8.El sabor de las mordidas
¿En qué momento una humana decidía seguir a un vampiro? Ni ella lo sabía.
Sara recorría los largos pasillos tras la espalda erguida de Joan; él era alto y sus piernas largas. Cada un paso de él, ella daba tres. No estaba segura hacia donde la llevaba, no le preocupaba. En él habitaba un aura tranquilizadora, cálida y amable a pesar de su sequedad. De hecho, la joven humana, se distraía con ver el afuera a través de los enormes miradores del castillo. La lluvia no se calmaba desde el día anterior, se escurría por los vidrios, pero eso poco le importaba, no estaba acostumbrada a salir y no lo haría en esta ocasión.
—Aquí estamos —dijo Joan, quien se detuvo en la puerta de una habitación.
Ella parpadeó con ligereza, suponiendo que no se trataba de una biblioteca.
—Tengo todo mi material de estudio en mi recámara —explicó calmado, entendiendo la obvia mueca de pavor de la chica, la cual asintió dando un dubitativo paso hacia adelante.
La habitación de Joan era tan grande como la suya, pero estaba llena de libros y objetos curiosos. La cama a un lado, casi parecía de un segundo plano. El escritorio se encontraba colmado de apuntes; y, sobre un aparador, había un juego de ajedrez, un microscopio, y un intrigante telescopio que daba a la ventana. Sara pensaba en cómo se vería observar por uno de ellos, pero aún no tenía la confianza para pedirle echar un vistazo a la luna.
La jovencita tomó asiento en un sillón tapizado en verde, en el que sus pies quedaban colgando de manera graciosa. Joan seleccionó con atención unos cuantos libros, los dejó sobre la mesa, ató la cola castaña de su cabello en forma de un moño, y prefirió apartar sus lentes a un lado, no los necesitaba, eran un adorno. Sentándose frente a Sara, sin mirarla en ningún momento, comenzó a ojear los tristes apuntes, de caligrafía y ortografía deplorable, de la chica.
—Bien, empecemos —indicó, con su tono profundo de voz, era un tanto enigmático.
Sara admitía que se sentía muy extraña con él, a pesar de ser joven se comportaba como un adulto, un misterioso vampiro con algún secreto oscuro. Era mejor no indagar nada personal, no subestimaría la gentileza de nadie, menos la de un demonio.
La tarde surgió tal y como lo esperaba, o incluso mejor, pues todo lo que le explicaba Joan, con suma paciencia, era entendido por Sara y su cabeza a la cual creía idiota. El chupasangre no se propasaba, no hablaba de su sangre, no la llamaba por su nombre, y marcaba la distancia entre los dos. Todo el tiempo se convencía más que, su misión de enseñarle, tenía como único fin que él pudiera avanzar, sin retrasos, por culpa de casos perdidos.
Las dos horas y medias pactadas, para las tutorías, acababan al fin. Mas suponía que estaría con el todo el día, así era como los chicos se habían puesto de acuerdo. Por lo que ella guardó sus libros quedándose sentada, esperando a que se le diera una orden, como si fuera una especie de perro.
—No pensaba pasar todo el día contigo. —Joan dejó escapar un suspiro, sus manos temblaron al decir esto—. No lo considero correcto estando comprometido, y no le encuentro el interés. Lamento que ahora tengas que estar con los demás. No era mi intención traerte más problemas de los que acarreas.
Sara no podía salir de su asombro, pero el alivio era inmediato. ¿Comprometido? Eso no se lo esperaba, no se imaginaba un vampiro en una relación amorosa, ¿acaso podían sentir amor? Aunque, considerando los estatus sociales de los que había hablado Francesca, tal vez solo se tratara de negocios.
—Está bien, te agradezco mucho por haberme enseñado. —Sara pretendió actuar de modo cordial. Joan ya no le generaba miedo, ni desconfianza—. Estudiaré por mi cuenta, no quiero ser un estorbo, ustedes harán cosas importantes con esto. Sé que tienen clases especiales de las cuales yo no soy partícipe. Adam tiene razón, es una pantomima, un placebo.
—Que eso no te detenga. —Joan la interrumpió, otorgándole una mirada en la cual sus pupilas se dilataban y palpitaban—. Tienes buen ritmo, eres inteligente y capaz.
Esas palabras podían parecer simples, tan simples como suficientes para elevar la autoestima de Sara. ¿Inteligente? ¿Capaz? Esos eran halagos que valían la pena, esas eran palabras bonitas que enriquecían su espíritu, ¿cómo un demonio se atrevía a sonrojarla con tal despreocupación?
—Muy bien —respondió ella, ocultando una sonrisa—. Regresaré a mi cuarto, antes pasaré por la biblioteca y tomaré los libros que me recomendaste.
—Espera —dijo cortando el aire con su voz.
Sara se volteó a verlo antes de girar la perilla y lo escuchó:
—Es verdad que no soy como los demás, pero también necesito sangre.
La rigidez de la humana la dejó quieta en su sitio. Estaba claro, por más que no quisiera admitirlo. Su cuerpo se puso blanco, y estuvo segura que Joan lo percibió: el estremecimiento en cada fibra de su ser. Era verdad que Demian no le había hecho daño, pero la sensación inexplicable de ser consumida no le era grata.
Joan no se movía, tan solo esperaba algún tipo de reacción.
¿Podía negarse? ¿Estaría bien negarse luego de los favores y los buenos tratos? Una cosa no tenía que ver con la otra, tenía todo el derecho de reclamar por algo de dignidad, pero era difícil admitirlo. Siempre había sido difícil hacer escuchar su voz; de hecho, en la vida lo había logrado.
Al no encontrar una respuesta correcta, Sara corrió su cabello del cuello, dejándolo listo para que clavara sus colmillos.
—Prefiero la sangre de tu muñeca —barbulló Joan, antes de acercársele, entrelazando sus dedos con los de ella; eran largos y estaban transpirados—. Tomar la sangre del cuello de una mujer significa que te intentas provocarla, dominarla, tratarla como presa. Yo sólo necesito comer.
La respiración de la morocha se detuvo ante tal confesión, aunque no era una sorpresa que quisieran aprovecharse de ella. Joan la jaló con una fuerza que se contenía y a la vez quería escapar. Y, antes de que pudiera reaccionar, clavó sus colmillos en su quebradiza muñeca.
—¡Ah! —Ella lanzó un aborrecible lamento, él no pudo evitar mirarla, desataba su lascivia.
El ambiente se tornaba sofocante. La sangre se desaguaba de sus venas, lo sentía todo: los espasmos y el roce del cabello del joven en su brazo; su lengua recorriendo las gotas de sangre antes de que se derramasen al suelo, y el ruido obsceno al chuparla, despertaban una llama en su interior.
Antes de alejarse de ella, él tomó una servilleta de su bolsillo y tapó su boca. De inmediato se dio la media vuelta, antes de exponer la expresión excitada de su rostro, como si se avergonzara de su naturaleza.
Joan tenía un buen sentido, algo diferente a los demás. ¿Cómo no avergonzarse de ser un parásito dependiente? ¿Cómo no avergonzarse de arruinarle la vida a una pobre joven? ¿Cómo no avergonzarse de pagar con limosnas a quien le consumía la vida?
—Puedes irte —gruñó de espaldas.
De manera atolondrada, Sara partió. Cuando llegó a la biblioteca, notó la transpiración en todo su cuerpo, los cabellos adheridos a su piel, notó lo rápido del latir de su corazón.
No lo entendía, otra vez no había marcas en ella, ni dolor, ni malestar alguno.
Ahora pensaba que prefería el dolor, antes de este extraño e insaciable sentimiento de incertidumbre. Porque cada vez que la mordían, se consideraba demasiado sucia con pensar que podría disfrutarlo en algún momento.
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