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Día 4. Cambio de Ropa (Entre ellos)

https://youtu.be/36Y_ztEW1NE

(Si gustan, pueden leerlo con la música que he dejado;)


Habría sido un largo tiempo en el cual Altaïr no habría tomado un baño. Bueno, tampoco lo recordaba. Vale, los baños con aguas aventadas de un balde estaban bien, lo refrescaban más, aunque, el hecho de tener que entrar al mar, o a una laguna, no era lo suyo. No le gustaba pensar qué era lo que sus pies podrían tocar sin que él supiera qué era. Lamentablemente, ni siquiera sabía nadar. El hecho de intentarlo, y pensar que su cuerpo se hundiría en las más profundas y oscuras aguas, absorbiéndolo, arrebatándole el aire, quitándole la vida que podría ser entregada valiosamente en batalla, le aterraba.

Pero al parecer, a cierto florentino no le afectaba en lo más mínimo. No le causaba ni una sola pizca de temor estar en lo más hondo de ese lago. Digámoslo con sinceridad: Cualquier persona sentiría, aunque sea un porciento, de ligera inseguridad al nadar a una zona de aguas desconocidas, en donde sabes que tus pies no tocarán después de quien sabe cuántos metros de profundidad, sin saber qué puede haber, o qué puede suceder. Pero él, él nadaba con toda tranquilidad, y Altaïr lo observaba.

Curioso lo observaba. Cómo sus brazos y piernas trabajaban olímpicamente, buceando vertiginosamente de un lado a otro, trasluciendo sus músculos entre cientos de gotas perladas casi como de rocío cuales salpicaban en explosiones a su alrededor en cuanto golpeaba el agua. Y después, nadaba con la cabeza fuera del agua, apaciblemente, corriendo a un lado los nenúfares que se le atravesaban y aquellas flores de loto. Se volvía a sumergir, desapareciendo de la vista del sirio por unos segundos y luego volvía a emerger, nadando de espaldas.

—Ven conmigo—, ofreció el italiano con una delicada sonrisa a aquel sarraceno que observaba desde las rosas salvajes, azafranes, violetas, jancitos y narcisos, haciendo guardia de las prendas ajenas.

Él negó. —Sabes que no puedo—, dijo, alzando su cabeza, en busca de la posición del florentino, y cómo era que podía mantenerse flotando sin apenas moverse.

—No es que no puedas. Es que no quieres—, dijo, ladeando la cabeza, para luego negar con ella en un suspiro, moviendo sus brazos en el agua para no perder el flote. —¿Sigues... sin querer intentarlo?—, No iba a ser un cabeza dura, tampoco. Sí, tenía en mente aún lo que había sucedido, y tenía en total conciencia de que no quería que aquello se repitiera. —Recuerda que jamás abusaría de tu confianza.

Altaïr negó dudoso. —No creo que pueda—, dijo, desviando la mirada.

Entonces, el florentino nadó hasta que sus pies tocaron tierra, y del agua fue saliendo, por entre los nenúfares y los ranúnculos, como algún tipo de precioso semi-ninfo, cual caminaba ya dejando las cristalinas aguas, mientras que de las mismas, resbalaban suavemente por su terso cuerpo desnudo de arriba hasta abajo. Se dirigió hasta Altaïr, tomando sus dos manos, causándole un ligero escalofrío.


Fue una caricia, un beso, lo que permitió que el sirio confiara en él, y Ezio lo fue llevando, despojado de sus prendas ahora, de las manos, y juntos, de a poco, fueron entrando al agua.

La sonrisa del italiano lo guiaba, le entregaba confianza, seguridad, serenidad, y entonces, no había nada más. Le iba hablando, mencionaba cuanto lo quería, que jamás lo dejaría, hasta que vio su cintura desnuda rodeada en aguas. Había sido como mirar al precipicio, y su corazón se aceleró.

—Estás conmigo—, susurró Ezio a su oído, abrazando con su cuerpo mojado el del otro, y Altaïr se aferró al de él, y a sus anchas espaldas, hasta que realmente se dio cuenta de que nada sucedería. —No te dejaré.


Se mantuvieron abrazados, girando lentamente, casi como en un cuento, desnudos, danzando en el agua; entre las luciérnagas del crepúsculo y las ninfeas. Nada era como estar en ese mágico bosque élfico situado a los interiores de la Toscana, con muros frondosos de arboles inquebrantables, que sólo los dejaban a ambos a solas, permitiendo ver las preciosas nubes rosáceas sobre un arco de cigüeñales. Se besaron con tanta dulzura como podía serlo la ligera brisa que avecinaba el fin del atardecer, cálida como esos cuerpos aún se mantenían.

Ambos se miraron en silencio, con pasión, sin vergüenza a compartir mencionada intimidad, abrazados entre ellos, hasta que como conexión propia, se decidió, sin palabras, que deberían abandonar el lago. Así, comenzaron a caminar entonces a la orilla cual no estaba lejos, silenciosos, pero como si hubiera música alrededor. Esa era parte de la magia del bosque. La música de la naturaleza, las leyendas y epopeyas.

Afuera del agua, se dejaron caer, con los cuerpos húmedos, sobre las rosas salvajes, azafranes, violetas, jancitos y narcisos. Y sus sonrisas se mantuvieron, tomados de las manos, oliendo el precioso aroma de los lirios y observando cómo las luciérnagas se movían apaciblemente sobre ellos. Jugaron un momento, en paz, con los azafranes. Luego se detuvieron a olfatear los narcisos, y luego a observar las rosas salvajes.

Sin duda, era el bosque más precioso de todos los bosques de la Toscana, y sentían que en estos momentos, no necesitaban decirse palabras, para expresarse sus sentimientos. Con sólo estar ahí, la magia hacía su trabajo.

Pero sabían que ya era hora, y fue Altaïr quien se levantó para quedarse sentado, seguido por Ezio. Altaïr arrastró lentamente la camisa del italiano hasta entregársela, pero no exactamente entregándosela. Se la colocó encima, permitiéndole al florentino, pasar sus brazos por sus holgadas mangas. Le sonrió de vuelta al sarraceno. Altaïr había dejado que los traviesos dedos, ahora tranquilos del florentino, cerraran cada hebilla de su faja, y Ezio había dejado que colocara cada correa. Y así fue, como entre ellos, se fueron colocando sus prendas. Ezio a Altaïr, y Altaïr a Ezio, como si se tratara de algún tipo de ritual, para dejar caer la noche con ellos.










NOTA:
Nótese que muchos de estos shots son medios fragmentados con The Golden Age-.

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