45.Promesa | Capítulo final
Sara ya tenía todas sus pocas pertenencias guardadas en un pequeño bolso. Observó por la ventana que daba al jardín trasero, el cielo oscurecía con la caída del sol, por fin se acababa el maldito día.
Tratando de evitar que la angustia la invadiera, decidió bucear en el mundo de las pesadillas. Deseaba con locura sumergirse en ese lugar oscuro provocado por su subconsciente. Ansiaba olvidar su malestar actual y dormir, dormir todo lo que pudiera.
Cerró los ojos y a los pocos minutos lo onírico fue su realidad.
Como siempre, soñaba con el Cordero de Dios, tal vez porque era uno de los pocos lugares que conocía, y en donde había pasado su vida entera. El sitio era sombrío, estaba destruido, abandonado y vacío, el agua putrefacta tapaba sus tobillos. Podía distinguir pedazos de los cuerpos de algunas compañeras flotando. Caminar se le hacía tan difícil como respirar, el aire estaba viciado por una espesa niebla, con un asqueroso hedor putrefacto, mezclado con transpiración y hierro de la sangre. Sara trató de huir, como siempre, por más que soñara una y otra vez con lo mismo, siempre le producía en mismo terror, la misma agitación.
Ese lugar era el infierno y ni muerta saldría, pero lo intentaría hasta que la desmembraran. No tenía nada que perder.
Llegó a la puerta que daba al patio; afuera parecía estar más oscuro que adentro. Pero apareció Francesca, ella era pequeña y fantasmal, le entregó una lámpara de noche; y, antes que pudiera agradecerle, se esfumó. Sara deseaba desaparecer como ella, pero no. Tenía que seguir hasta que pudiera despertar.
Pisó algo viscoso en las baldosas del patio; eran las vísceras de Ámbar. De algún modo lo sabía, porque el rastro la llevaba hacia la vieja hamaca en la que la pelirroja se columpiaba con una expresión poco feliz. Ella tenía su gris vestido teñido de sangre.
—¿Huimos juntas? —preguntó Sara, cómo en aquellos tiempos.
Ámbar negó.
—Ya no puedo, soy como ellos —dijo, llenándola de pena.
Sara recordaba su discusión y la entristecía no haber podido llegar a un acuerdo. Se arrepentía de no haber aprovechado el momento para enmendar las cosas. Ella y Francesca serían libres, pero ¿qué había de Ámbar?
Sara siguió su camino, no había nada que pudiera hacer.
El gran portón de madera estaba abierto, eso era algo nuevo, siempre la atrapaban tratando de abrir el candado. Su corazón comenzaba a precipitarse más y más, porque sabía lo que venía en ese momento. Llegaban ellos, los que tenían miles de manos y los rostros deformados. Esos seres la tomaban de los pies y la arrastraban hasta el lugar más tétrico del orfanato: el sótano, así comenzar con su tortura, y una vez ahí sufría hasta sentir la muerte. Pero esta vez empujó la puerta, pesaba toneladas, por lo que se escurrió por la hendija.
El sol le pegó directo en los ojos, una ráfaga con aroma a rosas invadió su olfato, estaba entre las rosas del Báthory. Miró atrás y ya no tenía que escapar de nada. Los pétalos carmesí sobrevolaban su cuerpo, la brisa febril la envolvía. Se sentía tranquila, por primera vez en mucho tiempo se encontraba a salvo en un sueño, y allí quería quedarse, pero algo quería despertarla de ese sueño maravilloso, una sensación exterior que no podía distinguir todavía.
¿Se estaba quemando, inundando, o electrocutando la habitación?
Sara comenzó a espabilarse hasta salir del sueño. Hasta despertarse por completo.
De repente abrió sus ojos, pero todo era oscuridad, podía sentir respiraciones jadeantes golpeando contra su piel; en sus piernas, en los brazos, en el vientre, en sus pechos y el rostro. Pequeños besos, suaves lamidas. Comenzó a lanzar manotazos de ahogado, no veía nada y eso le aterraba.
¡Paf!
Su mano golpeó con la piel fría de un vampiro, lo sabía. Éste no respondió, en cambio, le tomó la mano con fuerza y succionó sus dedos.
—¡Jack! —gritó temerosa, reconociéndolo al instante.
—¿Cómo sabes que soy yo? —indagó él, bastante animado—. Te vendé bien los ojos.
¿Cómo no reconocerlo? Tenía memorizada sus perversiones.
—¡¿Qué es esto?! —chilló asustada, pretendiendo quitarse el vendaje de los ojos, pero una mano se lo impidió.
Reconocía esa fuerza desmedida: Tony.
—Tony, ¿por qué? —preguntó ella, dejando escapar un quejido suplicante.
<< ¿Qué me están haciendo?>>, se preguntó llena de temor.
—No te haremos daño —respondió Tony, acariciándole cabeza con su mano libre.
Sara inspiró con fuerza, buscando calmarse, hasta que sintió unas manos recorriendo su silueta, arañando su camisón con el mero propósito de destrozarlo. Demian se encontraba entre sus piernas. El estómago de Sara se contrajo cuando lo dejó al desnudo, y los cabellos del vampiro la rozaron.
—¡Lo siento! ¡Lo siento! —gritó ella, agitando el cuerpo, pero un par de manos le sostuvieron la pierna derecha y otro par la izquierda, manteniéndola firme en la cama—. ¡Debí decirles que me iría, pero estaba aterrada! ¡Tenía miedo que sucediera esto! ¡Que no lo entendieran! ¡Qué...!
No pudo seguir hablando, alguien metió los dedos en su boca atrapándole la lengua.
—¿Puedes callarte? —dijo Adam moviendo sus dedos, provocándole un incremento de saliva, que de manera vergonzosa comenzaba a escaparse por sus comisuras—. Tenías razón en tenernos miedo. Esta idea tuya no es divertida. ¿Crees que puedes hacer lo que quieras con nosotros? Estás equivocada, humana.
—No digas cosas innecesarias, Adam —dijo Jeff, él sostenía la pierna izquierda de Sara, su tacto era más suave que el de Jack, y sus labios gélidos la mordían entre besos.
—¡Agh! —Sara gritó sintiéndose ahogada, más cuando percibió la mordida de Joan en su pierna derecha. Sus manos estaban tibias, era el único capaz de mantener el calor de su piel.
La sangre se resbaló hacia las sábanas.
—¡No! —vociferó como pudo. Adam quitó los dedos de su boca, permitiéndole hablar—. ¡Por favor, no me conviertan! —suplicó sollozante.
No podría soportar algo así con tantas esperanzas puestas en su futuro.
—No lo vamos a hacer. —Joan dejó de morderla.
—Vamos a despedirte —dijo Demian subiendo sus manos hasta los pechos de ella, para proporcionarle un masaje perverso.
—Que quede claro que no lo acepto —indicó Jack, aún sostenía la mano de Sara, y ahora la paseaba por su torso desnudo en dirección hacia abajo—. Pero no se puede hacer nada, ni siquiera siendo seis podemos hacerte cambiar de parecer.
—Entonces, ¿qué hacen? ¿Por qué mis ojos están vendados?
Una vez, en el Sabbat, ellos habían estado a punto de compartirla, aunque esa noche faltaba Tony. Esta vez estaban todos; y, por el erotismo de sus mimos, el tono de sus voces y la dulzura de sus besos, Sara no podía esperar otro desenlace, a menos que se negara a tiempo.
—Tal vez sea muy violento verte a ti misma en esta situación —explicó Jeff—. Desde aquí se ve bastante morboso, aunque ardiente.
—Es más excitante de lo que esperaba —reconoció Demian, apretándole el centro de los pechos, obligándola a contraer su cuerpo.
—Es mejor que te quedes con las sensaciones a las imágenes —agregó Joan—. Será menos grotesco.
—Nos quedaremos con los cargos de este pecado —dijo Tony—. Tú puedes disfrutar las consecuencias.
El calor corporal de la humana comenzó a aumentar, tal vez su corazón latía demasiado rápido, o tenía demasiadas manos nadando sobre su cuerpo. Pero era cierto que habían logrado dejarla sin palabras, dándole a entender que no podría escaparse de esta situación, no porque no la dejaran, sino porque la seducían, la incitaban a querer más de ellos.
—¿Quieres seguir? —preguntó Tony.
Ella mordisqueó sus labios, no podía ocultar su felicidad, su despedida no concluiría en una amarga discusión. Aunque eran demasiado orgullosos como para admitirlo.
—¿No es humillante? —preguntó Sara, para disipar dudas con algo de malicia.
Un breve silencio los incomodó, pero al instante sintió los labios de Adam chocar contra los de ella.
—No me importa —ronroneó—. A nadie en esta habitación le importa.
—Está bien —dijo ella aclarando su garganta— pero tengan cuidado, es mi primera vez.
—¿Q- qué? —preguntó Demian, consternado.
Ella podía imaginar sus graciosas expresiones.
—Es mi primera vez con todos juntos —aclaró con sus mejillas ardiéndoles.
Sara oyó unas risitas burlonas.
Con esto dicho, les dio el pase libre para que cometieran su fechoría. Podía considerarse una dulce venganza. Un cosquilleo de felicidad se formaba en su vientre con el solo pensar que se habían puesto de acuerdo para amarla una última vez.
Dejándose llevar, agudizó sus sentidos y creyó que no podría soportarlo; pero, de igual manera, se sumergió en la oscuridad, arriesgando su cordura.
Doce manos tocándola, arañándola, pellizcándola, contorsionando sus brazos como serpientes. Seis cuerpos, seis bocas, seis lenguas consumiéndola como un fruto; colmillos mordiendo su carne, solo para hacerle sentir esa inmoral sensación de delicia, para mojarla desde adentro, para hacer correr su sangre por la cama, para volver su piel roja como la prohibición, aquella que desataría el caos en el paraíso.
Gemía y gemía, no podía controlarlo. Esa aguda voz salía de ella entre suspiros agarrotados, y ellos siquiera habían entrado en su cuerpo, pero la intensidad de sus toques la transportaba al cielo.
Animó a sus manos a sentirlos, a tocar las pieles que la rodeaban. Las pieles húmedas y frías por el creciente vapor en la habitación. Ellos contenían sus respiraciones alborotadas por la inminente fogosidad de sus erecciones. Sara tomó los miembros de Jack y Tony para acariciarlos. Quería darles algo del placer que ellos le daban a ella, aunque su cuerpo no diera abasto, o se destruyera en el intento.
Gritó cuando sintió la lengua de Demian penetrar su cuerpo, a Joan y a Jeff succionar sus pechos ¡Dios! ¿Cuándo habían aprendido a hacer eso de manera tan coordinada? Adam se aprovechó, estaba claro que su resentimiento con ella no acababa, ahogó los quejidos de Sara con su masculinidad, tras el estímulo con sus dedos, ahora llegaba hasta lo más profundo de su garganta, meciéndose cada vez más profundo, sosteniéndola de sus cabellos con firmeza. Ella saboreaba de su hombría rígida con algo de culpa, y sabía que eso lo excitaba más.
Ellos intercambiaron lugares tantas veces como quisieron, había perdido la noción del tiempo, aplastada por su percepción de eternidad, por sus macabros juegos eróticos.
—Quítenmela —jadeó Sara entre orgasmos—. La venda, quítenmela, quiero verlos. Por favor, quiero verlos.
No le importaba cuan perverso fuera, sería la última vez en mucho tiempo, quería guardar la imagen para siempre, y no sentirse culpable por disfrutarlo tanto. No importaba si las voces de las personas decían que no era correcto, porque bien conocía, en carne propia, la hipocresía de la gente que se jactaba de su decencia, deseando estar en su lugar. No le importaba si más de uno pensaba que era degenerado, porque ella sabía que en ese acto libertino solo había amor, amor real.
Lo moral, lo ético, era asunto de las personas, y si bien alguna vez había creído que Dios no había estado para ella, ahora entendía lo equivocada que estaba; no había ningún ser, real o mágico, que tuviera la culpa de lo que le hicieran los humanos.
Ellos liberaron su vista. Entre las penumbras y los primeros rayos del amanecer los vio. Sedientos, manchados de sangre, perturbados, confundidos y deseosos por llegar al final.
Dejó que uno a uno le hiciera el amor, que luego la compartieran, y que repitieran todas sus acciones cuanto quisieran. Quería congelar en su mente sus miradas orgásmicas e inmortales, sus colmillos heredados del demonio de la lujuria, sus intensos golpes en sus caderas. Quería esos recuerdos, para que le sirvieran de consuelo cada noche de soledad que le esperaba en un mundo desconocido.
Tan solo, el sol de la mañana, fue testigo de sus cuerpos mojados en sudor sobre la cama que, a su desatada pasión, le quedaba demasiado pequeña.
El aeropuerto era un lugar blanco y espacioso con demasiada gente yendo y viniendo, arrastrando maletas y hablando diversos idiomas. Los chicos demostraban su incomodidad con miradas tímidas. Los humanos los abrumaban tanto como a Sara; y la gente se sentía incomodada por ellos. Su palidez anti natural, sus bocas purpúreas, con los labios apretados para evitar que sus colmillos los delataran, llamaban bastante la atención, a pesar de que ya nadie creía en su existencia.
A la mirada de otros, los vampiros solo eran tipos raros, góticos, anticuados o una banda de rock desconocida.
Azazel y Elizabeth se encargaban del equipaje, en tanto Sara se despedía. El momento había llegado demasiado rápido. Si querían hacerla dudar hasta último momento lo lograban. Sus rostros afligidos querían llorar, y le contagiaban esa tristeza. Sara miró la pantalla encima de sus cabezas, su vuelo despegaría sin retrasos.
Los labios le temblaron.
—Tengo que ir —murmuró ella.
Aunque sus miradas se turbaron, supo que no dirían nada en contra.
—Haré que este tiempo valga la pena —añadió, forzando la sonrisa más grande que pudo—. Gracias por todo.
Ellos la abrazaron en silencio, y ella los apretó tan fuerte como pudo, como si quisiera atrapar sus esencias dentro de su piel. Uno a uno los besó en los labios, el sabor de esos besos era diferente a cualquier cosa, porque las lágrimas se entremezclaban en sus bocas. Y, aunque la gente los mirara ya nada importaba.
—Espero que encuentres lo que buscas —dijo Adam, destruido, sus ojos caídos lo mostraban, y probablemente quería gritar e insultar, pero se lo guardaba—. Perdóname por decirte cosas horribles todo el tiempo, me cuesta mucho decir que te amo, y que muero porque te quedes a mi lado.
<<Qué malvado, decírmelo ahora>>, ahora era Sara la que lloraba.
—Es demasiado dramático —apuntó Tony—. Para nosotros no debería ser tanto, solo espero que para ti no sea lo suficiente para olvidarnos.
—No hay manera que me olvide de ustedes —respondió riendo, limpiándose la cara. ¿Cómo podría olvidarlos?
—Pensaré en ti todos los días —dijo Demian, tomándola de las manos, su mirada suplicante la acusaba como la peor—. Y cuando vuelvas no habrá manera de que te deje ir otra vez. Te amarraré a mí. Te coseré a mi piel —amenazó.
—No si yo lo hago primero —dijo Sara, tomándolo de las mejillas para darle un beso. Sabía que bromeaba.
—De verdad quería viajar en avión —murmuró Jeff, trataba de mantener el buen humor para hacérselo más fácil a su chica—. Espero que la próxima vez podamos darle vueltas al mundo tantas veces como queramos.
—Lo haremos, y yo seré tu guía —respondió Sara, guiñándole un ojo. Era demasiado considerado.
—Lamento haber actuado raro este último tiempo —comentó Joan, parecía bastante perturbado—. Siempre trato de mantener mis emociones a raya. No quiero ser impulsivo, hiriente o desconsiderado, pero cada vez se me hace más difícil. De verdad estoy aguantado las ganas de unirme a ti hacia donde vayas.
—Joan, no tienes que disculparte —suspiró ella; que él dijera esas palabras le ablandaba el corazón. Ya se había dado cuenta, su romanticismo era inmenso—. También cometí mis errores, y quiero disculparme por ello.
—¿Seguirás queriendo volver con nosotros? —preguntó Jack, su voz se quebraba al hablar—. Cuando vayas a tu nuevo hogar conocerás mucha gente, humanos como tú, con el cuerpo caliente, con muchas posibilidades de una vida feliz.
—Puedes quedarte tranquilo —respondió confiada—. Todo lo que hago es para darles la mejor versión de mí.
—No entiendo —replicó.
—Necesito solucionar algunas cuestiones en soledad —dijo Sara—. Porque ustedes pueden salvarme de cualquier peligro, pero no pueden salvarme de mi misma —añadió, hallando las palabras exactas.
Sara subió por las escaleras mecánicas sin darles la espalda, sonrió con los ojos humedecidos. En su garganta se formaba un nudo, porque deseaba aferrarse a ellos, pero eso estaría mal. Ella necesitaba estar mejor y ellos necesitaban algo mejor, y ahora no podía dárselo, porque desconocían la batalla en su cabeza, la misma que la hacía tambalear a cada paso, la misma que la hacía dudar sobre quien era, sobre lo que quería o lo que era capaz de hacer por sí misma.
Llegó al último peldaño. Y, en el final de las escaleras, los observó, uno a uno. Todavía no se movían, no hasta que desapareciera de su vista. Tembló, era difícil, todavía les debía demasiado, todavía quería mantenerse aferrada a sus cuerpos.
Entonces vociferó hasta sentir su garganta romperse, necesitaba deshacerse de esa tensión.
—¡Los amo!
Ella se volteó sin saber cuál fue su expresión, sintiendo el calor de la vergüenza. Ya no podría soportarlo.
Ese era el adiós.
Aceleró los pasos hasta dejar de sentir la gravedad, su corazón iba a salirse por su boca. Lo había dicho, había dicho lo que sentía sin pensarlo, y sentía liberada.
Azazel esperaba a pocos metros, juntos alzarían el vuelo.
—Lo dije —balbuceó agitada—. Que los amo, Azazel.
Él la abrazó antes de que siguiera con su ridículo espectáculo, y que todos la vieran llorar. Sara agradecía el gesto del director, más sabiendo lo que detestaba el contacto personal.
—Lo saben —afirmó palmeando su cabeza.
Azazel, Elizabeth y Sara subieron al avión. La ofrenda recordaba que jamás creyó posible estar en uno. Siempre los había visto sobrevolar los cielos, que tan lejanos se le hacían, y ahora ella alcanzaría las nubes. Sentía pavor, por suerte, se tomó con fuerza de la mano de Elizabeth, quien parecía más aterrada.
Con la vibración de las turbinas se dejó llevar.
Cerró los ojos y sonrió en paz, era libre, lo sabía.
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