Día 11. Lesión
Los problemas en los que algunos se podían ver envueltos, a veces eran los peores, como por ejemplo, matar a un guardia, a la vista de una masa de otros más. Es bien sabido que es un gran problema, sobretodo, porque después eres más que buscado, ¡Pero! ¿Y qué más peor que eso? Aquí lo tienes: Estar en Florencia. Aquella cuna del arte... y la corrupción, en donde yacían repartidos papeles, como la tenebrosa plaga, de aquel asesino que se buscaba hasta por debajo de las piedras aún .
"¿Qué tienes en la cabeza, Auditore?" Había sido en un momento la exaltada exclamación del sirio en la huida de ambos, por lo justo y necesario. Una masa de guardias los perseguía para darles a muerte, y más encima, en Florencia. El peor lugar para estar y matar a un guardia con tus propias manos. —¿¡Qué mierda tienes en la cabeza!?
En un momento, el sarraceno empujó de ambos a un callejón oscuro y desolado, sin siquiera un farol que iluminara, y ahí quedaron, ahogados hasta en su propia agitación y en la ansiedad por recobrar el aliento tras haber visto a los guardias pasar; pero aún luego con el repentino silencio, las alertas no paraban.
La mano de Altaïr estaba sobre la boca de Ezio, presionando tan fuerte para que no hablara, para que no soltara ni un solo sonido, con el pretexto de que si lo hacía, no sería ya la última vez que se lo perdonaría.
—¿No se supone que enseñaron acaso a tener cautela? — Había gruñido con agresividad en el máximo de sus silencios posibles, sonando su voz carrasposa. Sus ojos furiosos lo fulminaban de forma poderosa y bestial, como si no hubiese visto tanta ira antes. —¿Qué te dio por ir y matarlo así nada más? ¡No habían razones! Y no...— Dijo rápidamente, una vez que el florentino intentara moverse para hablar. Juntó los dientes, siseando entre ellos para hacerle callar, apretándolos tan duramente que la sangre parecía detenerse en sus mandíbulas. —... no digas otras de tus clicherías baratas, de verdad, no esta vez—, dijo con un tono de voz demasiado amenazante, perdiendo ma calma con él. Sin más, se dio un pequeño tiempo para observarlo a los ojos y buscar la razón de su error. Presionó más en contra de la pared, sosteniendo más fuerte su mano en la boca de él, y como un seguro, comenzó a mirar lentamente, agitado, a la salida del callejón, con una mirada concentrada en el camino a la huida. —Ahora nos vas a tener que sacar de aquí, Auditore.
Altaïr apenas sí sabía que habían carteles repartidos por todas partes en Florencia, con el rostro del asesino florentino plasmado, llamativo y sonriente. Sólo se dio cuenta de estos carteles unos momentos antes de verse ambos rodeados de guardias.
Cuando quitó su mano para liberarlo de sus aprietos, el florentino volvió a respirar con fuerza, tosiendo en el intento de hacerlo. Despues de eso, al haberse recobrado, lo volvió a mirar a los ojos, y le fue sonriendo de a poco, hasta darse cuenta Altaïr, que entre aquel dibujo en los carteles, y él, no había gran diferencia. —Deja de sonreírme.
Le ladró en silencio el sarraceno, con la escusa de que si seguía haciéndolo, más rápido los encontrarían. Por culpa de su sonrisa.
—¿Por qué lo hiciste?
—¿No viste a ese hombre? Estaba siendo golpeado por guardias, lo iban a matar—, la sonrisa del florentino se fue diluyendo como la pintura con un poco de agua, y su mirada se comenzó a mostrar trágica. — Llamando la atención de todos ellos con un sólo cuerpo, evitaría que lo mataran. Fue estratégico. ¿No hubieras hecho lo mismo?
—¿No te das cuenta de lo que hiciste? Ahí abajo estaba repleto, al igual que los costados, era la peor zona para atacar. Podrías haber tenido un plan de contingencia, te lo iba a decir, y tú saltaste, ¿Qué querías lograr con eso, Auditore? ¿Llamar realmente la atención acaso? —, la mirada seria de Altaïr comenzó a atravesar su alma turbulentamente, aquella mirada con mil cuchillas, y aquellas palabras sin escrúpulos. —¿Crees que alguien te habría ido a ver como héroe? No, Auditore.
La mirada de Ezio se mantuvo firme, pero su boca recta, y en silencio.
—Lo primero que habría hecho esa persona en cuanto la salvaras, habría sido huir despavorida, porque en estos lugares es donde más te apuntarán con el dedo y acusarán, porque reconocerán la cara del asesino. ¿No lo ves? No les importará más que el dinero, y a las garras de oro, tu cabeza.
Y silenció. Eran las simples palabras, "concéntrate a lo que vinimos" ¿Pero, por qué tenía que ser tan duro, en circunstancias tan complicadas?
Ezio bajó la mirada al suelo con el ceño fruncido, a alguna esquina, con tal de desviarla, y reflexionar. Dios que había hecho mal, y lo entendía, lo entendía completamente, pero a veces, no podía ser tan frío como Altaïr lo era. Había tenido suficiente con ser frío por un largo tiempo, y con su candencia, de a poco había florecido, pero de las flores, no podía vivir. De verdad que no había pensado completamente en los carteles, en la poca gente que pensaba en contra de la monarquía, y como la monarquía lavaba sus cerebros. No podía negar que todo era muy diferente a lo que antes era, no se lo podía negar, así que por lo mismo, levantó la cabeza con una mueca, lo que pareció una leve sonrisa y le asintió.
La mirada del sirio pareció relajarse de a poco, y volviendo a buscar todas las posibilidades, volteó su cabeza nuevamente a la entrada del callejón. —Están por todos lados, los puedo oír—, dijo, respirando en calma, pero con cada musculo de su cuerpo, tenso.
—Por los tejados, será más rápido...—, dijo Ezio, haciendo que el sirio se volteara a él, pero ante la sorpresa del mismo sirio, el florentino corrió hasta él y lo agarró de la muñeca, arrastrándolo hasta sus espaldas, y los ruidos comenzaron a ser mayores. De la nada, miles de metales comenzaron a chocar contra las paredes, eran ellos, los habían encontrado. Altaïr se inmovilizó por un segundo al ver la masa de guardias que venía hacia ellos, miró tras sus espaldas también para poder huir, pero también habían bloqueado el paso por el otro lado. Estaban atrapados. Fue entonces, que un balazo atravesó el casco de un guardia, cual cayó como saco al suelo, bloqueando el paso de los demás por unos breves segundos, dándoles a los asesinos el suficiente espacio para poder huir. Ezio cargó el arma de su muñeca después de haber disparado, comenzó a correr junto al sarraceno. —... Así podremos salir a tiempo de Florencia, al menos.
Entonces, la alerta sí se había dado totalmente en Florencia ahora, y las campanas sonaban indicando el asedio. La gente huía, y ellos corrían. Veían como hombres les seguían bajo y sobre los tejados a sus espaldas, y solo les quedaba escabullirse, y de una que otra forma de poder defenderse.
Ezio había estado pensando en el pequeño conflicto. ¿Era que siempre tenían algún pequeño e insignificante conflicto? Estaba ofuscado. Entendía bien que había hecho algo de mal en saltar y atacar sin un mero plan, pero nunca pensó, que aquello molestaría tanto a Altaïr... y de todos modos, ¿Por qué debía molestarle? No era quien para decirle qué hacer o qué no hacer. Eran problemas suyos, no de él. Si quería pasar desapercibido y huir, que lo hiciera y lo esperara a las afueras entonces.
El más joven vio cómo en un momento, el sirio dio un potente salto usando sus piernas para debilitar a un guardia y finalmente asesinarlo con su arma, y continuó corriendo, y Ezio sintió que ni parecía prestarle alguna atención de si es que seguía vivo atrás con la masa de guardias siguiéndolo o no, y la ira comenzó a ser incandescente, dolorosa.
Pero daba igual. Estaban huyendo, a pesar de su molestia, este no debía ser un capricho de niño.
Al menos quedaban sólo unos metros para poder llegar a la salida de la ciudad, no podría costar nada. Obviamente, siempre debía haber algún problema en estos tipo de situaciones, siempre el karma quería hacer que las cosas fueran más difíciles, "Esfuérzate más, y serás recompensado": Una flecha de ballesta dio casi en el pie del florentino, corriendo una teja.
Las piernas de Ezio no pudieron a más, sus pies intentaron esquivar el deslize, pero el desequilibrio lo dominó, una vez que se dio cuenta que su cuerpo comenzó a caer torpemente. Otras tejas comenzaron a correrse en sus intentos por sujetarse, y por lo mismo e incontrolablemente su cuerpo rodó por el tejado, rebotando y rebotando, incluso intentando sujetarse con eso, hasta en su intento por caer de pie sobre la gruesa viga de un balcón, que en su propósito, fue inútil. Aquel pie que había intentado usar para soportar el peso al caer, lo torció dolorosamente, dejando caer su cuerpo nuevamente en manos de los ajetreados rebotes sobre el alero de una tienda, cual lo lanzó a unas cajas, que le hicieron rodar como en escaleras de astillas al suelo.
Ezio tosió en el suelo, con un agudo dolor en su costado y en su cabeza, intentando reponerse y colocar sus manos raspadas contra el suelo para levantar su cuerpo apenas consiente. Supo que el dolor en su cabeza, pronto trajo consigo a aquel líquido pegajoso que cubrió parte de su frente y mejilla. Sus brazos, flaqueantes, lograron alzarlo un poco, y entremedio de sus flecos desordenados, pudo ver como la masas de guardias lo comenzaban a rodear como en un coliseo, y unos cinco... o quizás seis Brutos, se abrían paso como bárbaros por entre los guardias apuntando con sus ballestas y espadas. Intentó rápidamente pararse, tanteando con su mano por su espada, desenvainándola. Sin embargo, con el sólo intento de colocarse de pie, el dolor en su tobillo comenzó a agarrar de forma atroz pronto su pierna, y cada vez se volvía más horrible, más tortuoso, no podía costar más, deseando desesperado salir de ahí, que no doliera... pero podía levantarse, él podía, él podía... sólo... necesitaba a los Brutos un poco más lejos, que le dieran el espacio para poder huir, arrastrarse un poco más para sujetarse a unas cajas de madera y poder usarlas como apoyo para levantarse.
Tenía su espada alzada como defensa, pero los guardias reían al ver al indefenso y vulnerable muchacho, y esperaban con ansias como césares a ver como los leones con mazas de cadenas, gujas y alabardas acababan con el pobre gladiador. Uno de los Brutos florentinos alzó su tenebrosa alabarda, aquella delicadamente forjada, brillante y poderosa, lo suficientemente férrea y mortal cual hacha de verdugo. Ezio al verlo, rápidamente había lanzado cuchilla tras cuchilla, pero todas rebotaban en la resistente armadura brillante de aquel Bruto, intentaba defenderse, inútilmente. Había apuntado con su arma de fogueo, pero se había estropeado con los golpes de la caída, y desesperadamente intentaba, entre que miraba el arma y miraba al gigantesco guardia acorazado aproximarse, arreglar torpe e irregularmente cualquier mecanismo que pudiese, con manos temblorosas y sudorosas. Iba a morir.
Con todo el vigor que sacó del mundo, y todas las fuerzas de sus brazos débiles, se levantó del suelo apoyándose en contra de las cajas, pero su pie no podía soportar su peso. De sólo intentarlo, sentió como crujió, y dolió como en el infierno. Podía incluso sentir como si se desencajara ligeramente, y también sentir el líquido tibio en su pierna, aquel pegajoso que se impregnaba en la tela de su pantalón y lo comenzaba a manchar de color rojo, lo que lo tenía más en alerta. Nuevamente alzó su espada, pero el Bruto la golpeó groseramente, y esta se alzó por los aires cayendo lejos. Los guardias volvieron a reír buerlescos y déspotas.
Entonces, Ezio activó sólo una hoja oculta, la de su mano libre de sujeto, con amenazante mirada ahora a los dos brutos que se acercaban a él, intimidadores ante sus pasos pesados de metal que casi hacían temblar el suelo, tan letales como peligrosos, alterando alarmantemente cada uno de los sentidos del florentino, y se trataron de sus últimas esperanzas, de las últimas que le quedaban, aquella de vida o muerte. No iba iba dejar que se burlaran de él así, no así de injustos, y con aquella ira acumulada, de su garganta salió un grito cual gladiador al ataque contra los animales salvajes, estaba dispuesto a luchar aún si no salía vivo de esta, pero se detuvo en seco abriendo impresionado sus ojos, cuando la figura de túnicas blancas cayó sobre el guardia de acero más cercano al florentino, dejándolo inerte en el suelo al retirar cuidadosamente su hoja, mirando desafiante a la masa bajo su capucha blanca.
Sus prendas estaban salpicadas en sangre y no por haber acabado con este Bruto. Había sido de antes. Tan rápido como otro de esos gigantes de acero se abalanzó al nuevo atacante en cuestión, el asesino de blanco completo, interceptó el ataque esquivando la poderosa alabarda que había pasado sobre él, para acabar enterrando lacerantemente su hoja en el costado de una ranura sin armadura, permitiendo que la sangre saliera en chorro.
Altaïr miró por un segundo el pantalón de Ezio y luego a sus ojos, y agarrándolo de sus prendas, lo comenzó a tirar para que corriera junto a él. La masa de guardias y gigantes había quedado en silencio un momento, pero pronto sus piernas se pusieron en trabajo de perseguir a los dos asesinos, quienes se escabullían como ratas en los callejones. Eso era lo bueno de Florencia: Estaba lleno de callejones conectados con otros, parecidos a los de Venecia, y que llevaban luego a otros y a los mismos, abundantes en gente y oscuridad. Ezio los conocía bien.
El muchacho florentino hizo todo lo que pudo. Con su mano en su costado, el cual dolía bastante, intentaba correr cuán rápido podía, aún adolorido y cojeando, sintiendo cada punzazo de aquel tormento al apoyar su pie contra el suelo, era casi como si los huesos no pudieran encajar bien entre ellos, o hubiera algo demasiado blando que parecía que iba a hacer ceder sus huesos, pero Altaïr nunca lo soltó, nunca lo dejó sólo, iba a su paso, defendiendo el camino incluso incluso sus espaldas, dándole la ventaja de que siguiera adelante, empujando cuanta persona se atravesara en su camino también, y sujetándolo cada vez que tropezaba, levantándolo del suelo y dándole aliento para seguir corriendo, dándole ánimos cuando se quejaba.
Hubo un momento angustioso, en el que los guardias nuevamente los habían rodeado, atrapándolos en el estrecho de un callejón y otro. Ezio, agitado y sin poder mucho más causa al dolor, apoyó su espalda en la de Altaïr, respirando, intentando recobrar el aliento, como si se hubiera dado por vencido, pues no podían subir por los tejados, y Altaïr no lo quería dejar.
Sin embargo, la mano de Ezio, como una silenciosa y peligrosa serpiente, comenzó a rebuscar entre sus propios cinturones, hasta que lentamente fue sacando un objeto redondo, y cuando los guardias se abalanzaron con ellos en gritos de batalla, lo dejó caer, con una sonrisa entre sus jadeos de cansancio y dolor. Este objeto, comenzó a esparcir un denso y lacrimeante humo que los empezó a hacer toser a cada uno de ellos como si se tratara de una maldición, una peste interminable, inundando este humo casi todo el callejón.
Salieron avantes, con los guardias cegados por el humo, y pudieron escapar del callejón como dos sombras ocultas, hasta alcanzar un carruaje que iba saliendo de Florencia, metiéndose en el interior de este, furtivos como en un jardín de los tejados, o en un pajar. Primero había subido Ezio, que fue ayudado por Altaïr mientras la carroza se movía, y luego, entró el asesino de blanco.
Ambos respiraban agitados, sudados y ensangrentados, como si el haber corrido tras la carroza de mercancía hubiera sido como alcanzar la barrera antes de caer a un precipicio. Lo habían logrado, juntos lo habían logrado, y con sus espaldas apoyadas en las cajas de vegetales, comenzaron a reírse.
—No haría esto a menudo ni porsiacaso—, había dicho Ezio entre risas, viendo la completa sonrisa del sirio quien se limpiaba el polvo de un brazo, como si fuera suficiente entre toda la tierra y sangre impregnada en él, con sus cuerpos moviéndose al vaivén de la carroza tirada por los caballos.
El florentino se inclinó, formando una mueca de dolor, para poder correr un poco la cortina de la entrada de aquel armazón de madera y telones blancos techado, viendo como dejaban ya la ciudad de Florencia, y el vehículo se transportaba camino a la Toscana.
—Tu pierna—, había susurrado Altaïr, gateando hasta el muchacho quien se mantuvo en silencio mientras veía como el sirio manipulaba la zona. —¿Cómo fue que caíste?
—Yo...— Bajó la mirada, suspirando. —Me distrajo.
El ceño del sirio se frunció, y lo miró penetrante una vez más. —¿Por qué, si sabías que venían ellos tras nosotros? No puedes distraerte en una situación así.
Sin embargo, el florentino enfrentó su mirada, volviendo al resentimiento de antes, arrugando su nariz ante la molestia. —¿Por qué eres así? ¿Tienes un trauma con la exigencia? ¿Qué puedo hacer las cosas tan bien como tú, si así crees que son las cosas?
Altaïr solo había escuchado los regaños en silencio, como si casi ni los escuchara, sólo había respondido con un rotundo "Nada", que había dejado al florentino helado y en silencio, con el corazón no trisado, pero si golpeado por el impacto. Era de esperar, era un muchacho sensible aunque no lo quiera demostrar. —¿Así... así nada más?
En silencio, Altaïr había quitado la bota ajena, y Ezio había gruñido del dolor. Arremangó lo suficiente el pantalón para poder ver. Heridas abiertas, y un tobillo hinchado y morado. Simplemente suspiró un poco más aliviado.
—Nada de eso—, dijo luego el sirio, dando un respiro tranquilo, para luego levantar su mirada y ver a la adolorida del florentino. Sus orbes dorados se movieron en símbolo de disculpa y volvió a hablar. —No quiero que nada te suceda...— dijo en medio del silencio, trabajando con sus manos para reforzar la zona lesionada del florentino, entre tablas de madera rotas al alcance y grandes cantidades de tela y vendas. —No tendría propósito alguno de estar aquí si no es... por tu ausencia...
Ezio lo miró en silencio, con los ojos cristalinos, odiando su sensibilidad, bajando de a poco la mirada, sin poder sostenerla mucho más, apretando con su puño la tela de su pantalón ensangrentado. —Yo solo quisiera... que demostraras más eso...
El sirio tragó saliva al levantar la cabeza, y sin mucho remedio al no encontrarse con la mirada contraria, se le acercó colocándose a su lado, apoyando también su espalda en una caja. —Mírame, — ordenó ahora, levantando el mentón del florentino, viendo su triste y desanimada mirada, intentando sonreírle.
Era algo que Altaïr jamás hacía. Jamás en su vida, jamás. Y si lo hacía, quizá era por algo muy importante. Acopló dulcemente sus labios a los del florentino, y este, sonrió en el beso automáticamente. No por engaño, sino porque en su estomago revolotearon mariposas que reían regocijantes y divertidas al haber visto al sirio actuar. La euforia despertaba, pero quizá, faltaba algo más. Una vez que el pequeño beso de segundos, pero tan tranquilo, se detuvo, y el rostro del asesino mayor tomó ligera distancia, acarició luego con su pulgar la mejilla del muchacho, como si hubiera lágrimas que no estaban. —Te amo—, susurró.
Era lo que Ezio quería escuchar, y su habitual sonrisa volvió, queriendo lanzarse a él y besarlo como nunca, demostrarle cuanto lo amaba también a pesar de todo lo que podía pasar por él, y demostrarselo con toda su alma y cuerpo, con sus besos y abrazos, caricias y palabras. Altaïr lo había visto en su mirada, pero lo detuvo con una media sonrisa.
—Si lo intentas, tu pierna dolerá. Puede que tengas un esguince grave que tratar.
—Una lesión nunca será grave para mí—. Dijo el florentino, alzando sus cejas en una coqueta sonrisa, atrayendo al sirio de la mano hasta él. —Además, ya no duele tanto ahora que estás conmigo.
Y de la misma manera que en algún momento estuvieron en intimidad, a solas, con el aire caliente, ahora el muchacho hizo que los labios de ambos se juntaran unos contra otros, haciendo de un beso tranquilo y dulce, abriendo sus bocas para permitir más abertura, y eso, hasta que una de las ruedas de la carroza mercante pasó estruendosamente sobre lo que pareció una roca, haciendo a ambos saltar, y al florentino, morderse el labio inferior accidentalmente, comenzando a sangrar.
Y aunque esto no fuera gracioso, sino doloroso, el sirio comenzó a reírse de él. —Lesiones tras lesiones, ¿Ah? — dijo, dándole un pequeño beso en el labio sangrante. —Límpiate eso mientras yo sigo con tu pierna.
El florentino rodó sus ojos en símbolo de un divertido hastío, y negando con su cabeza, dejó al descubierto su sonrisa mientras que con su propia lengua intentaba lamer la sangre que salía, usando las manos y la camisa. Pero no dejó de mirarlo, con ojos brillantes y cautivados. —Yo también te amo.
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