EPÍLOGO
En el medio del bosque, en un recóndito lugar habitado por una pequeña población, la tensión quería teñir la tierra de rojo. Tommaso ingresaba, con la cabeza en alto, al territorio que le era suyo y de su familia por generaciones; ese territorio que lo había visto nacer, crecer, ser abandonado por su madre; ese territorio que lo había visto fortalecerse, enamorarse y rebelarse.
Las mujeres, los niños y los omegas le abrían paso. Todos sabían de su traición, y eso no le preocupaba en lo más mínimo, era un avasallante alfa, uno de los más fuertes de su clan. Nadie quería meterse en su camino, porque bien sabían que saldrían perdiendo. Tommaso podía ser el muchacho más dulce como el más ácido, tan abrasador como destructor. Era las dos caras de una moneda, los extremos, blanco y negro: humano y animal en todo su esplendor.
Adolfo, junto a sus hijos mayores, Adriano y Piero, salieron de sus casas ya transformados en su lobuna forma.
Los ojos amarillos Tommaso no se inmutaron, a pesar que los lobos le gruñían babeando, querían destrozarlo por completo.
—Tengo una pregunta para ti, padre. —Tommaso sonrió con la mirada ennegrecida—. ¿Quiénes han matado más lobos en este clan? ¿Los vampiros, mi traición o tu arrogancia?
Los murmullos comenzaron a crecer. El asombro, ante la desfachatez de Tommaso, dejaba a todo el mundo helado. Desde el incidente en el galpón él no había aparecido, nadie tenía idea de donde la había pasado, o quien había curado sus heridas. Por el desprolijo cicatrizamiento de sus lesiones, era probable que el mismo hubiera zurcido su carne, sin que el pulso le temblara.
—Los lobos no te necesitamos —continuó provocando—. Estás obsesionado con esos seres que se esconden como cucarachas. Nos expones, nos sigues arriesgando. Mamá te abandonó por uno de ellos porque eres imbécil.
Adolfo lanzó un gruñido estremecedor, las mujeres corrieron con sus niños fuera del lugar. El oscuro lobo se lanzó sobre su hijo más pequeño, pero este lo esquivó sin necesidad de trucos.
—Estás viejo, papá —prosiguió el muchacho—. Muy equivocado, y esas equivocaciones me han hecho ser quien soy, me han hecho hacerlo todo mal, al punto de perder a mi mujer y a mi hijo.
Los hermanos de Tommaso volvieron a su forma humana, en completa desnudez, al darse cuenta que el chico no pelearía. Pero Adolfo siguió con su mirada amenazante sobre él.
—¿Qué quieres, Tommaso? —preguntó Adriano, el mayor de los hermanos, un tipo fornido y moreno, muy parecido a su padre.
—Que paren —respondió—. ¿Acaso me equivoco cuando digo que esta batalla es absurda? ¿Qué no tenemos ningún motivo válido para pelear con los vampiros? No tenemos motivos para arriesgar nuestras vidas y la de nuestra gente.
—¡Es un legado! ¡Así lo querían nuestros antepasados! —respondió Piero, quien le seguía en edad a Adriano, luego de Tommaso, él era el más parecido a su madre—. Es por culpa de los vampiros que nosotros debemos ocultarnos, es por su culpa que casi estemos extintos. ¡Nos arrebataron todo y se olvidaron de nuestra existencia como si nada!
Tommaso negó con su cabeza.
—El propósito de los antiguos exorcistas no debería ser nuestro martirio —contestó—. De hecho, creo que nuestro padre no lo recuerda, lo único que lo mueve es su venganza contra nuestra madre. ¿Sabes lo que pasará luego que mates a los Báthory, a mamá? Nuestra sangre derramada será la paga por tu "grandioso triunfo", si es que un día llegas a concretarlo.
Adolfo se volvió a su forma humana.
—No eres más que un niño hablador —respondió, el hombre parecía debilitado con las palabras de su hijo—. Y no defiendas a tu madre cuando te abandonó antes de que pudieras ponerte de pie, ¡antes de que pudieras memorizar su cara! ¡Yo me hice cargo de los cinco!
—Me da igual, porque ya voy entendiendo las razones.
—Vete, estás expulsado de este clan —sentenció el hombre respirando hondo—. Agradece que no aplique en ti la pena máxima. Haber herido a tu familiar para ayudar a los vampiros merece la muerte.
—Claro que me iré, pero ten la decencia de preguntar a tu gente qué es lo que quieren. Después de todo, el único motivo por el que aceptan tus locuras, es porque te temen.
Dicho esto, Tommaso se retiró de aquel lugar. Desde el primer momento sabía que no había espacio para que Adolfo le diera la razón de algo. Así de testarudos eran los lobos alfas, más cuando eran los líderes de su manada.
En otro lugar, en el aeropuerto internacional de San Francisco, Sara, ahora Aneska Delacroix, se perdía en un mar de gente. Ya tenía su bolso en mano, y todas sus pertenencias. Además, en la última escala se había despedido de Azazel y Elizabeth, sin sufrirlo tanto. Era a los que tendría más cerca, y a los únicos que podría visitar con frecuencia.
Al presente, la libertad la envolvía en un baile de idas y venidas, en un movimiento interminable de bocinas, autos, parloteos, tiendas. Nada parecido a los bosques de las tierras vampíricas y sus pueblos fantasmas.
Tal y como había indicado Azazel, Sara debía mostrarse segura, no como la ignorante que recién salía de su ciudad, una ciudad fantasma que nadie conocía, cuyos mitos eran tan estrambóticos como reales. Por ello, con confianza arribó un taxi. Su nueva casa, esa de la que todos desconocían su ubicación esperaba por ella.
¿Por qué a San Francisco? Por su clima suave, fresco y apacible; por estar rodeado por el Pacífico. Estaba claro que Sara no tenía idea, ni siquiera conocía el mar, era Azazel el encargado de elegirle un lugar a su medida. Un lugar que no le hiciera pensar en el dolor, los vampiros y el submundo bajo las sombras; algo que le permitiera crear recuerdos brillantes, alejados de todo mal. Si le apetecía, podía viajar hacia el sur, hacia Los Ángeles, Long Beach, Santa Mónica o San Diego, dónde el sol subtropical no le dejara espacio a los noctámbulos chupasangres de piel sensible al calor.
El mundo crepuscular era lejano. Sara se ocuparía de atesorar solo lo bueno; el Báthory y los chicos.
El taxi comenzó su recorrido, y Sara recostó su cabeza sobre el asiento. Su nueva vida en libertad recién comenzaba.
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