicas que celebraron ahí. Finalmente se volteó a ellos para recibirlos y felicitarlos por la misión completa, pero Ezio solamente pasó de largo sin siquiera mirarla a la cara, sin dirigirle una palabra, llevando a una de las muchachas para que pudiera cambiarlo ya de ropa. —Quiero descansar—. Fue lo único que dijo, sin esperar nada a cambio.

Estaba mal.

—Nos quedaremos a dormir aquí en el burdel—, le dijo ásperamente a la religiosa Altaïr, tomando paso para seguir al florentino como siempre, con una cortesana a su lado para que lo ayudara a cambiarse también.

—Sería lo menos que pudiera ofrecerles. Gracias—, dijo la mujer de túnicas negras, con la mala espina en la cabeza de lo que les podría haber sucedido, o qué tan peligroso hubiese sido ese lugar para que Ezio no llegara diciendo que fue una fácil misión.

El corsé de cuero cayó al suelo de forma sonora, como el vestido de colores cafecinos y burdeos, a sus pies.

Cada vez, su figura se despejaba más y más entre las penumbras alejadas de la luz de una solitaria vela ahí. Sus hombros se estiraron con su cabello ahora suelto, y sus músculos parecieron estirarse y ensancharse a su comodidad, como las rojas marcas hundidas en su piel por cada cordón y cada tela que lo había dañado, y que ahora, podía descansar.

Una de las mujeres ahí preparaba el agua caliente en una tinaja de metal, y otra terminaba por quitarle los últimos camisones del disfraz. Una vez que estuvo completamente despojado de todas las prendas de su cuerpo, con una cansada seña les indicó que se retiraran del lugar. Ya retiradas y confirmado que habían dejado el cuarto, su cuerpo desnudo caminó a la tinaja, sin dejar de ver la luz de la vela, y así, se dejó hundir en el agua caliente, permitiendo que absorbiera todo su cuerpo, que sentado, pudieran sus brazos pudieran apoyarse de los bordes apaciblemente. Se lo merecía.

Su reflejo en el agua era abatido, apenas capaz de entender todo lo que había sucedido, y lo que podrían haber evitado. Dos lagrimas cayeron sobre el agua, borrando el triste reflejo iluminado por la vela.



—Eso te hará mejor—, dijo una ronca voz la cual se aproximaba de a poco desde la esquina más penumbrosa de la habitación en silencio.

Al darse cuenta, Ezio rápidamente llevó sus manos ahora mojadas a su cara con prisa, humedeciéndola y empapando su cabello una y otra vez, peinándolo hacia atrás, y sólo pequeños mechones frontales se escapaban hacia adelante, los que nuevamente peinaba con sus manos goteando agua. Era refrescante, y lo hacía volver en sí. —Así es—, dijo, y luego formó una leve sonrisa, al ver al sarraceno, casualmente con unos pantalones de tela puestos, liberado también de las prisiones de vestidos de mujer, sentado en un refinado sillón de terciopelo rojo, propio del burdel y todos aquellos colores bermejos y lujuriosos en la oscuridad. delante de él. —¿No quieres entrar aquí?—, bromeó, palpando el agua con sus manos.

Altaïr simplemente negó con la cabeza. Era tema conversado. —¿Hay algo de lo que quieras hablar? —, murmuró mirándolo con calma, parte de su personalidad cuando se encontraba en paz.

Ezio sólo agachó un poco la cabeza, volviéndose a mirar a su propio reflejo, las sombras marcaron un poco más su espina dorsal desde su cuello, con rasmillones rojas y frescas. Estaba confundido, y las palabras sentía que no sabía cómo podría emplearlas. ¿Pero qué iba a intentar ocultar? —Sí—, dijo con suave voz. —Nunca te había visto así conmigo, me hizo sentir algo... mal—, y con una mano movió el agua a su lado, jugando con ella.

—Me sentí responsable de dejarte ahí mucho tiempo—, dijo el sarraceno inclinándose un poco, y bajando la mirada. —Pero eso es lo que menos importa—, no le gustaba reconocer cuando estaba triste, o emocionado. Prefería ocultarlo. —¿Él... te hizo algo más?

Sus ojos no pudieron encontrar los de Ezio, a cambio, sólo vio en él lagrimas caer, con un rostro abatido. —No, nunca pensé que...—. Masculló en un susurro, para luego poner su mano sobre sus ojos, queriendo parar. Sus hombros desnudos temblaron junto con su delirante desconsuelo de adentro suyo que no podía soltar. Lamentablemente, no podía dejar de pensar en eso. —Me enojó... me descompuso no poder haber hecho más que quedarme parado ahí haciendo nada, dejándome...—, con recordarlo, silenció sus palabras. —¿Qué era lo que ella pretendía? No tenía otra forma de moverme—, divagaba, una y otra vez.

—Era nuestro papel de...

—¡A la mierda el papel! — gritó furioso el florentino, golpeando con sus puños el agua, salpicando incluso a Altaïr, quien desvió su cara evitando que las gotas le llegaran encima. No sabía por qué le habría afectado tanto la situación, pero lo hacía. —Me siento sucio—. Se quejó, abrazándose así mismo. Ya no caían lágrimas, pero sus ojos estaban hundidos en ojeras, y su mente, buscando respuestas. —Sólo pienso, si tuvo el grosero descaro de intentarlo conmigo, esas chicas...

El asesino levantino suspiró, revolviendo su propio cabello con una mano. —A diario, muchas mujeres son forzadas a...

—¿"...Lo que a esas prostitutas"? ¿Se lo merecen acaso? Nada significa que puedan llegar y sobrepasarse con eso—. Le dijo, buscando respuestas. Ezio era joven aún, tenía veintidós años, había recorrido un largo y duro camino que sí le había enseñado muchas cosas, que sí había tenido que enfrentarlas y adherirse con frialdad, qué sí tuvo muchas misiones por las que pasar, haciéndole sentir mal, cosas cotidianas con las que ya no se podría sorprender, pero no algunas otras escondidas por la sociedad como estas. A pesar de todo, él seguía sintiendo. Las pesadillas siempre se repetían. —No podría imaginarme como se sienten ellas...

—Nosotros luchamos para que eso no suceda—, le dijo Altaïr, y lentamente, dejó caer su mano sobre él hombro del florentino, mostrando fraternidad, y haciéndolo de forma lánguida, volver en sí. Ezio miró primero la mano en su hombro, y luego el rostro del sarraceno, esta vez, con una mirada determinante. —Acabamos de hacerlo, nos piden ayuda para hacerlo, porque somos capaces de poder evitarlo, y mucha gente gracias a nosotros se liberarán de las malignas fauces de todos aquellos abusadores que se intenten propasar con ellos, que intenten quitarles su mayor libertad... con quien sea. No volverá a suceder algo así jamás, no olvides que sabes defenderte, y defender a tu propia gente.

Ezio le asintió con la cabeza, frunciendo ligeramente el ceño, de la misma forma que suavemente dejaba posar su mano mojada sobre la seca en su hombro. Agradecía las palabras. Él lo sabía, sentía que aún había estado en ese estado de shock que de a poco dejaba salir con el agua caliente. Aún le costaba entender la maldad humana, pero para eso estaba. Para evitarla, a pesar de tener que vivirla a diario. Estaba volviendo a ser él. —Así es.

—¿Estás bien? —, insistió el sarraceno.

—Sí—, dijo esta vez Ezio, ahora mirándolo a los ojos con honestidad, formándole una sonrisa, asintiéndole con la cabeza. —Me dio coraje tus palabras, tonto sirio. Por un momento quería ir y lanzarle por la cabeza las monedas a Sor Teodora—. Dijo burlón, riéndose de sus propias palabras. —Sólo fue el shock de tener a quel figlio di puttana que ni respirar me dejaba, era sorprendente la fuerza que utilizaba—. Y el tema de la respiración y ciertos problemas pulmonares, para Ezio era cuestión extensa de meter baza. —Pero finalmente, quedo feliz de que ella esté bien, y las muchachas también. Me quebraría el corazón verlas mal, a decir verdad.

—Hum, que no te lo quiebren demasiado el corazón—. Dijo Altaïr sigiloso en sus palabras, retirando levemente su mano, para volver a apoyarlas en sus rodillas.

—¿Celoso? —, bufoneó chasqueando su lengua, y sonriendo ampliamente, y sus blancos dientes se iluminaron con la luz de las velas. Tiró sus brazos hacia los lados, apoyando sus codos en los bordes de la tinaja, y sus músculos se estiraron apaciblemente entre la luz y las penumbras. Llamaba la atención que su cuerpo, ahora un poco dañado, no se hubiera notado antes. —Ti piacerebbe spezzarmi il cuore?
(¿Quisieras tu quebrar mi corazón?)

Ante el socarrón comentario del muchacho con exagerado y romántico acento propio de él, sólo hizo que el otro soltara un bufido, a penas una pequeña contracción de lo que risa que le causó, mirando hacia otro lado, para levantarse de su lugar y caminar en dirección tal vez hacia el otro lado de la habitación, donde la luz no llegaba a la cama, y le dejaría descansar en paz. Pero no fue hasta que la mano del florentino alcanzó a agarrar su muñeca, y lo tiró con él al agua de la bañera.

Aferró bien sus brazos a su cintura, cerrando sus ojos con fuerza y una gran sonrisa cerrada, para que ningún desesperado movimiento del sarraceno en contacto con el agua lo pudiera alejar de él. Fue hasta después de un par de segundos que se tranquilizó, entre gruñidos hacia dentro y mirada de perro enfurecido, que se quedó quieto. Sus piernas estaban flectadas en el borde de la tinaja, con sus pies afuera, y su cintura y cuerpo dentro del agua. Su fresco pantalón de tela, ahora empapado, el cual no podría usar para dormir ya. —De todas formas, no lo necesitabas para ir a la cama—, le susurró el italiano poniendo su mentón sobre su hombro, manteniendo fuertes sus brazos en la cintura ajena, para que no se le llegara a escapar. —Aún creo que me veía bien con ese vestido, ¿Tú no?

Después de todo lo sucedido, Altaïr le negó con la cabeza, no queriendo ni imaginarlo. No entendía como sacaba bromas después de las cosas graves que pudieran suceder. Sólo quería salir del agua ya.

—Yo creo que tú te veías muy bien—, dijo esta vez en voz baja, besando su hombro con dulzura, acariciando el otro con una mano mojada, con finos dedos dibujando su piel. —Nunca te agradecí por sacarme de ahí...—, y continuaba con sus bellas palabras, con sus suaves roces, que, para el sarraceno, comenzaban a ser como poder mirar las estrellas en la noche, y que, con el agua caliente, sus músculos contracturados ahora se comenzaban a relajar más y más, y su cuerpo suavemente se hundía en el del florentino. —...tú necesitabas ahora esto más que nadie—. Volvió a decir, ahora acariciando su cuello de forma tierna, colocando la punta de su nariz sobre la primera vertebra sobresaliente tras él, y suspirando en su espalda, tratando todo con una paulatina lentitud, y por lo demás, sensualidad. —¿Aún tengo que pagar con sudor y sangre esa deuda? —, le susurró, formando una sonrisa.

—Ya no es necesario.

—¿De qué forma si no es otra, puedo agradecerte? —, dijo, logrando estremecerlo con sus palabras.

El sarraceno mordió sus labios ligeramente con sus palabras, y dejó apoyar su nuca en el hombro del florentino, quien pudo comenzar a besar suavemente su cuello y mandíbulas, y podía, suavemente aún tocar más sus hombros, pasar sus manos por su pecho. Le gustaba cuando podía dejarse entregar de tal manera que sólo ambos pudieran disfrutar de ninguna otra distracción más. —Quedándonos aquí.

—Me parece bien entonces.




He publicado un pequeño, divertido y humilde libro, exclusivamente de dibujos de AC para todos los que deseen ir a verlo y estar atentos a sus graduales actualizaciones, que muchas también tendrán que ver con los fics! Besos.

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