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Día 2. Flirteando/Coqueteando

Ambos asesinos habían entablado algo. No muy evidente, no tanto al menos para Altaïr, quien era más frío en el tema de los gustos del asesino florentino al que ahora, ayudaba en una de sus misiones en Venecia junto a ese extraño gremio de ladrones.

Estaba al tanto de la corrupción dentro de Venecia, y de la injusticia hacia sus ciudadanos, y por supuesto, el objetivo que ahora los ladrones tenían, cual Ezio le había mencionado. El Palacio Ducal y batir al Dogo.

Así que por el momento, sólo debían estar al tanto de los movimientos del mismo Dogo y todos sus lacayos chacales para así poder atacar. Así que ambos, ese día, fueron en busca de información valiosa que predijera algún movimiento de estos falsos gobernantes. Quizá algún paso en falso que les ayudase a abrir las puertas del palacio.

Así que Altaïr había tenido la misión de tomar información de Emilio Barbarigo, mientras que Ezio tomaría información de Carlo Grimaldi, aquel lacayo Mónaco del Dogo; y se reunirían en el mercado de Venecia para compartir sus informaciones y esquematizar para sacar conclusiones, y llevárselas al carismático Antonio, el líder de aquellos ladrones que luchaban por una causa justa.


Las botas de graba hicieron rechinar la madera de manera estruendosa, haciendo caer un poco de tierra de esta adjunta, y astillas podridas, al agua. Caminó por el puente de madera de aquel puerto Veneciano, entrecerrando los ojos ante la cegadora luz que se reflejaba de las aguas, aún así, formando una gran sonrisa bajo su capucha al haber visto su "blanco". Respiró hondo con el corazón palpitante y se internó en el mercado, hasta llegar a un puesto de arte entre la gente que hacía sus compras, poniéndose al lado de aquel hombre encapuchado de blanco, cual observaba cada pintura al interior y exterior de aquel puesto.

—Tomaría tu mano, pero ahí dice "No tocar obras de arte" —, susurró al oído del hombre de blanco, luego se enderezó para sonreír suavemente.

El asesino lo miró de reojo casi con desprecio, para luego girar los ojos con hastío y voltearse a él, comenzando a alejarse del mercante de Arte.

—He conseguido algo valioso de Barbarigo. Se reunirán en el puente de Rialto con otros sindicales. Creo que tu amigo Antonio ahora debería estar al tanto— dijo, apuntando con su cabeza a dicho puente—, se menciona un tipo de asesinato al próximo ascensor del Dogo.

—Escuché algo parecido de Barbarigo, entre ellos, se reunirá Rodrigo Borgia a la fiesta— dijo, pensativo el joven florentino, arrugando el ceño para mirar a otro lado. Pronto miró al asesino sirio, arqueando una ceja. —Me da lástima que no podamos asistir a esa fiesta—, y se hablaba en todo rato de una fiesta imaginaria, sólo la había usado metafóricamente hablando. —... bailar contigo sería un privilegio.

—Auditore, debemos concentrarnos— dijo con seriedad Altaïr, tomando un poco de distancia.

Sí, habían entablado algo. Habían besado. Pero Altaïr no estaba acostumbrado a eso, y menos a la coquetería de un italiano.


Probablemente eran las diez de la mañana, y era por eso que el aire parecía estar tan helado, las aguas tan brillantes, y el cielo tan despejado en aquel puerto-mercado, hacían que las sombras que generaban sus capuchas sobre sus rostros fueran más marcadas.


Ezio sacudió la cabeza como si borrara los pensamientos dispersos y rosas que tenía en su mente. Miró con preocupación al asesino de blanco, dando un paso hacia adelante con la intención de detenerlo. No quería que huyera.—Disculpa, mi dispiace... eh... es que... eres tan... guapo que me desconcentro de lo que debo hacer.

Oh cazzo. El florentino rió ante su propio piropo, con los ojos sonrientes y brillantes al sirio.

El sarraceno, incomodo ante las palabras, miró a sus lados como si buscara una salida. Gente que pasaba, hasta miraba curiosa. Soltando un suspiro, se apretó el puente de la nariz con los dedos. —Basta ya. Está lleno de gente.


Pero el florentino no podía simplemente ocultar su enamoramiento por el sirio. Y era sólo cosa de verlo. Sus ojos, eran mirar al sol salir, o enormes campos dorados, y su sonrisa, algo que no podía explicar. Era lo más tierno que podía ver.

—¿No puedo no ser sincero contigo? Quiero poder decirte lo que siento por ti—, le susurró de una manera un tanto teatral, poniendo su palma extendida a un lado de su cara, para que la gente no escuchara.

—Olvídalo, Auditore.

Altaïr se volteó y salió de la zona de mercado concurrida, atravesando el puente Rialto a un paso frustrado, huyendo de aquel italiano que casi parecía ir con rosas en sus manos.

La mano del sarraceno fue tomada cuando ya había llegado al otro extremo del puente, y fue arrastrado sin poder hacer algo antes hasta apoyarlo contra la pared de un angosto pasaje sin almas. Lo miró cautivador a los ojos.

—Dime, Altaïr... ¿Sabes cuánto mide el universo?

El sirio, sin entender su pregunta, negó con la cabeza, contrayéndose cada vez más, como si deseara que la pared contra la que estaba aferrado, lo tragara. El florentino lo tenía aprisionado. —No podría estar tan seguro.

—Entonces no sabes cuan enamorado estoy por ti.

Las mejillas del contrario se tornaron de un color rojo intenso. No podía entender como tenía tal personalidad para decirle tales cosas. Su corazón palpitaba desenfrenado, pero lo ocultaba bajo una inminente altivez, aunque sus rosadas mejillas lo estaban traicionando. Traspasaba de a poco ese florentino su línea de guardia. Negó con la cabeza, intentando ocultar su desesperación.

—Yo no tengo la culpa de que me gustes, ¿Sabes? La culpa es tuya, por tener todo lo que a mí me encanta—, protestó el joven, frunciendo el ceño y mirándolo a los ojos.

Su manera de declararse era intensa. Y parecían explotar miles de emociones antes tal insistencia cautivadora. El espacio entre ellos dos cada vez era más corto.

—Estás loco.

Ezio sonrió travieso, estrechando más su cara a la del sirio, rompiendo cada vez más aquel espacio ya poco respetado. —Estoy loco po-...

Pero Altaïr puso su índice en los labios del coqueto italiano, con ojos tan serios como seductores. Se acercó a su oído lentamente, dejando salir un ligero suspiro en el camino. —Basta de clicherías, Auditore. Las detesto.

El castaño, tras escuchar, fue tomando un poco de distancia para volverlo a mirar a los ojos un tanto impresionado, aunque a decir verdad, no muy seguro de si dolido. Él era italiano, no era su culpa ser romántico. De verdad que no era su culpa que le gustara tanto aquel sirio.

Pronto, el sirio tomó el mentón del italiano, y se fue acercando de a poco. Ahora sí se rompía el espacio que debería ser respetado en dos hombres, pero a Ezio no le importaba. De a poco fue cerrando sus ojos, con la adrenalina correr por sus venas, hasta sentir un empujón en su pecho, casi tropezando con sus propios pies al ser lanzado lejos del sirio.

—Pero no están tan mal—, le sonrió arqueando una ceja, tan provocativo como enardecedor.

La distancia, ahora demasiado larga que los separaba, permitió al sirio ladear tranquilamente la cabeza con su perspicaz orgullo delante de una sonrisa, observando a aquel enamoradizo florentino, para comenzar a salir fuera de esa estrecha calle.

Aspetta! — Exclamó siguiendo al sirio para salir de ahí, quedándose de pie en medio de la calle ahora observando a aquel quien ya se mezclaba entre la gente haciendo caso omiso a su llamado. —¿No te he mencionado lo guapo que eres? — Le gritó para que lo oyera a lo lejos antes de que desapareciera entre la multitud con una sonrisa en sus labios.


Ezio suspiró con media sonrisa ahí de pie, totalmente encandilado con tal gusto por ese tipo. Aunque... quizá debería mejorar su coqueterío.

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